La Iglesia confesional en la historia
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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VII
El siglo VII es una época olvidada para la mayoría de los protestantes. Sin embargo, vale la pena conocerla. El corazón creativo de su teología estaba en el Este: el Imperio bizantino, con su centro en Constantinopla. Aquí las controversias cristológicas del siglo V todavía estaban presentes. Como resultado de los concilios de Calcedonia (451) y el Segundo de Constantinopla (553), la iglesia del Este y el Imperio se dividieron amargamente entre dos grandes partidos. En un lado de la controversia estaban los calcedonios, leales al credo ortodoxo de Calcedonia, de que Cristo es una persona con dos naturalezas; y al otro lado estaban los monofisitas, numerosos en Egipto y Siria, que sostenían que el Cristo encarnado tiene una sola naturaleza (una especie de naturaleza divina-humana sintetizada).
El Imperio bizantino haría un último intento para eliminar la brecha entre los calcedonios y los monofisitas. La iniciativa vino del emperador Heraclio (610–641). Él tomó su postura teológica del patriarca Sergio I de Constantinopla, quien sugirió que los calcedonios y los monofisitas podrían unirse en torno a la fórmula de una «energía única» en Cristo. Cuando los teólogos hablaban de «energía» (en griego, energeia), se referían a la acción, actividad, trabajo u operación que revela la naturaleza distintiva de una cosa.
¿Qué tenía esto que ver con la disputa entre calcedonios y monofisitas? La controversia se desarrolló en torno a cómo Cristo puede ser una persona si tiene dos naturalezas. Los calcedonios hacían distinción entre la naturaleza y la persona, argumentando que las dos naturalezas de Cristo habitan una en la otra sin confundirse entre ellas, unidas por la única persona divina de Cristo. Los monofisitas respondieron que si Cristo es una sola persona, esto requiere que Sus dos naturalezas se conviertan en una. Pero la energía fue un tercer factor en la ecuación, algo diferente a las ideas de naturaleza y persona. Si los calcedonios y los monofisitas pudieran estar de acuerdo en que Cristo tiene una sola energía, tal vez ambas partes podrían aceptar esto como la explicación de Su unidad.
Sergio I de Constantinopla argumentó que la energía pertenece a la persona y no a la naturaleza. Ya que los calcedonios y los monofisitas estaban de acuerdo en que Cristo era una persona, ellos (sugirió Sergio) podrían ver que Sus dos naturalezas estaban unidas en la única energía de Su persona. El emperador Heraclio defendió la fórmula de «energía única» de Sergio y tuvo cierto éxito. Sin embargo, la reunión se encontró con serios problemas en Palestina. Los monjes calcedonios, dirigidos por el brillante patriarca Sofronio I de Jerusalén, se opusieron fuertemente a la fórmula de energía única. Sofronio argumentó que la energía no pertenece a la persona (como dijo Sergio), sino a la naturaleza (como en el entendimiento tradicional). Por lo tanto, en Cristo hay dos energías distintas, humana y divina, que revelan las dos naturalezas distintas del Salvador.
La oposición de Sofronio a la fórmula de energía única incitó a Heraclio a buscar el apoyo del papa Honorio I. Esto fue lo peor que pudo haber hecho. Honorio llevó el conflicto a aguas aún más tormentosas. Profesando estar descontento con toda la charla sobre energías, propuso la sugerencia explosiva de que Cristo tiene una sola voluntad en lugar de una sola energía. Honorio pensó que los calcedonios y los monofisitas podían encontrar puntos en común al confesar que las dos naturalezas del Salvador están unidas por su única voluntad divina, lo cual, por supuesto, significaba negar que Cristo tiene una voluntad humana. El emperador Heraclio aprovechó esta idea y, en el 638, emitió una declaración teológica oficial, la Ekthesis. Esta declaración prohibió toda mención adicional de energías, y decretó que Cristo tenía una sola voluntad divina. Esta iba a ser la nueva ortodoxia. Aquellos que apoyaron la Ekthesis fueron conocidos como mono theletes, término griego que significa «voluntad única».
La posición monotelista levantó poderosos enemigos entre los calcedonios ortodoxos. El más poderoso fue el monje griego Máximo el Confesor (580–662), quien sostuvo vehementemente que Cristo tiene dos voluntades, una humana junto a una divina. ¿Por qué le dio tanta importancia a este asunto? La respuesta reside en su preocupación por la doctrina de la salvación. La voluntad humana, señaló Máximo, es la fuente del pecado, la sede misma de nuestra corrupción que necesita ser rescatada y santificada. Por lo tanto, si ha de haber salvación para nuestras voluntades caídas, el Hijo de Dios debe tomar una voluntad humana para Él mismo en la encarnación. La única forma en que nuestras voluntades pueden llegar a ser santas es siendo conformadas a la voluntad humana perfectamente santa de Cristo, el Dios-hombre. Pero los monotelitas estaban diciendo que Cristo no tiene voluntad humana. ¿De dónde entonces, preguntó Máximo, proviene la santificación de nuestras voluntades pecaminosas? Es esencial para nuestra salvación que Dios el Hijo haya tomado una voluntad humana.
No era una buena señal para los monotelitas el haberse hecho un enemigo como Máximo. Él era un teólogo de gran eminencia, al nivel de Atanasio, los padres de Capadocia, Cirilo de Alejandría y Juan de Damasco como una de las mentes más destacadas de la Iglesia oriental.
Cuando murió Heraclio, su sucesor fue su nieto Constante II (641–68), un dictador cruel. El emperador Constante intentó apagar la controversia silenciando a todas las partes; su edicto de 648, Typos, prohibió a todos los ciudadanos bizantinos volver a mencionar voluntades y energías en Cristo, bajo pena de severo castigo. Para los ortodoxos, esta orden imperial significaba tolerar la herejía en la Iglesia, y algunos de ellos no estaban dispuestos a obedecerla.
Uno de ellos fue el nuevo papa, Martín I, quien ascendió al trono papal en julio del 649. Martín era un aliado cercano de Máximo e impresionó a todos con su radiante santidad y su profundo conocimiento. En octubre de ese año, Martín convocó un concilio romano que condenó el monotelismo y afirmó que Cristo tiene dos voluntades, una humana y una divina. Máximo estuvo presente y jugó un papel principal en este concilio. Luego, Martín envió copias de las decisiones del concilio a lo largo de Oriente y Occidente, junto con una carta circular advirtiendo a todos los cristianos fieles contra la peligrosa herejía de los monotelitas.
Ese desafío tan osado al emperador Constante selló el destino de Máximo y Martín. Las tropas bizantinas los capturaron en el 653, los llevaron a Constantinopla y los encarcelaron durante un largo período en condiciones horrendas que destrozaron la ya mala salud de Martín. Finalmente fueron juzgados por traición en el 655. Martín fue declarado culpable y condenado a muerte; sus ropas papales les fueron arrancadas; fue azotado y arrastrado a los calabozos. En un inesperado toque de misericordia, Constante suavizó la sentencia de Martín condenándolo al destierro. Agotado por su terrible encarcelamiento, el papa murió seis meses después: un mártir por su fe en la humanidad plena de Cristo.
Entonces se llevó a cabo un juicio contra Máximo. Él había encabezado la oposición al monotelismo. Constante estaba decidido a hacer un espectáculo público de él. Día tras día, los jueces lanzaron acusaciones de traición y herejía contra el anciano monje, que ahora tenía 74 años. Sin embargo, Máximo no se inmutaba, rechazando todos los cargos de traición y negando firmemente que un emperador tuviera derecho a interferir en asuntos teológicos. Tal conducta era el Estado imponiendo sus manos impías en la independencia de la Iglesia. Constante no estaba impresionado; Máximo fue golpeado y desterrado a la pequeña ciudad de Bizia en Tracia.
Desde Bizia, Máximo continuó hablando y escribiendo contra el monotelismo; así que en el 662, un enfurecido Constante lo sometió a un nuevo juicio. Los jueces presionaron a Máximo con el argumento de que todos los demás miembros de la Iglesia oriental se habían sometido al Typos. ¿Cómo se atrevía él, un monje solitario, a desafiar la voz de la Iglesia? ¿Solo Máximo tenía la razón y todos los demás estaban equivocados? ¿Creía que solo él era salvo? La respuesta de Máximo resuena a través de los siglos: «Dios conceda que yo no condene a nadie, ni diga que solo yo soy salvo. Pero prefiero morir antes que violar mi conciencia abandonando lo que creo acerca de Dios».
Esta vez, el castigo de Máximo fue más severo: le arrancaron la lengua y le cortaron la mano derecha para que no pudiera hablar ni escribir. Luego fue desterrado a la costa sureste del Mar Negro, donde murió unos meses después. Fue por su firme confesión de fe en medio de estas crueldades que la Iglesia más tarde llamó a Máximo «el Confesor».
Constante fue asesinado en el 668. Su hijo Constantino IV (668–85) resultó ser un tipo de emperador muy diferente a su padre. Actuando en armonía con el papa de su tiempo, Agatón, quien fue un fiel discípulo de Martín y Máximo, Constantino convocó al sexto de los concilios ecuménicos en noviembre del 680, el Tercer Concilio de Constantinopla. El concilio fue un triunfo total para los enemigos del monotelismo, vindicando la creencia en la humanidad plena de Cristo por la cual Máximo y Martín habían sufrido. El concilio también nombró y condenó a quienes habían enseñado la doctrina de la energía única y la voluntad única, especialmente al patriarca Sergio de Constantinopla y al papa Honorio, llamándolos instrumentos de Satanás, herejes y blasfemos. Esta condena de un papa herético por parte de un concilio ecuménico fue más adelante una de las armas favoritas de los protestantes en su conflicto con el papado y sus afirmaciones de infalibilidad.
El Tercer Concilio de Constantinopla puso fin a los siglos de controversia sobre la relación entre la humanidad y la divinidad en Cristo. También fue el último de los concilios ecuménicos en recibir el reconocimiento de las tres ramas de la Iglesia profesante: católica romana, ortodoxa oriental y protestante.