La fe y la «fidelidad»
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Nota del editor: Este es el sexto y último capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El juicio a Lutero: La Dieta de Worms
La dieta en la que Martín Lutero preseEn 1978, Michael H. Hart publicó un libro titulado The 100: A Ranking of the Most Influential Persons in History [Los top 100: Un ranking de las personas más influyentes de la historia]. Cualquier libro de este tipo provocará un gran debate debido a su naturaleza misma, y yo mismo estoy en total desacuerdo con algunas de las conclusiones del autor. Por ejemplo, coloca a Jesús en tercer lugar —después de Mahoma e Isaac Newton— y no puedo evitar preguntarme si el autor alguna vez ha considerado por qué la fecha de publicación de su libro es 1978 y no 1408 o 335. Nuestras fechas mismas están en función de los años de la vida de Cristo. Mahoma y Newton fueron figuras influyentes en la historia; Jesús es el Señor de la historia. Pero ese no es el punto.
El autor sitúa a Martín Lutero en el número veinticinco de su lista. No voy a discutir la clasificación específica porque, aparte de la clasificación de Jesús en esta lista, no estoy seguro de que sea posible cuantificar la influencia con algo cercano a la precisión. Sin embargo, menciono este libro porque incluye a Lutero entre las veinticinco personas más influyentes de toda la historia, y ser parte de las veinticinco primeras entre varios miles de millones es todo un logro. Significa que la influencia de Lutero en la historia es evidente para todos los observadores. La vida y obra de Lutero afectaron significativamente la historia europea, el idioma alemán, la iglesia y la teología, entre otras cosas. Este artículo examinará específicamente el legado teológico de Lutero, centrándose en las doctrinas de la justificación sola fide y sola Scriptura.
Para entender el legado teológico de Lutero, debemos entender algo de su herencia teológica. Existe una idea errónea a nivel popular de que en la Edad Media, la Iglesia católica romana enseñaba una doctrina simplista de la justificación por las obras, aparte de la gracia y la fe, y que Martín Lutero inició la Reforma en 1517 rechazando esta doctrina y enseñando la justificación por la fe sola. En realidad, la historia es un poco más complicada.
Primero, es importante entender que en la época en que nació Lutero, en 1483, la iglesia aún no había definido dogmáticamente su doctrina de la salvación, como lo había hecho con la doctrina de la Trinidad y la persona de Cristo. Algunas enseñanzas soteriológicas, como el pelagianismo, habían sido declaradas herejías, pero no había nada comparable al Credo Niceno o a la Definición de Calcedonia sobre la doctrina de la salvación. Segundo, lo que encontramos en la iglesia primitiva y medieval son una serie de líneas de pensamiento conceptuales sobre la salvación. Las líneas de pensamiento que fueron enfatizadas por un teólogo en particular dependieron en gran medida de otros elementos de su teología.
Por ejemplo, la comprensión particular de un teólogo sobre la salvación se verá afectada dramáticamente por su doctrina del hombre, el pecado y la caída. Un teólogo que cree que el pecado de Adán afectó solamente a Adán y un teólogo que cree que el pecado de Adán afectó a toda la humanidad tendrán diferentes doctrinas de la salvación. Un teólogo que cree que la posteridad de Adán nace dañada por el pecado y un teólogo que cree que la posteridad de Adán nace muerta en el pecado también tendrán doctrinas de salvación diferentes. Del mismo modo, un teólogo que cree que Dios ha elegido incondicionalmente a un pueblo para Sí mismo y un teólogo que cree que Dios ha elegido a aquellos que previó que harían lo mejor, tendrán doctrinas de salvación radicalmente diferentes.
Para los siglos XIV y XV, las distintas corrientes de pensamiento habían producido más de una doctrina de la salvación que competían entre sí. Había quienes se adherían a una visión más o menos agustiniana. Tendían a enfatizar la predestinación, el pecado original y la gracia de Dios en la salvación. Sostenían que, por causa de la caída, el hombre no puede venir a Dios a menos que Dios le dé la gracia para hacerlo. Sin embargo, había otros que enseñaban que Dios da la gracia a aquellos que «hacen lo que está en ellos» (facere quod in se est). Su visión de los efectos de la caída tendía a ser muy diferente de la de Agustín. En su opinión, el hombre tiene la capacidad de volverse a Dios.
También es importante señalar que en los siglos XIV y XV, la doctrina de la salvación había quedado completamente integrada con una doctrina complicada de la iglesia y sus sacramentos, especialmente el bautismo y la penitencia. El bautismo fue entendido como la causa instrumental de la justificación. Mediante el bautismo la persona entraba en el estado de gracia, donde permanecía hasta que cometía un pecado mortal. Los que cometían un pecado mortal debían recurrir al sacramento de la penitencia para volver al estado de gracia. Para agravar los problemas en la época de Lutero, estaba la muy generalizada venta de indulgencias, que eran en realidad una alternativa a las obras penitenciales de satisfacción para aquellos que podían pagarlas.
A pesar de la diversidad de puntos de vista, todos los teólogos medievales enfatizaron la salvación como un proceso de santificación. Las principales diferencias entre ellos se referían a la capacidad del hombre al principio del proceso y durante el mismo. El enfoque en la salvación como proceso se complicó por el hecho de que la justificación no se distinguía claramente de la santificación. En parte, esto se debe al hecho de que la Vulgata latina, la Biblia usada en Occidente durante la Edad Media, había traducido la palabra griega para «justificación» con una palabra latina que significaba «hacer justo». Agustín entendió la palabra de esta manera, y los teólogos que le siguieron asumieron también esa definición. Esto significa que, aunque los primeros teólogos podían concebir la diferencia entre una declaración forense de justicia y un hacer justo ontológico, no podían utilizar los términos justificación y santificación para hacer esta distinción. A medida que avanzaba la Edad Media, resultaba cada vez más difícil establecer siquiera una diferencia conceptual entre ambas.
Martín Lutero fue educado por aquellos teólogos de finales de la Edad Media que enseñaban que Dios no se negaría a dar la gracia a aquellos que «hicieran lo que estaba en ellos». Lutero enseñó esta postura en sus primeras conferencias. Sin embargo, poco a poco empezó a comprender lo gravemente defectuosa que era esa postura y comenzó a rechazar las tendencias pelagianas de su pensamiento y a orientarse hacia una visión más agustiniana. En algún momento entre 1517 y 1520, Lutero avanzó aún más cuando finalmente llegó a comprender la distinción entre justificación y santificación. Para ello contó con la ayuda de Felipe Melanchthon, cuyo conocimiento de la lengua griega ayudó a Lutero a llegar a una definición más bíblica no solo de la justificación, sino también de la gracia y la fe.
En estos años, entre 1517 y 1520, a medida que Lutero comenzó a plantear objeciones a las prácticas de la iglesia, sus oponentes católicos romanos se centraron principalmente en el tema de la autoridad. Lutero se vio obligado a profundizar en este tema, y al darse cuenta de que varios papas se habían contradicho muchas veces, comenzó a enfatizar la idea de que la Escritura sola es nuestra única fuente infalible y divinamente autoritativa para la doctrina. Roma se opuso. Al final, la posición de Lutero le llevó a ser excomulgado por la iglesia y a ser llamado a comparecer ante el emperador en la Dieta de Worms.
La doctrina de Lutero sobre la Escritura y su doctrina de la justificación son posiblemente sus dos legados teológicos más importantes. En ambos casos, intervino en antiguas disputas teológicas y adoptó una posición. En ambos casos, su postura obligó a Roma a responder, y en ambos casos, Roma eligió puntos de vista que tenían menos apoyo tanto en la Escritura como en la iglesia histórica.
El legado de Lutero respecto a su doctrina de la justificación se expresa inicialmente de manera eclesiástica en la Confesión de Augsburgo de 1530 y los documentos que de ella se derivan. La Confesión de Augsburgo fue escrita por Felipe Melanchthon, pero Lutero la aprobó de corazón. El artículo sobre la justificación dice:
También [los luteranos] enseñan que los hombres no pueden ser justificados ante Dios por sus propias fuerzas, méritos u obras, sino que son justificados libremente por causa de Cristo, mediante la fe, cuando creen que son recibidos en la gracia, y que sus pecados son perdonados por causa de Cristo, quien, por Su muerte, ha hecho satisfacción por nuestros pecados. Esta fe Dios la imputa para justicia ante Él. Romanos 3 y 4.
Respecto a la santificación, la confesión dice:
También enseñan que esta fe debe producir buenos frutos, y que es necesario hacer buenas obras ordenadas por Dios, a causa de Su voluntad, pero que no debemos confiar en esas obras para meritar la justificación ante Dios. Porque la remisión de los pecados y la justificación se reciben por la fe, como también lo atestigua la voz de Cristo: «Cuando hayáis hecho todo esto, decid: “Siervos inútiles somos”». Lucas 17:10. Lo mismo enseñan también los padres. Pues Ambrosio dice: «Está ordenado por Dios que el que crea en Cristo sea salvo, recibiendo gratuitamente la remisión de los pecados, sin obras, por la fe sola».
La Confesión de Augsburgo acabó convirtiéndose en uno de los estándares confesionales de la Iglesia luterana cuando se incluyó en el Libro de la Concordia en 1580.
El legado de Lutero en cuanto a su doctrina de la sola Scriptura también encuentra su expresión en el Libro de la Concordia, en la Declaración Sólida, donde leemos «que la Palabra de Dios sola debe permanecer como la única norma y regla de doctrina, a la cual no deben equipararse los escritos de ningún hombre, sino que deben someterse a ella en todo». Este es un resumen conciso de lo que Lutero expresó en la Dieta de Worms y en otros lugares. Es una forma confesional de decir: «¡En esto me mantengo!».
El legado teológico de Lutero también se encuentra en las iglesias reformadas, cuyas confesiones también enseñan la sola Scriptura y la doctrina de la justificación sola fide. La Confesión de Fe de Westminster, por ejemplo, enseña lo siguiente respecto a la Escritura:
La totalidad del consejo de Dios concerniente a todas las cosas necesarias para su propia gloria y para la fe, vida y salvación del ser humano, está expresamente expuesto en las Escrituras, o por buena y necesaria consecuencia puede deducirse de ellas, a las cuales nada debe añadirse en ningún tiempo ya sea por nuevas revelaciones del Espíritu o por tradiciones humanas (1.6).
La doctrina de la sola Scriptura, tal como fue enseñada por Lutero, las confesiones luteranas y las confesiones reformadas, ha sido gravemente malinterpretada por siglos. A lo largo de la mayor parte de la historia de la iglesia, se entendía que la Escritura era la única fuente de revelación divina. Se entendía que era la mismísima Palabra de Dios y, por lo tanto, con una autoridad única. A partir del siglo XII, comenzó a surgir una visión de dos fuentes. Según esta perspectiva, la Escritura y la tradición son dos fuentes separadas de revelación. Lutero trató de empujar a la Iglesia romana hacia la antigua posición de una sola fuente. Roma respondió adoptando la postura de las dos fuentes.
Algunos de los reformadores más radicales rechazaron ambas posiciones y adoptaron una que rechazaba cualquier autoridad secundaria. Para ellos, la Escritura era la única autoridad por completo. Rechazaban a los pastores, las confesiones y los credos. Esta no era la posición de Martín Lutero, Juan Calvino, o cualquiera de los otros reformadores magistrales. Sin embargo, esta versión distorsionada de la sola Scriptura se ha vuelto endémica en el Occidente posterior a la Ilustración. Está basada en un malentendido grave de lo que los reformadores enseñaron sobre la autoridad de la Escritura. También está en completa contradicción con lo que los primeros reformadores hicieron en la práctica al escribir docenas de confesiones de fe.
Las iglesias confesionales luteranas y reformadas entendieron la diferencia entre la Escritura y los credos. La Escritura es la Palabra de Dios. Los credos son palabras de hombres. La Escritura es Dios diciendo: «Así dice el Señor». Los credos son la la iglesia respondiendo: «Creemos». La autoridad del credo de la iglesia y la respuesta confesional se derivan y dependen de la Palabra divina inherentemente autoritativa de la que se hace eco en una respuesta comunitaria de fe.
La Confesión de Westminster también se hace eco de la doctrina de Lutero sobre la justificación:
A quienes Dios llama eficazmente, también los justifica gratuitamente: no mediante la infusión de justicia en ellos, sino que les perdona sus pecados, y cuenta y acepta sus personas como justas, mas no por algo obrado en o hecho por ellos, sino solamente por causa de Cristo; tampoco les imputa la fe misma, ni el acto de creer o alguna otra obediencia evangélica como su justicia, sino que les imputa la obediencia y satisfacción de Cristo, recibiendo ellos a Cristo y descansando en él y en su justicia mediante la fe, la cual no la tienen de ellos mismos, pues es don de Dios. La fe, que de este modo recibe a Cristo y descansa en él y en su justicia, es el único instrumento de justificación. Sin embargo, la fe no está sola en la persona justificada, sino que siempre está acompañada de todas las otras gracias salvadoras, y no es una fe muerta, sino que obra por amor (11.1-2).
Uno de los elementos más importantes de la doctrina bíblica de la justificación, tal como fue expuesta por Lutero y enseñada aquí por la Confesión de Westminster, es la idea de que la justicia de Cristo es imputada a los creyentes —puesta en nuestro expediente ante Dios— y que la justicia de Cristo es la única base de nuestra justificación. En otras palabras, no somos declarados justos porque primero hayamos sido hechos justos. Somos declarados justos porque la justicia de Cristo nos ha sido imputada. Esto es parte del gran intercambio. Nuestros pecados son imputados a Cristo. Su obediencia es imputada a nosotros.
La Confesión de Westminster continúa respondiendo a uno de los malentendidos más comunes de la doctrina de la justificación por la fe sola cuando afirma que esta fe, aunque es el único instrumento de justificación, «no está sola en la persona justificada». En otras palabras, aunque la justificación debe distinguirse de la santificación, las dos nunca pueden estar ni están separadas en una persona que ha sido justificada. La salvación implica ambas cosas. Hay un elemento forense (justificación) y un elemento transformador (santificación).
El legado teológico de Martín Lutero es uno que dejamos que desaparezca a costa de un gran peligro. Por la autoridad de la Escritura sola aprendemos que somos justificados por la fe sola en Cristo solo. Este no es solo el artículo por el cual la iglesia se mantiene o cae; es el artículo por el cual nosotros nos mantenemos o caemos. Fue este artículo el que transformó tan radicalmente a Lutero. Como explica Roland Bainton en el párrafo final de su gran biografía, Lutero descubrió que el Dios todopoderoso y santo era también misericordioso:
Pero ¿cómo lo sabremos? En Cristo, solo en Cristo. En el Señor de la vida, nacido en la miseria de un establo de ganado y muriendo como un malhechor bajo el abandono y la burla de los hombres, clamando a Dios y recibiendo como respuesta solo el temblor de la tierra y el oscurecimiento del sol, incluso por Dios abandonado, y en esa hora tomando para Sí y aniquilando nuestra iniquidad, pisoteando las huestes del infierno y revelando en la ira del Todo Terrible el amor que no nos dejará ir. Lutero ya no se estremecía ante el susurro de una hoja arrastrada por el viento, y en lugar de invocar a Santa Ana se declaraba capaz de reírse de los truenos y de los rayos cortantes de la tormenta. Esto fue lo que le permitió pronunciar palabras como estas: «En esto me mantengo. No puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén».