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Perdida en el País de las Maravillas, Alicia llegó a una bifurcación en el camino. Mientras permanecía congelada por la indecisión, sentía la punzada de un gélido pánico. Levantó la mirada hacia el cielo en busca de orientación. Su mirada no encontró a Dios, solo al gato de Cheshire que la acechaba desde lo alto del árbol.
—¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?
—Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar —dijo el Gato.
—No me importa mucho el sitio… —dijo Alicia.
—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes —dijo el Gato
Al cristiano sí le importa el destino. Somos un pueblo peregrino. Si bien no deambulamos en un desierto camino a la Tierra Prometida, buscamos un país mejor, una ciudad eterna cuyo constructor y creador es Dios. Un día Él nos llevará a casa a Su reino.
Buscar la voluntad de Dios puede ser un ejercicio de piedad o impiedad, un acto de humilde sumisión o indignante arrogancia, dependiendo de qué voluntad de Dios es la que buscamos.
Por lo tanto, el destino último está claro. Estamos seguros de que hay un futuro glorioso para el pueblo de Dios. Sin embargo, ¿qué hay con el mañana? Nos sentimos ansiosos por el futuro inmediato, tal como les ocurre a los incrédulos. Desconocemos los pormenores de nuestro futuro personal. Al igual que los niños, preguntamos: “¿Seré feliz? ¿Seré rico? ¿Qué me sucederá?”. Debemos caminar por fe y no por vista.
Siempre que ha habido gente, ha habido agoreros y adivinos explotando nuestras ansiedades. Si la prostitución es la profesión más antigua del mundo, la adivinación sin duda es la segunda más antigua. “Háblame del mañana” es la súplica del especulador de la bolsa de valores, el empresario competitivo, los pronosticadores deportivos, y la joven pareja enamorada. El estudiante se pregunta “¿iré a graduarme?”. El gerente reflexiona “¿seré ascendido?”. La persona en la sala de espera del doctor aprieta las manos y se pregunta “¿será cáncer o indigestión?”. La gente ha examinado vísceras de lagartija, pieles de serpientes, huesos de búhos, la tabla ouija, el horóscopo diario, y las predicciones de los analistas deportivos, todo ello para ganar un pequeño margen de certeza contra un futuro desconocido.
El cristiano siente la misma curiosidad, pero plantea la pregunta de otra manera. Él pregunta: “¿Cuál es la voluntad de Dios para mi vida?”. Buscar la voluntad de Dios puede ser un ejercicio de piedad o impiedad, un acto de humilde sumisión o indignante arrogancia, dependiendo de qué voluntad de Dios es la que buscamos. Tratar de mirar detrás del velo aquello que a Dios no le ha placido revelar es inmiscuirse en cosas santas que no nos incumben. Juan Calvino dijo que cuando Dios “cierra su santa boca”, deberíamos desistir de hacer preguntas (Commentaries on the Epistle of Paul the Apostle to the Romans, trad. y ed. John Owen [reimp., Grand Rapids, Mich.: Baker Book House. 2003], 354).
Por otra parte, Dios se deleita en escuchar las oraciones de Su pueblo cuando individualmente preguntan: “¿Señor, qué quieres que yo haga?”. El cristiano se vuelca hacia Dios en busca de Sus instrucciones, tratando de saber qué rumbo le agrada. Esta averiguación de la voluntad de Dios es una búsqueda santa, una indagación que la persona piadosa debe emprender vigorosamente.