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10 enero, 2023El movimiento metodista


Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XVIII
Para quienes no estén familiarizados con las iglesias metodistas, hay dos cosas que permiten vislumbrar su historia. La primera es que es la única denominación que ha logrado plantar una iglesia en cada condado de los Estados Unidos. La segunda es que la mayoría de los hombres que fundaron estas iglesias lo hicieron a caballo. De hecho, durante la mayor parte de sus inicios, los evangelistas metodistas eran desaliñados, firmes e incesantes.
El movimiento metodista no comenzó en la frontera, sino en las torres de marfil de Oxford. John y Charles Wesley estudiaban allí en la década de 1720, y ambos eran devotos de la idea de que la vida cristiana debía ser más de lo que ofrecía la Iglesia anglicana. Como muchos de su generación, querían tener seguridad de su fe y una vida piadosa. Su solución era reunirse con amigos, a menudo de madrugada, para orar y estudiar la Biblia. Esto no quiere decir que los anglicanos no oraran o se reunieran, pero el Club Santo quería hacerlo más allá de los rudimentos de la vida cristiana. Por ejemplo, hacían votos extraordinarios de santidad, algunos incluso de castidad.


El rigor del Club Santo era un claro rechazo del statu quo. Incluso si tomamos algunos de sus votos como presunción juvenil, este estilo de rígida práctica devocional parecía a otros estudiantes de Oxford innecesariamente metódico. Les olía a catolicismo romano, por lo que los estudiantes se burlaban del Club Santo por su exceso de santidad. Una broma popular era llamarlos los «metodistas». Como suele ocurrir en la historia, el nombre pronto fue adoptado y nació el movimiento metodista.
A pesar de todos sus esfuerzos, John Wesley nunca estuvo plenamente satisfecho con la vida santa que había logrado en Oxford. Con apuro, se alistó para viajar a Georgia y servir como pastor de la nueva comunidad que allí se estaba formando. Fue un fracaso absoluto. En lo que puede describirse como uno de los peores esfuerzos misioneros de la historia, Wesley llegó a dudar de su conversión cuando aún navegaba hacia América. En el barco había emigrantes pietistas moravos hacia el Nuevo Mundo, y cada uno de ellos se comportaba con mucha mayor seguridad de salvación, e incluso le preguntaron a Wesley si estaba seguro de su fe. Una vez que llegó a Georgia, las cosas se complicaron rápidamente. Se enamoró de una joven llamada Sophia Hopkey, luego se arrepintió de su inminente matrimonio y finalmente expresó su ira despechada cuando ella acudió a comulgar con su nuevo esposo (con el que se había fugado). Se le ordenó abandonar Georgia de inmediato y huyó a su país en 1737.
Fuera cual fuera el estado de la vida amorosa de Wesley, su vida espiritual estaba hecha trizas. No solo había fracasado como pastor, sino también en expresar a otros cristianos la seguridad de su salvación. Se sumergió nuevamente en la reflexión y el estudio de la Biblia, y la respuesta a su dilema llegó en una reunión de un grupo pequeño en la calle Aldersgate de Londres, dirigida por una comunidad de los mismos moravos que le habían impresionado durante su viaje por el Atlántico. El 24 de mayo de 1738, durante una lectura del comentario de Lutero sobre Romanos, Wesley describió sentir «mi corazón extrañamente caldeado. Sentí que confiaba en Cristo… en Cristo solo para salvación». Su búsqueda de seguridad había llegado a su fin.
Otro de los miembros famosos del Club Santo fue George Whitefield (1714-70), quien, al igual que los Wesley, se sintió atraído por el club debido a su búsqueda de seguridad. Más tarde partió hacia el Nuevo Mundo —Wesley le había inspirado— primero como pastor parroquial y pronto como evangelista ambulante. Cruzar el océano Atlántico no fue tarea fácil, pero Whitefield lo hizo trece veces. También era la época previa a los micrófonos o la amplificación, pero predicaba regularmente a miles de personas, y atraía incluso a personas de un público escéptico como Ben Franklin.
A menudo se atribuye a Whitefield el mérito de ser el primero en predicar improvisadamente en estos sermones, pero también era un maestro de ese arte. Uno de sus hábitos era recrear relatos bíblicos, usando una voz aguda para los personajes femeninos y una grave para los masculinos. Él era tan rápido para derramar sus lágrimas que nadie podía dudar de su pasión por el evangelio.
Un revitalizado John Wesley no se quedaba muy atrás, y pronto él y Whitefield habían desencadenado lo que hoy llamamos el Primer Gran Despertar (1730-40). Las iglesias coloniales puritanas pronto comenzaron a luchar con la nueva luz de la predicación para provocar la conversión. Predicadores como Jonathan Edwards (1703-58) apoyaron los avivamientos, y Edwards incluso participó en predicaciones similares y escribió un relato del avivamiento en su iglesia.
Los problemas más importantes para los primeros metodistas eran sus diferencias teológicas, que resultarían irreconciliables. Desde el principio estuvieron divididos por el tema de la predestinación. Whitefield era calvinista y Wesley arminiano. Las diferencias entre ellos no les habían impedido compartir el evangelio —ambos predicaban la necesidad de la conversión y el nuevo nacimiento— pero el tema de cómo establecer la disciplina en la iglesia tras la conversión obligó a los metodistas calvinistas y a los arminianos a elegir caminos diferentes.
Quizá el mayor problema que separó a los metodistas fue la cuestión de la santificación. Como señalamos acerca del Club Santo, todos los metodistas se esforzaban por abrazar la santidad. Sin embargo, la teología de Wesley había cambiado desde Oxford para incluir lo que él llamaba la perfección cristiana. Pocas de las enseñanzas de Wesley han inspirado más interés o debate que su uso de la palabra perfección. No quería decir que los cristianos fueran plenamente perfectos durante toda su vida o por sus propias fuerzas. Pero Wesley estaba en desacuerdo con Martín Lutero y otros protestantes a los que les disgustaba hablar de nuestras obras en cualquier sentido positivo, especialmente como base para la seguridad de la salvación.
Wesley parece haber considerado la perfección como sinónimo de victoria sobre el pecado en la vida cristiana. Los que abrazaban una fe tibia, cómoda y poco dispuesta a buscar la santidad, eran sobre todo su blanco de condenación. Wesley creía que la morada del Espíritu Santo debía cambiar a un pecador a lo largo de su vida, hasta el punto de que caminara plenamente conforme a la voluntad de Dios.
Sin embargo, los críticos de Wesley siempre han comentado que las marcas de la perfección cristiana son subjetivas. El uso de la palabra perfección era ciertamente un problema. Los metodistas calvinistas como Whitefield —y otras tradiciones protestantes que compartían los puntos de vista de Lutero— tampoco podían adoptar el lenguaje de la gracia infundida (la noción de que la gracia no solo se cuenta como nuestra, sino que entra en el alma para alcanzar la perfección). Esta había sido una enseñanza de la Iglesia católica romana, y aunque Wesley formuló la infusión en categorías protestantes, para muchos de sus contemporáneos esta enseñanza era ir demasiado lejos.
La división dentro de los metodistas se resolvió rápidamente a favor de Wesley. De hecho, hoy en día casi todas las iglesias metodistas se identifican fuertemente con la tradición wesleyana. John Wesley era un mejor organizador que Whitefield, y el liderazgo de Wesley cimentó la ruptura formal con la Iglesia anglicana (que había ordenado a todos los predicadores metodistas) en la década de 1780.
Después de Wesley, el hombre que definiría el espíritu metodista fue Francis Asbury (1745-1816). Aparentemente siempre a caballo, Asbury recorrió Estados Unidos como un ave migratoria evangélica. Comenzaba en Georgia en invierno y se dirigía al norte, para retornar desde Nueva York a finales del otoño. Recorrió casi 500.000 kilómetros en aras de la evangelización.
Asbury y sus compañeros predicadores a caballo eran extraordinariamente buenos a la hora de alcanzar la nueva frontera estadounidense. La región crítica para el crecimiento se encontraba en Kentucky y Tennessee, e incluía la tierra salvaje e indómita sobre los Apalaches. No se trataba de personas que conocieran la vida eclesiástica estable. Tenían aliento de alcohol y tabaco en las mejillas, y sus manos estaban endurecidas por las largas horas de trabajo en el campo. En comparación con las iglesias de la costa este, estos pueblos necesitaban evangelistas a caballo que predicaran una fe sencilla, en lugar de hombres con toga que pronunciaran sermones aprendidos.
El mensaje wesleyano de que cualquiera puede experimentar a Dios fue la clave de la expansión metodista entre la Revolución de las Trece Colonias y la Guerra Civil. También fue clave para el enfoque ministerial de las iglesias metodistas (entonces y ahora), ya que los predicadores y evangelistas siempre alcanzaron a los marginados de la sociedad, personas olvidadas por no estar establecidas y educadas. Empezando por las almas de la clase trabajadora del sur, el movimiento metodista también creó ministerios para las viudas, los hambrientos y, especialmente, para aquellos en esclavitud.
La historia del evangelismo metodista y la esclavitud es una de las más importantes de la historia metodista. Los metodistas no siempre compartían la misma opinión sobre la esclavitud: Wesley se oponía firmemente a ella, mientras que Whitefield la apoyaba, según él, por razones económicas. Muchas de estas tensiones permanecieron en el metodismo después de sus muertes. Asbury, por ejemplo, no veía ninguna razón por la que a un predicador negro se le impidiera evangelizar al público blanco. Incluso reclutó y capacitó a Harry Hosier, antiguo esclavo y convertido bajo Asbury. Si la luz del evangelio puede ser experimentada por todos, Asbury argumentaba, entonces el color de nuestra piel es irrelevante.
Sin embargo, estas historias positivas no ocultaban la tensión racial existente dentro de las iglesias metodistas. En 1816, mientras cristianos negros oraban en una congregación metodista, fueron arrastrados de sus rodillas y se les ordenó abandonar la parte delantera del santuario, a pesar de que eran miembros. Temiendo que estos problemas incrementaran, Richard Allen dirigió varias congregaciones negras que se alejaron de la denominación wesleyana para formar la denominación Episcopal Metodista Africana (A.M.E. por sus siglas en inglés), que aún hoy es uno de los cuerpos eclesiásticos más grandes e influyentes de Estados Unidos. La primera iglesia que formaron —Mother Bethel A.M.E.— sigue celebrando cultos en la actualidad.
El llamado metodista a experimentar a Dios no era solo una cuestión de sentimientos o emociones internas. También constituyó quizá la influencia más reconocible de las iglesias metodistas en el protestantismo: el canto de himnos. Es imposible pensar en el canto protestante —sin importar el estilo de música— sin al menos algunos de los himnos metodistas. Quizá los dos más conocidos de Charles Wesley sean «Maravilloso es el gran amor» y «Ángeles cantando están». Charles escribió cerca de seis mil himnos solo, y la tradición de la himnodia ha estado en el corazón de la vida metodista desde entonces.
Para el siglo XXI, se habían plantado iglesias metodistas en todo el mundo, por lo que su presencia ya no formaba parte simplemente de los cimientos del evangelicalismo estadounidense. Sin embargo, nuevas iglesias en nuevos países no significa que la cultura metodista haya decaído. De hecho, el ethos del metodismo sigue siendo el mismo: la fe experiencial, un corazón para los oprimidos y los pobres, y el cambio social y personal a través del amor perfeccionador de Dios. Estos siguen siendo el corazón del metodismo.