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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XX
La ética del siglo XX fue una época en la que se cosechó la tempestad tras haber sembrado aquellos vientos en los albores de la modernidad. La era moderna del pensamiento occidental comenzó en el siglo XVII, cuando algunos pensadores abandonaron el enfoque agustiniano de la teología como un ejercicio de fe en busca de entendimiento, optando en su lugar por un nuevo enfoque que a grandes rasgos equivalía a la razón, en sentido estricto, en busca de razones o justificaciones para creer. Así comenzó la búsqueda de la teología racional.
AQUELLOS VIENTOS
A principios de la era moderna, algunos teólogos racionales parecían seguros de que podían justificar la creencia en los fundamentos principales del cristianismo basándose en estrechas premisas racionalistas (como William Chillingworth y John Tillotson). Pero a finales de siglo, ni siquiera John Locke, el pretendido defensor racional de la fe, pudo encontrar la manera de justificar la creencia en doctrinas tan básicas para la ortodoxia como la Trinidad y la encarnación. En el siglo XVIII, algunos de los brotes unitarios (y arrianos) de la teología racional habían florecido en variedades de deísmo en todo el mundo occidental (como John Toland, Anthony Collins y Matthew Tindal en Inglaterra; Voltaire y Jean Jacques Rousseau en Francia; y Benjamin Franklin y Thomas Jefferson en Norteamérica). Con el tiempo, y quizá afortunadamente, David Hume dio un último empujón a todo el proyecto de la teología racional, y este se derrumbó.
Sin embargo, mientras se derrumbaba la esperanza de una justificación racional del cristianismo como religión revelada divinamente, la confianza en la existencia y cognoscibilidad de un orden moral racional seguía siendo alta. Tan alta, de hecho, que los pensadores de toda la era de la razón, incluido Baruch Spinoza, siguieron considerando la ética como el único aspecto de la enseñanza bíblica que podía obtener el asentimiento racional y el consentimiento universal. Algunos pensadores de la Ilustración llegaron a pensar que la ética podría justificar la teología sobre la sola base de la razón humana.
En la estructura de pensamiento ampliamente agustiniana que prevaleció durante la época medieval, la ética seguía a la teología y descansaba sobre ella. Es decir, se suponía que nuestro conocimiento de la forma en que los seres humanos debían comportarse en el mundo dependía de quién era Dios y de lo que Él quería, y estaba determinado por ello. A lo largo de los siglos se sucedieron los debates sobre muchos subpuntos, pero pocos teólogos habían imaginado un orden distinto a este. De hecho, la relación entre la teología y la ética era tan estrecha que tanto los pensadores católicos romanos como los protestantes trataban la ética como una rama de la teología.
Ese orden fue cuestionado por las nuevas variedades modernistas del racionalismo. Cuando Immanuel Kant escribió a finales del siglo XVIII, el contenido de la teología racional se había reducido en gran medida a lo que los teólogos racionales imaginaban que debía ser cierto de Dios para mantener el orden moral (y, por tanto, la civilización). La contribución de Kant en este frente fue exponer la cuestión abierta y honestamente, y proporcionar un marco filosófico creativo y formidable para dar a los pensadores de la Ilustración un lugar donde situarse.
En la propuesta de Kant, la teología está impulsada por las exigencias de la razón práctica que rige nuestra forma de vivir en el mundo. La idea es bastante simple: para vivir una vida moral, hay que creer ciertas cosas. Una de esas cosas es que hacer lo correcto conduce a la felicidad personal. Sin embargo, es evidente que cumplir con nuestro deber moral no siempre conduce a la felicidad personal en esta vida; a menudo conduce al sufrimiento. Por tanto, Kant argumentó que debemos creer que existe algún tipo de vida después de la muerte en la que el bien es recompensado con la felicidad. Kant dijo que no podemos saber si este estado de cosas realmente existe, pero nos encontramos en la peculiar situación de tener que creer en tal estado para hacer lo que la razón exige que sea nuestro deber. Es más, concluía Kant, también debemos creer que lo que la razón nos exige está respaldado por la autoridad divina y que, por tanto, es lo que Dios ordena, del mismo modo que también debemos creer que Dios recompensará a quienes cumplan con su deber en esta vida con una felicidad sin fin en la otra.
LA TEMPESTAD
En cierto modo, el marco de Kant completó la reestructuración de la ética a partir de la visión anterior que prevalecía en Occidente; en otros aspectos, aceleró la desintegración del amplio consenso moral que era sustentado por la visión anterior. Anteriormente, la ética se enfocaba a menudo como una rama de la teología; después de Kant, la ética se ha enfocado generalmente como una disciplina autónoma, tal y como se había concebido en antaño en Atenas. Mientras los occidentales siguieran pensando más o menos como cristianos en cuestiones morales y respaldando los principales contornos del pensamiento moral cristiano, tal como se revelan en la Escritura y se resumen en el Decálogo, esto parecía razonable. Pero la suposición de que las nociones humanas de moralidad eran estables resultó ingenua. Una vez cortados los cables teológicos, la ética fue arrastrada por la tempestad.
Pensadores posteriores propondrían principios metaéticos derivados de la antropología, la sociología, la psicología y, finalmente, incluso de la biología. Mientras tanto, las críticas suspicaces al evangelio expresadas en el siglo XVIII (como las de Hermann Reimarus) fueron desarrolladas y extendidas a la enseñanza moral cristiana por pensadores del siglo XIX como Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Las particularidades de sus críticas variaron ampliamente, pero estos «maestros de la sospecha», como los llama Paul Ricoeur, propusieron cada uno de ellos contranarrativas de la moral cristiana que la presentaban como un desarrollo histórico desviado o debilitador y como un impedimento para el progreso personal y social.
Por muy duras y desvinculadas de la realidad histórica que fueran a veces estas contranarrativas, la sospecha hacia el cristianismo es lo único que nos queda cuando se rechaza la posibilidad de una verdad revelada. El hecho de que el cristianismo exista como una fuerza potente en el mundo y tenga la estructura y la forma que tiene exige una explicación. Pero si la teología cristiana no es verdadera, dice el razonamiento, entonces la enseñanza y la práctica cristianas deben servir a algún otro propósito que el que aparentan o pretenden servir. Algunos sospechan que el cristianismo es un mecanismo para hacer frente a la desesperación, el miedo, los deseos insatisfechos o el sufrimiento; otros sospechan que es un instrumento de opresión que permite a sus seguidores frenar e imponer su voluntad colectiva a los demás; y otros sospechan que el discurso moral carece de sentido o que la propia moral es una ilusión evolutiva.
Esta tempestad de sospechas abrió un camino a lo largo del siglo XX, lo que resulta evidente en la creciente sensación de crisis reflejada en la literatura a medida que el intento cada vez más desesperado de justificar la moralidad sobre bases no teológicas seguía vacilando y luego fracasaba. A medida que se acercaba el colapso, una propuesta metaética siguió a otra en rápida sucesión: las variedades del utilitarismo (como el de Henry Sidgwick) dieron paso a una especie de contienda entre el realismo (como el de George Edward Moore) y el emotivismo (como el de Alfred Jules Ayer), luego con el prescriptivismo (como el de Richard Mervyn Hare), y así sucesivamente. Aunque de las fértiles mentes filosóficas del siglo fluyeron ideas y reflexiones intrigantes, algunos teóricos se desesperaron por no hallar una justificación no teológica de la moralidad y pidieron a sus colegas que abandonaran el proyecto (como hizo Richard Rorty), mientras que otros declararon que la libertad humana y la moralidad eran un mero espejismo (como dijo Michael Ruse).
Mientras tanto, la crítica suspicaz a la ética cristiana se profundizó y extendió. Los discípulos de los maestros de la sospecha del siglo XX —y otros que llegaron a compartir su estado de ánimo— lanzaron acusaciones contra tal o cual punto de la enseñanza cristiana por generar o perpetuar la injusticia social. A veces, la supuesta injusticia era bastante real, pero no se podía atribuir a la enseñanza bíblica, aunque en algunos casos (como en el racismo) la injusticia se podía atribuir a distorsiones y abusos de la Escritura por parte de algunos segmentos de la comunidad cristiana profesante. En otros casos (como el del aborto), la supuesta injusticia (negar los «derechos reproductivos», en este caso) podía atribuirse a la enseñanza cristiana, pero no era una injusticia real (porque la enseñanza cristiana sobre el aborto prohíbe el asesinato; no niega los «derechos reproductivos»). Sin embargo, en cada caso, la cuestión era complicada.
La tesis de Lynn White Jr. de mediados de siglo, Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica, es un ejemplo ilustrativo. White sostiene que la doctrina cristiana de la creación y la visión del dominio humano sobre la naturaleza están detrás de la crisis ecológica global. Mientras estas creencias sigan conformando el pensamiento occidental, será imposible avanzar significativamente en esta cuestión. O se revisan las enseñanzas cristianas o se rechaza el propio cristianismo. Por su parte, como eclesiástico presbiteriano (e hijo de un ministro presbiteriano), White abogó por revisar la enseñanza cristiana siguiendo las líneas sugeridas por la vida de Francisco de Asís.
Aproximadamente la misma crítica se repitió a lo largo del siglo con cada nueva cuestión cultural de importancia moral. Además de sus doctrinas sobre la creación y el dominio humano, los puntos de vista del cristianismo sobre la exclusividad de la salvación en Cristo (solo Jesús es el camino hacia Dios), el género (dos y solo dos sexos complementarios), el matrimonio (divorcio restringido, jefatura masculina, solo matrimonio entre un hombre y una mujer), la vida humana (prohibición del aborto a petición, de la investigación que destruye embriones humanos, del suicidio, de la eutanasia y de las tecnologías reproductivas que destruyen la vida), el sexo (prohibición de las relaciones sexuales fuera del matrimonio y de los anticonceptivos que destruyen la vida, y reconocimiento de la pecaminosidad de la atracción, la orientación, la identidad y los actos sexuales entre personas del mismo sexo), entre otros, han recibido críticas constantes, la mayoría de las veces en nombre de la libertad y la igualdad. Se insinúa que, para corregir estas injusticias y lograr un progreso social significativo, estos puntos de la doctrina cristiana deben revisarse o rechazarse. De cualquier modo, el futuro será poscristiano.
LA IGLESIA EN LA TEMPESTAD
A principios del siglo XX, la cultura ambiental estadounidense en general respaldaba la enseñanza moral cristiana y muchos padres no creyentes querían que sus hijos aprendieran a vivir como nos enseña la Biblia. A finales de siglo, la cultura ambiental consideraba cada vez más la moral cristiana tradicional como regresiva, como un obstáculo para el progreso social y como una amenaza para la igualdad humana, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Incluso se sospechaba que el elevado ideal del amor cristiano era un artificio político, lo que parecía plausible en el fragor de la guerra cultural que asolaba la escena estadounidense de posguerra. Nuestros vecinos de mentalidad secular habían hecho su elección y rechazaban la moral cristiana.
Mientras tanto, el protestantismo de principios de siglo se veía sacudido por encarnizados debates teológicos sobre la autoridad, fiabilidad e interpretación de la Escritura y otros muchos puntos de doctrina. Sin embargo, la gente a ambos lados de estos debates podía contar, por lo general, con que sus oponentes compartían la misma perspectiva moral general. A finales de siglo, esto ya no era así. Las iglesias que acomodaron sus puntos de vista doctrinales a las sensibilidades de la cultura del ambiente siguieron también el camino revisionista de la concesión moral; las iglesias que se negaron a comprometer sus normas doctrinales también se resistieron a la concesión moral, aunque con diversos grados de reflexión y acercamiento cultural.
Una breve comparación de los dos mayores organismos presbiterianos de Norteamérica a finales de siglo resulta esclarecedora. La Iglesia Presbiteriana del Norte, la mayoritaria, empezó a comisionar a mujeres como obreras eclesiásticas hacia 1938, y luego comenzó a ordenar a mujeres como ministras en 1956. La Iglesia del Norte hizo de las relaciones raciales una prioridad en 1963, estableciendo el Consejo sobre iglesia y raza, que impulsó muchos otros programas de justicia racial en el futuro. En 1970, la Iglesia del Norte pidió la liberalización de las leyes sobre el aborto, y en 1992, la reunificada Iglesia Presbiteriana (PCUSA) adoptó la postura proelección de que el aborto es «moralmente aceptable» en muchas circunstancias, pero que debe ser una medida de «último recurso». Relajó las restricciones sobre el divorcio en 1952 y de nuevo en 1981. Ya en 1978, el informe de un comité de estudio de la Iglesia del Norte pedía la ordenación de los homosexuales no célibes, aunque la Iglesia Presbiteriana (PCUSA) no siguió este consejo oficialmente hasta 2011. No obstante, a finales de siglo, la Iglesia Presbiteriana (PCUSA) tenía al menos un ministro abiertamente transexual y, desde entonces, ha eliminado de sus normas de ordenación el requisito de fidelidad conyugal o castidad en la soltería y ha redefinido el matrimonio como entre «dos personas» para dar cabida al matrimonio entre personas del mismo sexo.
La mayoría de estos mismos asuntos también llevaron a la Iglesia Presbiteriana de América (PCA por sus siglas en inglés) a un estudio y un autoexamen más profundos, pero a menudo con resultados muy distintos de los observados en la Iglesia Presbiteriana (PCUSA). Por ejemplo, la PCA sigue enseñando, practicando y defendiendo el complementarismo y la ordenación exclusivamente masculina (reafirmada en 2017). Mantiene la postura provida de que el aborto a demanda es moralmente inadmisible (1978, reafirmada en 1980, 1986 y 1987), solo reconoce el adulterio y el abandono como motivos de divorcio (1972, 1992), y sostiene que la homosexualidad es pecaminosa y que los homosexuales no célibes están descalificados para ocupar cargos eclesiásticos (1977/1980, reafirmada en 1999 y 2019). La PCA no reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo y ha tomado medidas recientes para aclarar esta postura.
En general, las iglesias mayoritarias han seguido aflojando en sus líneas teológicas para acomodarse a los fuertes vientos culturales. Curiosamente, mientras se balancean con la cultura, han experimentado fuertes descensos en el número de sus miembros. Mientras tanto, las iglesias evangélicas conservadoras han reforzado sus líneas de conducta para resistir esos mismos vientos y han crecido incluso cuando han sido marginadas por la sociedad en general por no comprometer sus enseñanzas morales. En un curioso giro de la historia, a finales del siglo XX, muchos protestantes evangélicos descubrieron que sus puntos de vista morales tenían más en común con sus vecinos católicos romanos conservadores que con sus homólogos mayoritarios. También descubrieron una creciente confianza y valentía en sus convicciones a medida que los asuntos que les lanzaba la tormenta les obligaban a estudiar, examinar sus corazones y sufrir por sus creencias.
CONCLUSIÓN
El siglo XX, como he dicho anteriormente, fue una época de cosechar la tormenta que trajeron aquellos vientos que se sembraron en los albores de la modernidad. La tormenta aún está aquí y no ha disminuido. Pero, tras un siglo de luchar contra una cuestión moral tras otra, los evangélicos confesionales tienen sus pies morales más firmes en medio de la tormenta y están mejor preparados ahora de lo que estuvieron un siglo antes. Esto no garantiza que no sigan habiendo concesiones, pero el camino de la fidelidad está iluminado por la infalible Palabra de Dios, que es suficiente para guiarnos a través de lo que muy probablemente serán días aún más oscuros y tormentosos.