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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia De la Iglesia: Siglo XII
El siglo XII fue uno de los más coloridos de la época medieval. De hecho, no sería exagerado decir que fue la época de algunos de los cristianos más famosos e influyentes de todos los tiempos. Basta pensar en Pedro Abelardo y Pedro Lombardo en el ámbito de la teología, en Bernardo de Claraval en materia de espiritualidad y en Pedro Valdo como primer gran «precursor de la Reforma». El final del siglo fue también testigo de la ascensión al poder del papa Inocencio III, con quien el papado alcanzó el punto de poder político más alto en toda Europa occidental.
Las cruzadas
Este fue el siglo en el que la fiebre de las cruzadas se apoderó de la cristiandad. El éxito de la Primera Cruzada (1096-99 d. C.) había creado un bloque de poder de «reinos latinos» o «estados cruzados» en Oriente Medio. El siglo XII fue testigo del conflicto entre cristianos y musulmanes en torno a estos estados. La Segunda Cruzada (1147-49 d. C.) y la Tercera Cruzada (1189-92 d. C.) fueron las últimas de las cruzadas clásicas, antes de que toda la idea naufragara en la infamia de la llamada Cuarta Cruzada (1202-04 d. C.), cuando los cruzados saquearon la Constantinopla cristiana e infligieron una herida mortal al Imperio bizantino, abriendo Europa Oriental a la conquista islámica. Para entonces, el fuego del idealismo ya se había apagado.
Sin embargo, en la Segunda y Tercera Cruzadas la llama aún ardía. La Segunda Cruzada fue un fracaso militar para las fuerzas cristianas, pero dio un protagonismo público sin precedentes a Bernardo de Claraval, hijo de un caballero cruzado que había participado en la toma de Jerusalén en 1099. A petición del papa Eugenio III, Bernardo recorrió Europa, exhortando a los hombres a ir al este y rescatar el reino cristiano de Jerusalén del ataque islámico. Para muchos creyentes de hoy, es el episodio más embarazoso de la vida de Bernardo, pero nos ayuda a situar en su época a una figura cuya influencia espiritual en los reformadores protestantes sería profunda.
Sin embargo, la Tercera Cruzada inspiró la imaginación de Europa Occidental más que ninguna otra. Hubo un torrente de poesía, historias y canciones para celebrar la contienda entre el líder musulmán Saladino y el rey Ricardo Corazón de León de Inglaterra, dos de los mayores líderes guerreros de cualquier época. Hoy en día, la Tercera Cruzada es la que más gente conoce.
Las universidades
Anselmo de Canterbury (1033-1109 d. C.) a menudo es considerado el «padre de la teología escolástica». El siglo XII vio el pleno florecimiento del espíritu y la empresa escolástica. Esto fue acompañado por el auge de las universidades como centros clave de educación superior en Europa Occidental. Las universidades se desarrollaron en el siglo XII a partir de escuelas adscritas a iglesias catedralicias y abadías. Muchas de estas escuelas se fundaron originalmente para formar a los niños para las iglesias (por ejemplo, para cantar en los coros). La primera escuela coral conocida parece haber sido la adscrita a la catedral de York, establecida en el siglo VII. Sin embargo, estas escuelas también solían ofrecer educación general gratuita a los muchachos que vivían en el barrio. Las primeras universidades verdaderas fueron las de Bolonia y París. En Bolonia existía una escuela de derecho desde el año 890. Esta constituyó la base de lo que se convirtió en la Universidad de Bolonia, reconocida oficialmente en 1155 por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico Barbarroja (que reinó entre 1152 y 1190). En París, hubo una famosa escuela anexa a la catedral de Notre Dame, que hacia 1150-70 ya había adoptado las características de una universidad.
El crecimiento de las universidades desencadenó una revolución teológica en la cristiandad occidental. Anteriormente, los grandes monasterios habían sido los centros de aprendizaje: los principales teólogos habían sido monjes que estudiaban teología en el marco de la vida y el culto monásticos. Las universidades desafiaron esto. La teología se convirtió en una materia intelectual por derecho propio y la gente la estudiaba en el contexto académico de la vida universitaria, fuera de las limitaciones de la disciplina monástica. Los grandes teólogos eran ahora profesores universitarios que se ganaban la vida enseñando doctrina. En cierto modo, esto tuvo un efecto liberador en la teología occidental, liberando torrentes de energía intelectual, debate y escritura en la estimulante atmósfera del libre discurso académico. Pero, por otro lado, pudo haber introducido un cierto elemento de división entre la vida espiritual, por un lado, y las actividades intelectuales y teológicas, por el otro. Los críticos han juzgado esta división como un rasgo profundamente perjudicial del cristianismo occidental a partir del año 1100. Como cualquier revolución, el movimiento universitario probablemente produjo tanto ganancias como pérdidas para la iglesia. La evaluación de la naturaleza y el alcance de esas ganancias y pérdidas sigue siendo controversial.
La teología escolástica —la teología que se enseña en las «escuelas», es decir, en las universidades— encontró en el siglo XII a dos de sus practicantes más elocuentes y trascendentales, a saber, Pedro Abelardo (1079-1142) y Pedro Lombardo (1100-1160). Todavía me sorprende que Hollywood no haya llevado al cine la épica vida de Abelardo. Tiene toda la pinta de ser un éxito de taquilla, con su mezcla de religión, sexo y violencia. Pero más importante para nosotros es que Abelardo y Lombardo ayudaron a definir un nuevo rol para la razón en la labor teológica. El legado literario de Lombardo, en particular, fue de gran importancia ya que sus Sentencias se convirtieron en el libro de texto de teología estándar de la Edad Media y más allá. La primera generación de reformadores protestantes aprendió su teología de Lombardo. (El Libro Primero sobre la Trinidad se tradujo finalmente al inglés en 2007).
Fermento social
El fermento del siglo XII no fue exclusivamente intelectual, sino también económico, político y espiritual. Hubo un gran auge de disidencia religiosa y herejía en la Europa católica romana a partir de 1150. Esto probablemente estuvo relacionado con los cambios graves que se estaban produciendo en el sistema social y económico del mundo occidental en esa época. En los Países Bajos, Alemania Occidental y el norte de Italia y Francia, el crecimiento de los pueblos, las ciudades, el comercio y la industria estaba socavando el sistema feudal al crear una nueva riqueza y una nueva economía cada vez más basada en el dinero y menos en la tierra. Como resultado, los ricos se hicieron visiblemente más ricos y numerosos. Los pobres se volvieron visible y angustiosamente más pobres. Los nobles empezaron a comprar soldados, por lo que el lucro adquirió mayor importancia que las antiguas relaciones feudales de lealtad personal. Los comerciantes de clase media se hicieron aun más ricos que la nobleza feudal. Al mismo tiempo, la población crecía y el modo de vida feudal, basado en la tierra, era menos capaz de mantener a los que vivían en las zonas rurales.
Los verdaderos perdedores en este proceso de profundo cambio social fueron los campesinos, especialmente si tenían que trasladarse a los pueblos y ciudades. En la antigua aldea feudal, el señor feudal se ocupaba personalmente de sus trabajadores campesinos: no podía permitirse dejarlos morir de hambre. Por el contrario, un campesino que viviera en la ciudad y estuviera desempleado se moriría de hambre. Ya no pertenecía a un señor y a este punto, ya había ganado su libertad personal. Sin embargo, esta libertad conllevaba la destrucción de los estrechos lazos feudales de la comunidad que anteriormente habían garantizado que incluso las clases más bajas tuvieran un lugar en la sociedad y fueran atendidas. Esta pérdida de la sensación de seguridad y pertenencia, y el crecimiento de la gran desigualdad social, crearon un terreno fértil en el que pudieron florecer nuevos movimientos religiosos. Los dos movimientos más extendidos fueron los valdenses y los cátaros. Dado que este número de Tabletalk tiene un artículo aparte sobre los valdenses, centraré nuestra atención en los cátaros.
Los cátaros
Los cátaros (que en griego significa «los puros») fueron el movimiento disidente más extendido geográficamente de entre los que florecieron en aquel inquietante clima de cambio social y económico. Se dividieron en muchas sectas. A veces se les conocía como patarenos (por el distrito de Pataria, en Milán, en el norte de Italia) y otras como albigenses (por la ciudad de Albi, en el sur de Francia, uno de sus principales centros de influencia). Se originaron en el norte de Europa hacia el año 1140, pero pronto se desplazaron hacia el sur y se hicieron más fuertes en el norte de Italia (Lombardía y Toscana) y, sobre todo, en el Languedoc (en el sur de la costa francesa y las regiones interiores aliadas). Hacia el año 1200, los cátaros se habían convertido en una fuerza poderosa en el sur de Francia y gozaban del apoyo y la protección de muchos nobles franceses, que se aliaron con ellos por una hostilidad compartida hacia la iglesia (aunque en el caso de la nobleza, esto estaba motivado menos por un serio idealismo religioso y más por el deseo de negarse a pagar los diezmos y tomar para sí mismos las tierras de la iglesia). Los cátaros franceses fueron llamados albigenses y despertaron la ansiedad y hostilidad de la Iglesia católica romana más que cualquier otro movimiento disidente. Esto conduciría finalmente a la primera cruzada interna de Europa, la Cruzada Albigense de 1209-29, que hizo añicos el poder tanto de los disidentes albigenses como el de la nobleza francesa del sur.
Las creencias y prácticas de los cátaros eran básicamente idénticas a las de los gnósticos del primer periodo eclesiástico y a las de los paulicianos y bogomilos neognósticos del Imperio bizantino. (Los misioneros bogomilos vivieron en Europa occidental en el siglo XII, uniéndose a los cátaros). Enseñaban que el mundo físico había sido creado por Satanás, quien era tan eterno y poderoso como Dios. El alma, decían, era un espíritu angélico secuestrado del cielo por Satanás y encarcelado en un cuerpo físico maligno. El pecado máximo era la reproducción sexual, porque aumentaba el número de cuerpos malignos que Satanás utilizaba como prisiones para los espíritus secuestrados. Cristo no tuvo un cuerpo físico, ni murió en realidad, ni experimentó una resurrección corporal. La salvación no llegó a través de la cruz, sino a través de la iluminación espiritual (aceptando y siguiendo las enseñanzas cátaras). Los cátaros rechazaban el bautismo en agua y la Cena del Señor, pues creían que nada material podía transmitir la bendición divina.
Joaquín de Fiore
Los cátaros creían que el papado era el anticristo profetizado en la Escritura. No fueron los únicos en aplicar el pensamiento escatológico a su propia época. Joaquín de Fiore (1135-1202 d. C.), uno de los «escatólogos» más influyentes, vivió y trabajó en el siglo XII. (A veces Fiore se escribe Flore o Flora). Joaquín era un monje cisterciense y abad de Curazzo en Calabria (situada en el suroeste de Italia). En 1192, fundó el nuevo monasterio de San Juan en Fiore, cerca de Curazzo. El monasterio de Joaquín en Fiore se convirtió en el centro de una nueva orden de San Juan y fue reconocida por el papa Celestino III (1191-98) en 1196.
Sin embargo, la verdadera fama de Joaquín reside en sus escritos místicos, conocidos en conjunto como El evangelio eterno. Él dividió la historia del mundo en tres etapas, correspondientes a las tres personas de la Trinidad. El Antiguo Testamento fue la era de Dios Padre, cuando la humanidad vivió bajo la ley; se caracterizaba por el miedo. El Nuevo Testamento fue la era de Dios Hijo, cuando la humanidad vivió bajo la gracia del evangelio; se caracterizaba por la fe. Pero una nueva era estaba a punto de amanecer, la era de Dios Espíritu Santo, que Joaquín identificó con los «mil años» de Apocalipsis 20:1-6. En esta nueva era del Espíritu, Cristo purificaría a la iglesia de toda corrupción, surgiría una nueva orden monástica que evangelizaría y convertiría a todo el mundo (incluidos los judíos), y la humanidad entraría en una «edad de oro» de libertad espiritual y contemplación: el mundo mismo se convertiría en un vasto y santo monasterio. Así como el miedo y la fe caracterizaron las dos primeras edades, el amor caracterizaría esta tercera. Joaquín predijo que la era del Espíritu comenzaría en el año 1260.
Las ideas de Joaquín fueron muy influyentes en los movimientos disidentes opuestos al papado a partir del siglo XIII. Tomaron las enseñanzas de Joaquín sobre la corrupción de la que la «nueva era» liberaría a la iglesia e interpretaron esa corrupción como el papado mismo, o al menos, como el papado en su forma actual. El grupo más importante al que Joaquín influyó fue el de los «franciscanos espirituales», el ala radical del movimiento franciscano que se veía a sí mismo como esa nueva orden monástica profetizada por Joaquín. Las enseñanzas de Joaquín sobre una «edad de oro» espiritual en la tierra antes del regreso de Cristo también influyeron en algunos de los reformadores radicales del siglo XVI. Puede considerarse como una fuente de la visión «posmilenial» de la historia que en su día fue la ortodoxia reinante entre los protestantes de habla inglesa, la cual enseñaba que antes del regreso de Cristo ocurriría la conversión de los judíos y vendría una época de bendición espiritual mundial.
El poder del papado
Esta hostilidad al papado entre los disidentes y los reformadores coincidió con el ascenso del papado a un poder preeminente sobre la iglesia y el Estado. A finales del siglo XII, con la elección en 1198 de Lotario Conti como el papa Inocencio III, el papado finalmente ascendió a la cumbre de la autoridad práctica que Hildebrando (el papa Gregorio VII) había soñado en el siglo XI. Esta apoteosis del poder papal puede verse en la forma en que el título de «vicario de Cristo» se convirtió en el centro de las reivindicaciones del papado. Anteriormente, los papas habían afirmado que su posición especial era la de «vicario de San Pedro», ocupando el lugar de Pedro y ejerciendo la suprema autoridad apostólica de este. Ni siquiera Hildebrando había reclamado tanto. Sin embargo, a partir del siglo XII, el título más sublime de «vicario de Cristo» comenzó a aplicarse al papa, incluso por Bernardo de Claraval. Sin embargo, antes de Inocencio III, se solía dar el título de «vicario de Cristo» a los reyes, especialmente al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Había formado parte del ideal occidental de «realeza sagrada»: el rey representaba a Cristo en la tierra. Ahora el papado desafiaba esta ideología. Cristo tenía, en efecto, un representante visible en la tierra, pero no era un rey ni un emperador: era el obispo de Roma. Los títulos papales más humildes, como el de «vicario de San Pedro», ya habían quedado atrás. El escenario estaba preparado para algunas de las batallas más titánicas entre papas y gobernantes seculares que Europa presenciaría jamás.
Este fue, pues, el siglo XII, en toda su riqueza, vigor y paradoja.