¿Es Jesús realmente Dios?
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Nota del editor: Este es el undécimo capítulo en la serie Dando una respuesta, publicada por Tabletalk Magazine.
Dios «ha puesto la eternidad en sus corazones», dice el Predicador acerca de los hijos de los hombres (Ec 3:11). La idea no es solo que conservamos un concepto intelectual o una noción de la eternidad sino que tenemos un sentido profundamente arraigado de que nuestra vida actual en este mundo no es lo único que existe, que hay un «para siempre» que hace que esta vida sea mucho más transcendental de lo que muchos se atreven a imaginar, y que revela la vanidad de vivir solo para las cosas de este siglo.
Es imposible entender las obras y enseñanzas de Jesús sin presuponer la existencia eterna del ser humano.
Esta consciencia de la eternidad pertenece a lo que Juan Calvino llama el sensus divinitatis, e inevitablemente orienta aun a los no regenerados a nuestro futuro eterno. Esto es evidente en la fascinación humana con la vida después de la muerte y la manera en la que hablamos de los que han «partido». También es visible en cómo los humanos religiosos se han portado en todas las épocas, incluyendo la nuestra. Lo que nos sucede después de la muerte es una doctrina cardinal en casi todas las religiones y normalmente se considera como algo decisivo para la forma en que debemos vivir esta vida en preparación para lo que sigue.
Que la eternidad esté en nuestros corazones es una de las razones por las cuales las personas que están dedicadas a la búsqueda de placeres temporales comúnmente encuentran la vida tan vacía. Como observa C.S. Lewis, nuestros anhelos son más profundos y llegan más lejos y aspiran a cosas mucho más altas de lo que cualquier cosa a la mano puede satisfacer. Vivir para el presente exige que reprimamos activamente este sentir interno de la eternidad y que neguemos nuestros anhelos (y aspiraciones) más profundas a fin de tranquilizarnos a nosotros mismos con anhelos mucho más superficiales.
Curiosamente, los antiguos epicúreos identificaron el miedo a la muerte como el mayor obstáculo para una vida entregada a los placeres temporales; una evidencia más del sentido universal de la eternidad (y la expectativa de juicio). Para librarse del miedo a la muerte, idearon una antropología atomista en la cual no somos nada más que seres materiales sensibles. Su única esperanza, en otras palabras, era que la muerte fuera en realidad nuestro destino final. Ahí es donde más o menos donde muchos estadounidenses se encuentran en la actualidad y es uno de los propulsores detrás de la aceptación popular del naturalismo metafísico en el Occidente secular. Si la muerte no es nuestro destino final, debemos enfrentarnos a la vanidad de cualquier vida no vivida para la eternidad.
No obstante, sin importar cuán vigorosamente uno niegue la vida después de la muerte, la sensación de que hay algo más allá que solo esta vida persiste obstinadamente; tan obstinadamente que Immanuel Kant, quien negaba que alguien pudiera saber tal cosa, sin embargo, admitió que debemos creer por lo menos que existe la vida después de la muerte para vivir correctamente en esta vida.
Kant estaba parcialmente en lo correcto, la razón sola «no puede» penetrar la eternidad para descubrir «la obra que Dios ha hecho desde el principio y hasta el fin» (Ec 3:11). Y aun así, el sentido de eternidad está impreso en nuestros corazones tan firmemente como lo está la conciencia de Dios y de la obra de la ley (Rom 1:19-22; 2:14-16). Nuestras conciencias, deseos, aspiraciones y miedos nos traicionan.
Jesús no se movía en una cultura post-ilustrada de agnósticos seculares como muchos de nosotros, pero aun el judaísmo del Segundo Templo tenía a sus saduceos que negaban la resurrección. Sus negaciones, sin embargo, no detuvieron a Jesús; Él simplemente señaló cuán básica es la suposición de una vida después de la muerte (y una resurrección futura) para toda la estructura de la revelación bíblica y sugirió que aquellos que negaban esto no entendían las Escrituras ni el poder de Dios (Mr 12:18-27).
La suposición de las Escrituras es también la suposición de Cristo. Es imposible entender las obras y enseñanzas de Jesús sin presuponer la existencia eterna del ser humano. Jesús no discutió tanto este tema sino que más bien presionó a la gente para que se enfrentaran al dilema en el que se encontraban. Solo hay dos estados eternos: un reino glorioso de paz y justicia en el cual los justos se deleitan completamente en Dios en medio de una creación nueva e incorruptible, y un lugar horrible de tinieblas de afuera, un fuego inextinguible y un tormento que hace crujir los dientes (Mt 8:11-12; 13:40-42, 49-50; 22:1-13; 24:36-25:46). Cristo habló de estos dos estados en términos claros, dio advertencias sobrias e hizo promesas preciosas basadas en sus realidades.
Es más, Jesús afirma audazmente que el destino eterno de cada persona depende de si uno lo recibe a Él por fe tal como Él se nos es ofrecido en el Evangelio o si uno lo rechaza para presentarse ante Dios en el juicio final con solo nuestra conciencia condenatoria como abogada.
«Yo soy la resurrección y la vida», Jesús le dijo a Marta: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11:25-26). A continuación, le hizo directamente a ella y a cada uno de nosotros la pregunta crucial: «¿Crees esto?»