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Tan cerca como nuestra piel está la troica de pasiones descritas por el apóstol Juan: la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida (1 Jn 2:16). Estos deseos desmedidos y prohibidos del pecador son la fuente del pecado, como señala Santiago al enseñar que Dios no nos tienta a pecar: «Sino que cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte» (Stg 1:14-15).
El hombre natural es esclavo de sus deseos (Ro 3:10-18), pero en nuestra conversión, debido a nuestra unión con Cristo, somos liberados de su dominio: «Por tanto, no reine el pecado en su cuerpo mortal para que ustedes no obedezcan a sus lujurias; ni presenten los miembros de su cuerpo al pecado como instrumentos de iniquidad, sino preséntense ustedes mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y sus miembros a Dios como instrumentos de justicia. Porque el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, pues no están bajo la ley sino bajo la gracia» (6:12-14).


En el seminario, todo pastor en formación aprende sobre el misterioso poder homilético de las historias e ilustraciones. ¿Cuántas veces la congregación de una iglesia ha vuelto a prestar atención durante un sermón porque el predicador comenzó a contar una historia o a explicar su punto con una ilustración descriptiva y sensorial? ¿Por qué hacen esto los buenos predicadores? Porque el corazón humano siempre está listo para responder a las historias e ilustraciones. Muchas veces, cuando ya se han olvidado las palabras habladas, podemos seguir recordando el punto principal de un sermón gracias al uso sabio y eficaz de una buena historia.
Durante Su ministerio de enseñanza terrenal, el Señor Jesús, el maestro y predicador por excelencia, con frecuencia utilizó historias e ilustraciones mientras instruía a las multitudes que acudían a escucharlo. La mayoría de los eruditos se refiere a este tipo de historias como «parábolas». Hay alrededor de cincuenta parábolas de Cristo diferentes registradas en los evangelios. De hecho, aproximadamente un tercio de todos los dichos registrados de Jesús son parábolas. Esto parece implicar algo muy interesante: contar historias era uno de los métodos favoritos de Jesús para ir «proclamando y anunciando las buenas nuevas del reino de Dios» (Lc 8:1) y para hablar «palabras de vida eterna» (Jn 6:68).
La palabra parábola comunica la idea de colocar una cosa al lado de otra, y a partir de este significado se puede entender fácilmente cómo funcionan las parábolas: emplean términos sencillos para transmitir una verdad profunda. En el ministerio de Cristo, las parábolas son historias sencillas tomadas del mundo familiar en el que vivió, y se cuentan para relatar una verdad espiritual desconocida. Se utiliza lo común, lo mundano y lo cotidiano para dilucidar lo poco común, lo profundo y lo de otro mundo. Alguien ha dicho que una parábola es «una historia terrenal con un mensaje celestial». Aunque las parábolas de Cristo no son alegorías estrictas (en las que cada pequeño detalle es símbolo de algo más), sí son ilustraciones breves y sencillas que suelen abordar un problema o una cuestión con la que nuestro Señor trataba. En otras palabras, las parábolas suelen transmitir una verdad principal.
Pero quizá te preguntes el porqué de las parábolas. Bueno, no serías el único que se ha hecho esa pregunta. Después de escuchar a Jesús contar la parábola del sembrador, «acercándose los discípulos, dijeron a Jesús: “¿Por qué les hablas en parábolas?”» (Mt 13:10). La respuesta de nuestro Señor fue muy interesante:
Jesús les respondió: «Porque a ustedes se les ha concedido conocer los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no se les ha concedido. Porque a cualquiera que tiene, se le dará más, y tendrá en abundancia; pero a cualquiera que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas; porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden […] Pero dichosos los ojos de ustedes, porque ven, y sus oídos, porque oyen» (vv. 11-13, 16).
Como ves, Cristo estaba hablando a una multitud mixta. Había quienes recibían Sus enseñanzas con un corazón dispuesto, y quienes despreciaban Su verdad y persistían en la incredulidad. En lugar de escoger a los creyentes para instruirlos solo a ellos, Cristo expuso Su enseñanza ante las multitudes en forma de parábolas. Aquellos que tenían corazón para creer, abrazarían la enseñanza y buscarían entender más; y aquellos que la rechazaban, aunque habían escuchado, no entenderían nada. De este modo, las parábolas retiran la luz de los rebeldes de corazón que odian la verdad, y arrojan luz a los que creen y aman la verdad.
La implicación de esto es profunda: más que un mero recurso homilético o una poderosa herramienta didáctica, las parábolas de Jesús están diseñadas para ayudarnos a ver si la gracia iluminadora se está moviendo en nuestras vidas. (Que entendamos plenamente todos los matices de una determinada parábola no es el interés principal: incluso los discípulos necesitaron que se les interpretaran algunas). Las parábolas funcionan como pequeñas pruebas para la fe, que nos invitan a ver, creer y obedecer la verdad del Relator.
Así pues, mientras procuramos ser la iglesia en este mundo, leamos diligentemente las parábolas de Jesús —y toda la Palabra de Dios— con una dependencia humilde en la obra misericordiosa e iluminadora del Espíritu Santo. Hagámonos este tipo de preguntas: ¿Estoy abrazando a Cristo como el bien supremo del evangelio hoy? ¿Estoy abierto a Sus enseñanzas? ¿Permanezco con gozo en Su instrucción? ¿Estoy realmente interesado en Su verdad? ¿Tengo ojos que quieren ver y oídos que quieren oír palabras de vida?
Al leer de esta manera, nos convertiremos en partícipes gozosos de la gran historia a la que el evangelio nos ha llamado con tanta gracia, y la Palabra de Dios se convertirá en un pozo profundo de verdades vivificantes que proporcionan una rica satisfacción espiritual a nuestras almas.