Justificación para todos
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1 abril, 2022El sufrimiento y la gloria del Salmo 22
El Salmo 22 comienza con el grito más angustioso de la historia humana: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Estas son las palabras que Jesús tomó en Sus labios en lo profundo de Su sufrimiento en la cruz. Su sufrimiento fue único en ese momento al ofrecerse por los pecados de Su pueblo. Y por eso, hemos tendido a ver este grito como algo exclusivo de Jesús. Pero ese enfoque de estas palabras es claramente equivocado. Jesús no estaba inventando palabras únicas para interpretar Su sufrimiento. Más bien, estaba citando el Salmo 22:1. Estas palabras fueron pronunciadas primero por David, y David estaba hablando en nombre de todo el pueblo de Dios. Necesitamos reflexionar sobre estas palabras y todo el salmo en su relación con Cristo y con todo Su pueblo para poder entenderlas plenamente.
No obstante, la historia de la iglesia puede y debe ser útil para darnos ejemplos individuales y culturales. Deben ser ejemplos de los que aprendamos con un grado de sutileza. Debemos imitar a Calvino como él imitó a Cristo, pero El salmo comienza con una sección dominada por la oración agonizante de David (vv. 1-21). David está expresando, en primer lugar, su propia experiencia de sentirse abandonado por Dios. Aquí está el sufrimiento más intenso que puede conocer el siervo de Dios: no solo que los enemigos lo rodean (vv. 7, 12-13) y que su cuerpo sufre un dolor espantoso (vv. 14-16), sino que siente que Dios no lo escucha y no le importa su sufrimiento. Y esta no solo es la experiencia de David. Es la experiencia de todo el pueblo de Dios al enfrentar problemas terribles. Nos preguntamos cómo nuestro amoroso Padre celestial puede quedarse de brazos cruzados cuando estamos en tal angustia.
Sin embargo, incluso en esta angustia extrema, David nunca pierde su fe ni cae en la desesperanza total. Su angustia lo lleva a la oración, y las primeras palabras de la oración son «Dios mío». Incluso en su sufrimiento y sus dudas sobre los caminos de Dios, no abandona su conocimiento de que Dios es su Dios. En medio de su angustia, él articula su fe. Recuerda la fidelidad pasada de Dios en la historia de Israel: «En ti confiaron nuestros padres; confiaron, y tú los libraste. A ti clamaron, y fueron librados; en ti confiaron, y no fueron decepcionados» (vv. 4-5). Luego, David recuerda el cuidado pasado de Dios en su propia vida personal: «Porque tú me sacaste del seno materno; me hiciste confiar desde los pechos de mi madre. A ti fui entregado desde mi nacimiento; desde el vientre de mi madre tú eres mi Dios» (vv. 9-10). Un remedio espiritual recurrente en los Salmos es llenar la mente de recuerdos de la fidelidad pasada de Dios para asegurarnos de Su fidelidad presente.
También vemos la esperanza de David en la honestidad de su oración por alivio presente. Sabe que Dios puede ayudar, y se vuelve hacia Él como el único que lo ayudará: «Pero tú, oh SEÑOR, no estés lejos; fuerza mía, apresúrate a socorrerme» (v. 19). Nunca debemos dejar de orar, ni siquiera en nuestra angustia más profunda.
Juan Calvino, en su comentario, llegó a la conclusión de que la sensación de ser abandonado por Dios, lejos de ser exclusiva de Cristo o rara para el creyente, es una lucha regular y frecuente para los creyentes. Escribió: «No hay uno de los piadosos que no experimente lo mismo diariamente en sí mismo. De acuerdo con el juicio de la carne, él piensa que es desechado y abandonado por Dios, mientras que, sin embargo, aprehende por fe la gracia de Dios, que está oculta al ojo del sentido y la razón». No debemos pensar que vivir la vida cristiana es fácil o que no tendremos que cargar la cruz diariamente.
Este salmo no solo es la experiencia de todo creyente, sino que también es una profecía muy notable y específica de los sufrimientos de Jesús. Vemos la escena de la crucifixión con especial claridad en las palabras: «Porque perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malhechores; me horadaron las manos y los pies. Puedo contar todos mis huesos. Ellos me miran, me observan; reparten mis vestidos entre sí, y sobre mi ropa echan suertes» (vv. 16-18). Aquí vemos que, de hecho, este salmo llega a su máxima realización en Jesús.
Jesús conocía este salmo y citó sus primeras palabras para identificarse con nosotros en nuestro sufrimiento, ya que en la cruz cargó nuestra agonía y sufrimiento. «Así que, por cuanto los hijos participan de carne y sangre, Él igualmente participó también de lo mismo, para anular mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo» (Heb 2:14). Jesús nos libera al convertirse en nuestro sustituto y en el sacrificio por nuestros pecados.
En la segunda parte de este salmo, el estado de ánimo y el tono cambian radicalmente. La oración agonizante se convierte en alabanza ardiente. El salmista llega a llenarse de alabanza: «En medio de la congregación te alabaré» (v. 22). Invita a sus hermanos a que se unan a él en alabanza: «Los que teméis al SEÑOR, alabadle» (v. 23).
Esta alabanza ardiente es por el éxito de la causa de Dios. El fracaso, que al principio del salmo parecía seguro, ahora es tragado por completo en victoria. Este éxito no sería solo personal o individual, sino que sería mundial. La alabanza descansa en la promesa abundante: «Todos los términos de la tierra se acordarán y se volverán al SEÑOR, y todas las familias de las naciones adorarán delante de ti… Todos los grandes de la tierra comerán y adorarán; se postrarán ante Él todos los que descienden al polvo» (vv. 27, 29). Después del sufrimiento viene la gloria de un reino mundial.
El éxito de Dios no solo afectará a todo el mundo, sino que también abarcará las generaciones: «La posteridad le servirá; esto se dirá del Señor hasta la generación venidera» (v. 30). La imagen aquí no es la de un breve tiempo de éxito para la causa del Señor, sino la certeza de que el tiempo de sufrimiento dará lugar a un tiempo de gran expansión del conocimiento de Dios por toda la tierra. Y ciertamente, desde el tiempo de Pentecostés, hemos visto el cumplimiento de esta promesa. Hoy en día, Jesús es conocido y adorado en todo el mundo. Aun cuando el sufrimiento continúa en este mundo, hemos visto la promesa de Cristo realizada: «Edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mt 16:18).
Este éxito es obra del Señor, «porque del SEÑOR es el reino, y Él gobierna las naciones” (v. 28). Él es Aquel que está activo y quien en última instancia da la victoria a Su causa. El Señor logra Su triunfo a través de los instrumentos que utiliza. Y David se ve a sí mismo como un instrumento, especialmente al proclamar la bondad y misericordia de su Dios: «Hablaré de tu nombre a mis hermanos» (v. 22). Jesús también es el que habla en el versículo 22, como se nos dice en Hebreos 2:12 (esta cita nos muestra de nuevo la plenitud con que el Nuevo Testamento ve a Jesús hablando en el salmo).
En efecto, el salmista proclama el nombre de Dios, particularmente en términos de Su misericordia salvadora: «Porque Él no ha despreciado ni aborrecido la aflicción del angustiado, ni le ha escondido su rostro; sino que cuando clamó al SEÑOR, lo escuchó» (v. 24). Tal proclamación es vital para la misión de Dios en el mundo. Como escribió Calvino: «Dios engendra y multiplica Su Iglesia solo por medio de la Palabra». Aquellos que han experimentado la misericordia de Dios deben hablarle a otros sobre ella.
Aunque Dios utiliza instrumentos para lograr Sus propósitos, la gloria es solo Suya, pues Él es quien actúa a través de ellos y asegura sus éxitos. Por eso, este salmo termina con esta firme certeza: «Él ha hecho esto» (v. 31). Nuestro Dios escucha nuestras oraciones, cumple Sus promesas y nos llena de alabanzas. «Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén» (Rom 11:36).
Mientras buscamos entender el Salmo 22 para poder apropiarnos de él y utilizarlo, necesitamos ver en él la dirección de la historia de la iglesia: primero el sufrimiento y luego la gloria. También necesitamos ver cierto patrón de piedad para la iglesia y para el cristiano individual. El patrón es este: los problemas reales e ineludibles de la vida en este mundo caído deben llevarnos a la oración. La oración debe llevarnos a recordar y meditar en las promesas de Dios, tanto las que se cumplieron en el pasado como las que confiamos que se cumplirán en el futuro. Recordar las promesas de Dios nos ayudará a alabarle como debemos. Mientras le alabamos, podemos seguir afrontando con gracia y fe los problemas que llegan diariamente a nuestras vidas.