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1 marzo, 2024El Rey y la ley del reino
6 marzo, 2024El carácter de los ciudadanos del reino
Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: El Sermón del monte
Mateo, en su monumental evangelio, presenta a Jesús como descendiente de Abraham y David, narra Su milagrosa concepción virginal y Su nacimiento y relata Su huida a Egipto y Su regreso a Nazaret. Al comienzo del ministerio público de Jesús, Juan el Bautista clama: «Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mt 3:2). Más tarde, al enterarse del arresto de Juan, Jesús comienza a proclamar un mensaje idéntico (Mt 4:17). Sin embargo, Juan es solo el precursor y Jesús es el Mesías. Jesús reúne entonces un gran número de seguidores y viaja por todas partes, «proclamando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4:23).
Tras este preámbulo, Mateo abre la primera de las cinco grandes secciones de enseñanza de Jesús en su evangelio. El número cinco recuerda al Pentateuco, los cinco libros de Moisés. Del mismo modo, la referencia a la ascensión de Jesús a un monte trae a la memoria la ascensión de Moisés al monte Sinaí al recibir la ley. Esta conexión mosaica se refuerza posteriormente con las repetidas declaraciones de Jesús: «Ustedes han oído que se dijo… Pero Yo les digo» (Mt 5:21-22, 27-28, 31-32, 33-34, 38-39, 43-44). El mensaje de Mateo es claro: Jesús es un nuevo y más grande Moisés que enseña y aplica con autoridad la ley de Dios (ver Mt 7:28-29).
En este discurso inaugural del Evangelio de Mateo, al comienzo del Sermón del monte, Jesús enseña a Sus seguidores el carácter de los ciudadanos del reino. Como maestro que es, presenta estas características en forma de ocho bienaventuranzas memorables, cada una de las cuales pronuncia una bendición sobre quienes poseen un rasgo de carácter determinado, con el añadido de dos atributos metafóricos, la sal y la luz. Así, Jesús se hace eco de las Diez Palabras o Mandamientos de la ley de Moisés al plantear diez características de quienes heredarán y habitarán el reino eterno de Dios. En particular, cuando «vió a las multitudes», Jesús dirigió Sus palabras a Sus discípulos (Mt 5:1-2).
«Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5:3).
Jesús comienza a pintar Su retrato del ciudadano del reino con un atributo quizá sorprendente: la pobreza de espíritu. «Bienaventurados» —es decir, eternamente favorecidos por Dios— son los que reconocen ser espiritualmente pobres y necesitados, como el hombre de la parábola de Jesús sobre el fariseo y el recaudador de impuestos. El fariseo es jactancioso, arrogante y orgulloso de todos sus logros religiosos, mientras que el recaudador de impuestos, «de pie y a cierta distancia, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, ten piedad de mí, pecador”» (Lc 18:13). Los que reconocen que son espiritualmente pobres sienten vivamente su necesidad de Dios y su dependencia de Él. Suplican misericordia, porque saben que nunca podrían comparecer ante un Dios justo y santo por sus propios méritos.
«Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados» (Mt 5:4).
En la siguiente bienaventuranza, Jesús afirma una sabiduría del Antiguo Testamento enunciada en el libro del Eclesiastés: «Mejor es ir a una casa de luto / Que ir a una casa de banquete, / Porque aquello es el fin de todo hombre, / Y al que vive lo hará reflexionar en su corazón» (Ec 7:2). En vista de que todos moriremos algún día, debemos vivir teniendo en cuenta nuestro destino eterno. Por eso, «El corazón de los sabios está en la casa del luto, / Mientras que el corazón de los necios está en la casa del placer» (Ec 7:4). Los impenitentes que buscan el placer acaban por negar las realidades eternas, mientras que la persona sabia es consciente de su destino final, llorando su propio pecado y los pecados de los que le rodean. Consciente de sus propios defectos y su rebelión contra Dios, se encomienda a la misericordia de Dios y recibirá consuelo y perdón.
«Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra» (Mt 5:5).
La mansedumbre es un bien escaso en nuestros días, donde reina la autopromoción, se valora la habilidad en las redes sociales y ceder ante los demás se considera debilidad. Si no te haces valer, dice la sabiduría convencional, te pisotearán. Jesús, en cambio, es «manso y humilde de corazón» (Mt 11:29). Se revelará a los mansos, pero se enfrentará a los arrogantes y autosuficientes. Dará descanso a los cansados y dejará que los orgullosos lleven sus propias cargas. Dios es el soberano, y Jesús es el Rey de reyes y Señor de señores. No somos nada aparte de lo que Dios nos da. Así que los sabios, mansa y humildemente, buscan en su soberano Señor Su misericordia, gracia y provisión. Se esconden a la sombra de Sus alas y buscan Su protección, en la confianza de que son los mansos, más que los asertivos y autopromotores, los que heredarán la tierra.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados» (Mt 5:6).
El reino de Dios —Su reino bajo Su gobierno— es un lugar donde reina la justicia, porque Dios mismo es perfectamente justo en Su carácter impecable. Así, los que «tienen hambre y sed de justicia» serán saciados. Más adelante, Jesús dice a Sus seguidores que, a menos que su justicia supere la de los escribas y fariseos, nunca entrarán en el reino de los cielos (Mt 5:20). Por su parte, deben buscar «primero Su reino y Su justicia, y todas estas cosas» —comida, vestido y techo— les serán añadidas (6:33). ¿Buscamos de verdad la justicia y valoramos la integridad? ¿O anhelamos un trato preferencial y buscamos formas sutiles de controlar y manipular a los demás, idealmente sin que se den cuenta? Una vez más, Jesús va al meollo del asunto, llamándonos a tener un corazón que se deleite en la justicia. Por supuesto, nada de esto es posible sin Cristo, a quien Dios «lo hizo pecado por nosotros», aunque Él «no conoció pecado […] para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él» (2 Co 5:21).
«Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia» (Mt 5:7).
El que es misericordioso sabe que él mismo necesita misericordia y que en Cristo ha recibido misericordia (Ro 12:1). Como receptor de la misericordia, la extiende a los demás, tratándolos con bondad y tierna compasión. De este modo, la misericordia equilibra la justicia. La misericordia puede parecer debilidad, pero en realidad, los que la extienden lo hacen con fuerza interior, sabiendo que están seguros del amor de Dios y de su aceptación y favor en Cristo. Al mismo tiempo, son conscientes de su propia fragilidad y debilidad, y por eso son sensibles a los demás. Jesús dio el ejemplo, de acuerdo con la profecía mesiánica de Isaías: «No quebrará la caña cascada, / Ni apagará la mecha que humea» (Mt 12:20; ver Is 42:3). Jesús trataba a la gente con ternura y compasión. Del mismo modo, en lugar de ser jactanciosos y arrogantes, los ciudadanos del reino de Dios son humildes y amables.
«Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios» (Mt 5:8).
¿Quién puede afirmar que es puro de corazón? Como los fariseos, todos estamos sucios por dentro. Por eso, la exhortación que Jesús les dirigió se aplica a todos nosotros: «Limpia primero lo de adentro del vaso y del plato, para que lo de afuera también quede limpio» (Mt 23:26). Pero esta limpieza solo puede realizarla el Espíritu Santo. Una vez más, este pensamiento no es totalmente nuevo en la Escritura. Lo vemos ya en David, quien oró tras pecar escandalosamente: «Purifícame con hisopo, y seré limpio; / Lávame, y seré más blanco que la nieve […] Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, / Y renueva un espíritu recto dentro de mí» (Sal 51:7, 10). David ya comprendía que el pecado separa a las personas de Dios y por eso suplicó: «No me eches de Tu presencia, / Y no quites de mí Tu Santo Espíritu» (Sal 51:11). Aunque Dios nunca apartará Su Espíritu de los auténticos creyentes hoy, debemos limpiarnos con la ayuda del Espíritu Santo para llegar a ser puros de corazón y así poder ver a Dios algún día (2 Co 7:1; 1 Jn 3:2).
«Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5:9).
Todo el mundo quiere la paz, pero ¿dónde están los pacificadores? La expresión «los que procuran la paz» solo se utiliza aquí en el Nuevo Testamento; la forma verbal, «hacer la paz», solo se emplea una vez en una de las cartas del apóstol Pablo: «Agradó al Padre que en Él [en Jesús] habitara toda la plenitud, y por medio de Él reconciliar todas las cosas consigo, habiendo hecho la paz por medio de la sangre de Su cruz» (Col 1:19-20). Esto demuestra que Jesús es el máximo pacificador, y que mediante Su muerte en la cruz nos reconcilió con Dios. Ahora que tenemos paz con Dios, estamos llamados a hacer la paz, y como el Hijo de Dios, seremos llamados «hijos de Dios». La bendición que Jesús pronuncia aquí no es simplemente para los que valoran la paz; es para los que buscan activamente hacer la paz tanto con Dios como con los demás. Tales pacificadores anhelan la reconciliación y la paz relacional en lugar de la contienda, buscando calmar en lugar de inflamar, pacificar en lugar de exacerbar. «El hombre irascible provoca riñas, / Pero el lento para la ira apacigua pleitos» (Pr 15:18). Por eso los creyentes deben buscar «la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (He 12:14). De este modo, tales hijos de Dios reflejan a Dios Padre, quien participa activamente en la pacificación mediante la sangre de la cruz de Su amado Hijo.
«Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5:10).
Una vez más, las palabras de Jesús aquí son contraintuitivas. Nadie en su sano juicio se consideraría bienaventurado cuando es perseguido. Pero aquí Jesús pronuncia una bendición sobre los que son perseguidos por causa de la justicia. Mientras que hasta ahora todas las bienaventuranzas se pronunciaban en tercera persona, en este punto Jesús se dirige directamente a Sus seguidores y les dirige estas palabras: «Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de Mí. Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que ustedes» (Mt 5:11-12). Al ser odiados y vilipendiados, los seguidores de Jesús entran en la noble línea de los profetas del Antiguo Testamento que soportaron persecuciones y maltratos similares. Puede que sufran pérdidas terrenales, pero recibirán una gran recompensa celestial.
«Ustedes son la sal de la tierra» (Mt 5:13).
Mientras tanto, Jesús da instrucciones a Sus seguidores que aún están en este mundo, utilizando dos metáforas diversas: las de la sal y la luz. Respecto a la sal, Jesús explica: «Pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya no sirve para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres» (Mt 5:13). Si los seguidores de Jesús no se distinguen del mundo que les rodea, ¿para qué sirven? Como la sal que sazona una comida, los creyentes están llamados a dar sabor e incluso a actuar como conservantes en una cultura corrupta. Sin embargo, Jesús advierte con sobriedad que la sal que pierde su sabor no sirve para nada. Por tanto, no seamos cristianos inútiles.
«Ustedes son la luz del mundo» (Mt 5:14).
Por último, Jesús compara a los creyentes con la luz. En otras partes, Jesús dice: «Yo soy la Luz del mundo» (Jn 8:12; 9:5), pero aquí les dice a Sus seguidores: «Ustedes son la luz del mundo». No se trata de una contradicción. Más bien, los discípulos de Cristo están llamados a servir como luz del mundo porque, como creyentes en la luz, ellos mismos se han convertido en «hijos de la Luz» (Jn 12:36). Jesús amplía la metáfora de la luz:
Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos (Mt 5:14-16).
Aunque no somos salvos por nuestras buenas obras, somos salvos para hacer buenas obras, obras que glorifican a nuestro Padre celestial.
Al principio del Sermón del monte, Jesús ofrece a Sus seguidores un mosaico magnífico de cualidades que caracterizan a Sus discípulos: pobreza de espíritu, tristeza por el pecado, mansedumbre, un profundo deseo de justicia, misericordia, pureza de corazón, un deseo activo de hacer la paz y el soportar pacientemente la persecución por causa de la justicia. Este catálogo de características difiere notablemente de los valores del mundo, que incluyen la orgullosa autosuficiencia, vivir para el placer, la autoafirmación agresiva, salir adelante a toda costa, la aspereza y la rudeza, la degeneración y la decadencia moral, la combatividad y la vigilancia hipersensible para garantizar que nunca se violen los propios derechos. Además, los discípulos de Cristo deben dar sabor a la cultura y brillar como luces de Dios en el mundo. Al emular estas diez características, con la ayuda del Espíritu Santo que mora en ellos, los seguidores de Jesús demostrarán ser ciudadanos del reino de Dios, tanto aquí y ahora, como por toda la eternidad.