El Concilio de Jerusalén
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Éxodo 3 narra la conocida historia de cuando Dios se reveló a Moisés en la zarza ardiente y le encargó que le dijera a Faraón que liberara a los israelitas de su esclavitud en Egipto. Pero esa solo era parte de la misión de Moisés. La otra tarea a la que el Señor llamó a Moisés fue la de dirigirse a los israelitas. Debía ordenar, en nombre de Dios, que los israelitas llevaran a cabo la mayor huelga de la historia. Desafiando totalmente el poder y la autoridad de Faraón, debían abandonar Egipto y salir al desierto para adorar a Dios en Su monte. Desde luego, estos acontecimientos terminaron con el éxodo.
Piensa en la tarea de Moisés. Él, un anciano que llevaba años cuidando ovejas en el desierto, debía conseguir de alguna manera una cita con Faraón, el gobernante más poderoso de la tierra en esa época. Pero, en muchos aspectos, era aún más difícil ir al pueblo de Israel y decirle: «No se preocupen por los carros de Egipto y los ejércitos de Faraón. Síganme, que yo los llevaré a la tierra prometida». ¿Qué esclavo en su sano juicio creería en las palabras de Moisés? Ese es el problema que se aborda especialmente en Éxodo 4, donde Moisés le dice a Dios: «¿Y si no me creen, ni escuchan mi voz? Porque quizá digan: “No se te ha aparecido el SEÑOR”». Por eso, el Señor le dio muchas pruebas a Moisés para que les demostrara a los israelitas que sus afirmaciones eran creíbles.
En este encuentro, Moisés planteó la cuestión de la apologética, la cuestión de cómo el creyente debe defender la fe como algo razonable. Tenía que convencer a los israelitas de que el mandato era verdadero y procedía de Dios. Estaba enfrentado al problema interno de la apologética, es decir, tenía que convencer a la iglesia —el pueblo de Dios— de la veracidad de la Palabra de Dios y de la realidad de Sus demandas para sus vidas.
La tarea de la apologética, la defensa de la verdad del cristianismo, tiene al menos tres objetivos principales. Creo que la mayoría de los cristianos están familiarizados con dos de ellos. En primer lugar, la apologética es darles una respuesta a los críticos de la fe cristiana, a los que tratan de socavar la base racional del cristianismo o lo critican desde el punto de vista de otra filosofía o religión. Pablo hizo eso en Hechos 17, cuando se enfrentó a los epicúreos y a los estoicos, que seguían dos escuelas filosóficas populares de su época. Los primeros apologistas cristianos, como Justino Mártir, escribieron al emperador romano para defender a los cristianos de las falsas acusaciones de ateísmo (porque los cristianos no adoraban a los dioses romanos) y de canibalismo (porque los paganos malentendían la Cena del Señor).
El segundo objetivo principal de la apologética es derribar los ídolos intelectuales de nuestra cultura. En este caso, la apologética opera a la ofensiva, al señalar las incoherencias y los errores de otras creencias y cosmovisiones.
El tercer objetivo de la apologética, y el que yo considero más valioso, es animar a los santos, apuntalar a la iglesia, así como la primera preocupación de Moisés era poder demostrar que Dios lo había llamado a ir donde los israelitas y sacarlos de Egipto. Moisés fue un apologista para su propio pueblo.
Los tres años más duros de mi vida fueron los del seminario, porque era un cristiano celoso que estaba estudiando en un baluarte de incredulidad. Todos los días, mis profesores atacaban con saña las preciosas doctrinas de nuestra fe. Un profesor arremetió contra un alumno de mi clase por llegar al seminario con demasiadas ideas preconcebidas, como la deidad de Cristo. Otro profesor atacó a un estudiante por predicar sobre la cruz. «¡Cómo te atreves a predicar la expiación sustitutiva en esta época!», le dijo. Había una hostilidad palpable en el aire, y era desalentadora. Planteaban muchísimas preguntas, y aunque yo comprendía los supuestos filosóficos que estaban detrás de los ataques de los críticos, aún había muchas interrogantes que no estaba preparado para responder. Intuitivamente, sabía que esos hombres estaban equivocados, pero no podía responderles.
En esa época, había básicamente un solo seminario importante en los Estados Unidos que era fiel a la teología reformada histórica: el Seminario Teológico Westminster de Filadelfia. Cuando terminaban las clases del día en mi seminario, yo solía leer a profesores de Westminster como J. Gresham Machen, John Murray, Ed Stonehouse, Ed Young y otros. Ellos me daban respuestas para las preguntas que tenía. Al cabo de un tiempo, cuando escuchaba una pregunta que no era capaz de contestar, confiaba en que Dios había levantado grandes hombres eruditos que sabían mucho más que yo y que sí eran capaces de responder a esas preguntas escépticas.
Hace muchos años, le dije al personal de Ligonier: «Puede que no todos los cristianos que escuchan el trabajo de apologética que hacemos lo comprendan en todos sus detalles. Pero si podemos responder a estas preguntas y mostrar la credibilidad del cristianismo, la gente de la iglesia no se sentirá devastada por las voces de escepticismo que la rodea». En nuestras iglesias, hemos conocido jóvenes que han ido a la universidad —incluso a instituciones supuestamente «cristianas»— y tuvieron una crisis de fe. En muchos casos, resistieron a duras penas porque eran golpeados, ridiculizados y despreciados por su fe en Cristo todos los días. Lo que esos chicos necesitan es la tarea de la apologética dentro de la iglesia, para que calme sus miedos. Y no solo la necesitan los universitarios, sino también todos los que vivimos en este mundo caído. Porque si bien Satanás no puede quitarnos la fe, sí puede intimidarnos hasta paralizarnos, hasta que ya no seamos tan valientes como antes. Por eso, aunque no todos están llamados a ser apologistas profesionales, todos estamos llamados a estudiar los temas de la apologética y a ver que hay razones para la esperanza que hay en nosotros.