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Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Las pruebas, tentaciones y la prueba de nuestra fe
Se ha dicho: «Lo que no te mata te hace más fuerte». Mucha gente se aferra a este proverbio como fuente de consuelo y esperanza en medio de sus angustias, miserias y aflicciones cotidianas. Esta declaración encierra cierta verdad en la medida en que refleja la enseñanza de la Escritura (Ro 5:3-5; Stg 1:2-4, 12; 1 P 4:12-19). En efecto, las pruebas nos hacen más fuertes y más fieles en nuestra fe. Las pruebas nos hacen madurar. Nos ayudan a crecer. Sin embargo, esto es solo una parte de la comprensión bíblica de las pruebas.
Cuando nosotros como raza humana caímos en el pecado, nuestros afectos cambiaron. Antes teníamos la capacidad de no pecar, pero nos convertimos en un pueblo que no puede evitar pecar y que incluso encuentra placer en el pecado, por fugaz que este sea. Como criaturas, somos inherentemente dependientes, pero la caída cambió nuestro reconocimiento de esta dependencia. Antes podíamos reconocer que dependemos de nuestro Creador y le adorábamos y servíamos a Él solo, y no obstante nos convertimos en un pueblo que se adora y sirve a sí mismo como si fuera totalmente autónomo.
Por eso, cuando llegan las pruebas y las tentaciones, debemos decidir si dependeremos de nosotros mismos y de nuestros propios esfuerzos o de Dios. ¿Aprovecharemos la prueba, le restaremos importancia o intentaremos huir de ella? ¿O correremos hacia nuestro Señor como nuestro compañero más cercano, nos arrodillaremos en oración y confiaremos en Él durante la prueba?
Como hijos adoptados de Dios, nuestro Padre, reconocemos que las pruebas que nos envía soberanamente no solo están destinadas a hacernos más fuertes en Cristo, sino también a hacernos más débiles en nosotros mismos, menos dependiente de nuestras propias fuerzas y planes, y más dependientes de Dios y del poder de Su fuerza, así como lo experimentó Pablo, que confesó: «Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12:10).
Lo que no nos mata, por la gracia de Dios, nos hace más débiles en nuestra autodependencia y más dependientes de la fuerza de Dios. Y todo esto es gracias a Aquel que soportó la prueba de la cruz para que pudiéramos recuperar una vida de dependencia. Por Su gracia sola, seguimos dependiendo totalmente —al vivir justificados por la fe sola— de Aquel cuya gracia nos basta por completo (2 Co 12:9), al tomar nuestras propias cruces cada día y al caminar en dependencia por las miserias de esta vida. Al hacerlo, recordemos que el justo vivirá por la fe en Dios, no por la fe en sí mismo (Hab 2:4). Martín Lutero tenía razón al recordarnos: «Si confiamos en nuestras propias fuerzas, nuestro esfuerzo será pérdida».