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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XIII
En el siglo XIII, las guerras idealistas de Occidente contra la temible amenaza islámica habían fracasado miserablemente. La economía estancada había arrojado un manto de depresión sobre la otrora próspera y floreciente tierra; sus líderes nacionales y políticos se deleitaban en la ostentación, la ceremoniosidad y las rivalidades internas mientras sus súbditos se hundían en la pobreza, el miedo y la injusticia. Además, la autoridad espiritual de la iglesia estaba empañada por los vicios flagrantes de la perversión, la carnalidad y la avaricia. Por lo tanto, no es de extrañar que incluso los hombres más piadosos tendieran a sumirse en la superstición impetuosa y aventurera o a refugiarse en un aislamiento tímido y monacal.
¿Te suena familiar? Debería. La plena Edad Media, con todas sus diferencias evidentes, es tan similar a nuestras circunstancias actuales que la famosa descripción de la historiadora Margaret Tuchman, «un espejo lejano», podría ser más acertada que nunca. De hecho, el surgimiento reciente de un «nuevo movimiento monástico» entre los jóvenes hipsters urbanos y evangélicos nos recuerda que no somos tan diferentes a los antepasados que apenas recordamos como podríamos suponer. Sin embargo, por muy comprensible que sea el impulso a correr y refugiarnos en esta época de incertidumbre, desconfianza y desmoronamiento de la estabilidad cultural, esa no es una respuesta bíblica.
G. K. Chesterton afirmó en una ocasión que nuestro mundo es, al mismo tiempo, un castillo de ogros que hay que asaltar y una cabaña a la que podemos regresar tras un largo día de trabajo. La vida en este pobre mundo caído, dijo, es a la vez una batalla y un refugio; es al mismo tiempo una empresa peligrosa y un reposo sereno. En otras palabras, reconoció que el mundo en que vivimos, trabajamos y servimos está cargado de paradojas, lo que, por supuesto, es una idea sumamente bíblica.
Sabemos, por ejemplo, que el mundo solo es una morada temporal. «Pasa» (1 Jn 2:17), y estamos aquí poco tiempo como extranjeros y peregrinos (Hch 7:6). Ya que somos parte «de la familia de Dios» (Ef 2:19), nuestra verdadera «ciudadanía está en los cielos» (Flp 3:20). Nuestros afectos por naturaleza están «en las cosas de arriba» (Col 3:2).
Además, el mundo está lleno de peligros, ajetreo y trampas (Jer 18:22). Junto a la carne y el diablo, hace guerra contra los santos (Jn 15:18). «Porque todo lo que hay en el mundo, la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida, no proviene del Padre» (1 Jn 2:16). El mundo no puede recibir al Espíritu de verdad porque «las preocupaciones del mundo… ahogan la palabra, y se queda sin fruto» (Mt 13:22).
Afortunadamente, Cristo venció al mundo (Jn 16:33) y nos escogió «del mundo» (15:19). Por lo tanto, no debemos adaptarnos a este mundo (Rom 12:2), pero tampoco debemos amar al mundo (1 Jn 2:15) porque Cristo «se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos de este presente siglo malo» (Gal 1:4). Aunque antes anduvimos «según la corriente de este mundo» (Ef. 2:2), ahora debemos guardarnos «sin mancha del mundo» (Stg 1:27). En efecto, «la amistad del mundo es enemistad hacia Dios», de modo que si alguien es amigo del mundo, es enemigo de Dios (4:4). Por eso, las advertencias contra la mundanidad, la mentalidad carnal y el apego al mundo dominan la ética bíblica.
Pero ese es el problema, ¿no? Debemos seguir viviendo en el mundo. Debemos estar «en» él pero no ser «de» él. Eso no es fácil. Como escribió Juan Calvino: «Nada es más difícil que abandonar todos los pensamientos carnales, someter nuestros apetitos impropios y renunciar a ellos, dedicarnos a Dios y a nuestros hermanos, y vivir la vida de los ángeles en un mundo de corrupción».
Para complicar aún más las cosas, no solo tenemos que vivir en este mundo caído, sino que también debemos trabajar en él (1 Tes 4:11), servir en él (Lc 22:26) y ministrar en él (2 Tim 4:5). Hemos sido nombrados embajadores en él (2 Co 5:20), sacerdotes para él (1 Pe 2:9) y testigos en él (Mt 24:14). Incluso tenemos que ir hasta los confines de la tierra (Hch 1:8), ofreciendo una «buena profesión» de la vida eterna a la que fuimos llamados (1 Tim 6:12).
La razón de este estado aparentemente contradictorio ―por un lado hay enemistad con el mundo, y por el otro, responsabilidad hacia él― es sencillamente que «de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito» (Jn 3:16). Aunque el mundo está en «el poder del maligno» (1 Jn 5:19) y no conoce a Dios ni a los hijos de Dios (1 Co 1:21), Dios en Cristo está «reconciliando al mundo consigo mismo» (2 Co 5:19). Jesús es «la luz del mundo» (Jn 8:12). Es el «Salvador del mundo» (4:42). Es el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (1:29). Más aún, fue hecho «propiciación por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2:2). Por medio de Cristo, «todas las cosas» están siendo reconciliadas consigo (Col 1:20), de modo que finalmente «el reino del mundo [vendrá] a ser el reino de nuestro Señor y de su Cristo» (Ap 11:15).
Una visión cristiana genuinamente integrada de la vida y el trabajo debe considerar ambas perspectivas del mundo y asignarles la misma importancia. Debe tomar parte en el mundo. No debe tomar parte en la mundanidad. Debe relacionar de algún modo las preocupaciones espirituales con las temporales. Debe combinar la esperanza celestial con la vida aterrizada. Debe coordinar la fe sincera con la práctica realista.
La única manera de hacerlo es llevar nuestra fe al centro del gran caos de nuestro mundo. Por muy atractivo que nos parezca retirarnos a un santuario monástico en estos días tan agotadores en los que vivimos, esa no es una alternativa bíblica. Y aunque hay muchísimos aspectos encomiables en el «nuevo movimiento monástico» ―entre otras cosas, la preocupación por la justicia, el cuidado de los pobres, la mayordomía sacrificada y la comunidad pactual― podemos ir en pos de sus altos ideales de un mejor modo cuando nos comprometemos con el mundo, cuando «[vamos]… y [hacemos] discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que [Él nos ha] mandado» (Mt 28:19-20).