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La verdadera compasión en la parábola del hijo pródigo
Quizá ninguna parábola sea más querida que la del hijo pródigo en Lucas 15:11-32. Ella habla de preocupaciones y experiencias universales. Todos podemos sentir la angustia del padre de la parábola al considerar la tristeza y el dolor de tener un hijo o un amigo descarriado, anhelando que nuestro ser querido regrese en arrepentimiento y fe. También podemos identificarnos con el hijo pródigo debido a nuestro pecado. Somos como él cuando nos apartamos de nuestro pecado y regresamos a nuestro Padre celestial, sabiendo que Él no perdona a regañadientes ni nos da meras migajas, sino que celebra nuestro arrepentimiento. Además, muchos conocemos a personas que profesan ser cristianos que son como el hermano mayor de la parábola y que miran con resentimiento a los pecadores arrepentidos porque nuestro Padre celestial los ha perdonado. Puede que incluso nosotros mismos hayamos actuado como el hermano mayor en algunas ocasiones.
Es bueno que esta parábola nos resulte tan familiar y querida, tanto por su visión del corazón de Dios para con los perdidos, como porque aborda diferentes tipos de respuestas humanas a la gracia de Dios. Al mismo tiempo, nuestro amor por esta parábola puede hacer que pasemos por alto todo lo que el Señor Jesucristo nos está enseñando a través de ella. Además, nuestro deseo bueno y apropiado de no actuar como el hermano mayor puede hacernos susceptibles a la manipulación emocional de parte de personas que pueden estar motivadas por la compasión hacia los pecadores perdidos, pero que no se aseguran de que su compasión sea bíblicamente consistente, fundamentada con firmeza en la verdad inmutable de todo el consejo de Dios.
Para entender lo que la parábola del hijo pródigo nos enseña sobre la verdadera compasión de Dios y la compasión arraigada bíblicamente que Él nos llama a tener hacia los pecadores, primero debemos examinar brevemente el contexto inmediato de la parábola en Lucas 15:1-10. La parábola del hijo pródigo es la tercera de una serie de parábolas sobre cosas perdidas: la oveja perdida (Lc 15:4-7), la moneda perdida (Lc 15:8-10) y el hijo perdido (Lc 15:11-32). Jesús cuenta estas parábolas en respuesta a las murmuraciones de los escribas y fariseos de que Él recibía pecadores y comía con ellos (Lc 15:1-2). De las observaciones de Jesús en los versículos 7 y 10, sobre la alegría en el cielo por el arrepentimiento, podemos concluir que los escribas y fariseos no comprendían el alcance de la misericordia y la gracia de Dios. Esto es confirmado por las acciones del pastor en la parábola de la oveja perdida y de la mujer en la parábola de la moneda perdida. Dios recibe y se regocija por los que antes estaban perdidos en su pecado, pero ahora están unidos a Cristo, al haberse apartado de su pecado y haber confiado en Cristo solo por la gracia de Dios. Jesús también nos enseña la compasión y el cuidado de Dios, quien hará todo lo necesario para encontrar y rescatar a Sus ovejas perdidas y llevarlas a Su redil, del mismo modo que el pastor y la mujer dejan todo lo demás que están haciendo para encontrar a la oveja y la moneda perdidas (Lc 15:3-10). Dios se alegra cuando la gente se arrepiente (Lc 15:7, 10), y es Su bondad la que nos lleva a arrepentirnos (Ro 2:4). Los fariseos y los escribas estaban equivocados al murmurar, porque el hacerlo significaba que, o no querían que los pecadores se arrepintieran, o pensaban que los que se arrepienten de pecados atroces no merecen recibir de Dios la misma bienvenida cálida, amable y festiva que reciben los que se arrepienten de transgresiones menos atroces.
Eso nos lleva a la parábola del hijo pródigo. El hijo menor es una imagen de los que pecan gravemente contra el Señor. Pedir la herencia a su padre antes de que este muriera equivalía a decirle: «Ojalá estuvieras muerto». Para empeorar las cosas, el hijo no permaneció con su familia una vez que recibió su herencia, sino que la abandonó, huyendo a un país lejano donde malgastó su herencia «viviendo perdidamente» (Lc 15:13). La profundidad de su caída se ilustra aún más al tener que trabajar alimentando cerdos cuando se le acabó el dinero. Los cerdos eran impuros para los judíos, y ningún judío estaría cerca de ellos, y mucho menos cuidarlos, a menos que él mismo se hubiera vuelto completamente impuro (Lc 15:11-16).
El hijo menor finalmente se sintió humillado, y con espíritu quebrantado y contrito por su pecado y situación, resolvió ir a casa y confesar su pecado a su padre. El hijo menor estaba arrepentido, convencido de su pecado y miseria, y deseoso de buscar la misericordia y el perdón de su padre. Pensó que él lo recibiría como a un mero sirviente y no como a su hijo amado; en cambio, el padre organizó una celebración para su hijo, dándole la mejor túnica, el mejor anillo y preparando la comida más costosa. No escatimó recurso alguno para celebrar el regreso de su hijo a casa (Lc 15:17-24). La lección aquí también es clara: la gracia y la misericordia de Dios son tan abundantes que celebra que los pecadores vuelvan a Él arrepentidos. Como comenta el Dr. R.C. Sproul sobre esta parábola: «Este hijo que había deshonrado al padre volviendo a casa con trapos sucios fue recibido por él, quien se echó sobre su cuello y lo besó. Eso es lo que hace Dios con todo pecador que se arrepiente. Corre hacia ti, te abraza y te besa en tu inmundicia. Así actúa Dios». El padre no guarda rencor contra su hijo cuando este se arrepiente y vuelve a casa.
Sin embargo, si no somos cuidadosos, pasaremos por alto lo que el padre no hace en la parábola. No se va al país lejano con su hijo. No anima al hijo en su pecado, y no financia las hazañas pecaminosas del mismo. En su rebelión, el hijo corta la relación con su padre, y, en su compasión, el padre quiere recuperar a su hijo. La ilustración de la parábola es la de un padre que, aunque no se va al país lejano con su hijo, está dispuesto a recibirle cuando este se arrepiente de su libertinaje y vuelve a casa. El padre espera en el porche de su casa, por así decirlo, mirando y esperando el regreso de su hijo. Está tan ansioso por ese regreso que pudo ver a su hijo regresando a él cuando aún estaba lejos (Lc 15:20). La parábola dice que reconoció a su hijo y tuvo «compasión» de él. Esta compasión era una disposición a recibir a un hijo arrepentido, aunque se negara a alentar, presenciar en silencio, celebrar o financiar el atroz pecado de su hijo. Si vamos a ser imitadores de Dios, como nos instruye Pablo (Ef 5:1), la lección es clara: debemos estar dispuestos a recibir a cualquiera que se arrepienta, pero de ningún modo debemos alentar, dar una aprobación silenciosa, celebrar o financiar el pecado de esa persona. Si nuestra negativa a hacer estas cosas la lleva a cortar lazos con nosotros, la culpa es suya, no nuestra. Los cristianos deben obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5:29). Estar dispuestos a amar y abrazar a un pecador descarriado no implica afirmar ni aceptar su descarrío pecaminoso, su estilo de vida ni sus decisiones para mantener una buena relación con él. Como cristianos, debemos ser las personas más misericordiosas y compasivas que el mundo conozca mientras oramos para que los pecadores se aparten de su camino mediante la proclamación del evangelio de Jesucristo. Sin embargo, la Palabra de Dios deja claro que no debemos hacer nada que pueda demostrar una aprobación del pecado para mantener la relación con nuestro ser querido o amigo, porque «el amor no se regocija de la injusticia, sino que se alegra con la verdad» (1 Co 13:6).
La última parte de la parábola se refiere a la respuesta del hermano mayor del hijo pródigo, que está resentido con su padre por celebrar el regreso de su hermano. El hermano mayor no había reclamado su herencia prematuramente ni la había empleado en una vida de libertinaje atroz. Por eso, pensando que su hermano recibía algo que él, el hijo fiel, merecía, el hermano mayor se negó a unirse a la fiesta de bienvenida del padre a su hermano, y optó en su lugar por acusar a su padre de un trato injusto. La actitud del hermano mayor, semejante a la de los fariseos y escribas a los que Jesús contó por primera vez esta parábola, ejemplificaba un odio hacia el padre enmascarado por una piedad exterior. En respuesta, el padre explicó que el corazón del hermano mayor no estaba en el lugar correcto. El hermano mayor tenía todo lo bueno de su padre mientras el hijo pródigo estaba lejos e incluso después de regresar. El recibimiento del hijo arrepentido no significaba que el hijo mayor saliera perdiendo (Lc 15:25-32). La lección es clara: la gracia y la misericordia de Dios son suficientes para recibir de nuevo a pecadores descarriados sin quitar nada a los que han sido comparativamente más fieles (ver Mt 20:1-16). El hijo mayor debió haberlo sabido y debió haber conocido al padre lo suficientemente bien como para comprender que la respuesta correcta al arrepentimiento es la celebración. La respuesta del hermano mayor pone en duda lo bien que conocía realmente a su padre y, por tanto, lo bien que los fariseos y los escribas conocían a Dios. No debemos ser como el hermano mayor, sino celebrar incluso cuando el más terrible de los pecadores se vuelve a Dios en fe y arrepentimiento.
El problema del hermano mayor no era que desaprobara el pecado pasado de su hermano. Jesús no está sugiriendo que la respuesta adecuada del hermano mayor fuera aprobar el pecado de su hermano menor. El problema del hermano mayor no era que le pareciera mal hacer cosas que pudieran indicar o interpretarse como una aprobación del pecado. Más bien, su problema era su negativa a recibir de nuevo a su hermano con gozo cuando se arrepintió.
La verdadera compasión de Cristo
De la exposición anterior de Lucas 15:11-32 se deduce claramente que Dios está lleno de compasión y gracia, y que celebra el arrepentimiento de los pecadores perdidos que se vuelven a Él mediante la fe en Jesucristo. La compasión de Dios por los pecadores perdidos está basada tanto en Su misericordia como en Su justicia. En Su providencia soberana, permite que los pecadores sigan su propio camino, y a veces los entrega a su pecado, pero nunca hace nada que implique la aprobación de su pecado. Jesús comió con los pecadores, pero nunca alentó ni celebró su pecado. Jesús fue amigo de los pecadores y sintió compasión verdadera por ellos, y precisamente por eso los llamó a arrepentirse y a creer.
La misericordia y la justicia, la relación y la rectitud coexisten sin concesiones en el trato de Dios con los pecadores, y esto se muestra magníficamente en el Señor Jesucristo. En los evangelios, Él se complacía en mantener relaciones con los pecadores, pero siempre trazaba el límite cuando se trataba de participar, aprobar silenciosamente o hacer cualquier cosa que pudiera mostrar aprobación —incluso indirecta— de su pecado. Comió con Leví, el recaudador de impuestos, y los recaudadores de impuestos eran bien conocidos en aquella época por robar a los contribuyentes, pero comió con Leví solo después de que este lo dejara todo para seguirle, solo después de que se arrepintiera (Lc 5:27-32). Recibió la adoración de una mujer pecadora porque perdonó sus pecados, no porque ella le adorara en estado de impenitencia (Lc 7:36-50). Se hospedó y comió en casa de Zaqueo, otro recaudador de impuestos, no aprobándolo por su pecado, sino porque Zaqueo estaba arrepentido, como se ve en su disposición de hacer todo lo posible por ver a Jesús, y en la resolución posterior de Zaqueo de devolver cuadriplicado lo que había robado (Lc 19:1-10).
Jesús incluso mostró compasión por algunos de los fariseos, para quienes a menudo reservaba algunas de Sus más duras palabras de juicio. No se resistió a Nicodemo, sino que estuvo dispuesto a conversar con este hombre cuando vino a Él de noche (Jn 3:1-15). Pero cuando los fariseos presionaron a Jesús y a Sus discípulos para que mantuvieran tradiciones extrabíblicas, nuestro Señor no siguió sus prácticas. Hacerlo sería señalar que se pueden elevar las tradiciones humanas por encima de la Palabra de Dios (Mr 7:1-13). Si Jesús hubiera cedido a tal presión, habría sido señal de que aprobaba el pecado (Mt 15:1-19). Este es el verdadero fariseísmo: una adhesión obstinada a tradiciones creadas por el hombre que están por encima o incluso en contra de la Palabra autoritativa de Dios, y juzgar a los demás con base en esas tradiciones. No es fariseísmo evitar participar en «las obras estériles de las tinieblas» (Ef 5:11) o negarse a unirse a quienes no temen al Señor (ver Pr 24:21). En 1 Pedro 4:1-6, Dios nos ordena directamente que no participemos, aprobemos manifiesta o silenciosamente el pecado. Pedro también nos dice que la gente se sorprenderá cuando obedezcamos a Dios, e incluso puede que nos difamen porque no entienden ni aceptan las cosas de Dios (1 Co 2:14-16). Debemos abstenernos de «toda forma de mal», incluso de la apariencia de mal (1 Ts 5:22). Nos enfrentaremos a una inmensa presión para ceder, aunque solo sea para aprobar silenciosamente, pero estamos llamados a permanecer firmes (Pr 1:8-10; 1 Co 16:13).
Cristo no permitió que Su perfecta rectitud le impidiera entablar relaciones con pecadores, pero tampoco permitió que Su deseo de mantener esas relaciones le presionara para hacer algo que pudiera interpretarse como aprobación del pecado. Esto no debe sorprendernos, porque Él es la imagen perfecta del Dios invisible y, por tanto, la expresión encarnada del carácter de Dios (Col 1:15). Dios se compadece de los pecadores perdidos, enviando a Su Hijo unigénito para salvar a los pecadores (Jn 3:16). Pero los pecadores a los que Dios salva son los pecadores arrepentidos, no los que con sus palabras o acciones llaman al bien mal y al mal bien (Is 5:20). Jesús es el Cordero que fue inmolado para salvar a los pecadores arrepentidos, pero también es el Cordero vencedor que pondrá fin a toda maldad (Ap 5:6-10; 17:14) y que no permitirá que entre en Su gloria nada impuro, falso o detestable (Ap 21:27).
Nuestro Dios no es autor de confusión (1 Co 14:33). En Su gran compasión, no hace cosas que sugieran que aprueba el pecado. Si lo hiciera, estaríamos confundidos sobre si Él es santo y si exige nuestro arrepentimiento y fe para tener una relación correcta con nosotros. Y gracias sean dadas a Dios, que nos trae soberanamente a una relación correcta con Él —por Su gracia sola, por medio de la fe sola, por causa de Cristo solo— que conduce a una vida de buenas obras (Ef 2:8-10). Por tanto, caminamos en la luz como Él está en la luz (1 Jn 1:5-7).
La verdadera compasión y las bodas LGBTQ
Lo anterior tiene ramificaciones prácticas para la pregunta a la que muchos nos enfrentamos: ¿Puede un cristiano asistir a una ceremonia de «matrimonio» de una pareja homosexual o de una pareja transgénero? Algunos han sugerido que un cristiano puede asistir a una ceremonia de este tipo en determinadas situaciones, siempre y cuando el cristiano haya expresado a la pareja su desaprobación de su estilo de vida y les haya dicho que es pecaminoso. Algunos sugieren que cuando el cristiano ha hablado claramente a la pareja sobre la ética sexual bíblica, puede asistir a la «boda» e incluso debería llevar un regalo de bodas. Esta sugerencia de asistir a dicha ceremonia se presenta a veces como la respuesta complicada a una pregunta compleja y que cualquiera que la cuestione actúa desde una mentalidad crítica, farisaica y fundamentalista, similar a la del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. Se ha sugerido que quienes creen que nunca es apropiado que un cristiano asista a una boda LGBTQ en realidad están mostrando condenación hacia la persona en lugar de compasión.
Sin embargo, la pregunta en cuestión no requiere en absoluto una respuesta compleja cuando comprendemos correctamente qué es el matrimonio, qué significa una ceremonia matrimonial y cómo deben demostrar los cristianos la verdadera compasión en todas las circunstancias. El matrimonio fue instituido por Dios en la creación como la unión para toda la vida de un hombre y una mujer (Gn 2:24-25). Una ceremonia nupcial existe para hacer una declaración pública de esta unión ante testigos del matrimonio. Los que asisten a una boda son testigos y, por tanto, aprobadores de la unión de pacto hecha ante Dios y el hombre. La finalidad de los testigos en una boda es dar testimonio del pacto matrimonial que se establece, y la presencia misma de los testigos señala necesariamente que la unión es deseable y conforme a las claras estipulaciones de la inmutable y autoritativa Palabra de Dios. No debemos olvidar que los testigos están presentes para mostrar su aprobación del matrimonio y para hacer que la pareja rinda cuentas de sus votos. Los testigos no están presentes simplemente como simpatizantes para mostrar su amor por la pareja. Muchos pastores fieles, cuando ofician bodas, suelen recordar a los novios y a los asistentes la finalidad y la importancia de quienes dan testimonio de los votos del pacto hechos en la ceremonia matrimonial. Por eso, muchas ceremonias tradicionales dejan claro que los asistentes aprueban el matrimonio cuando el oficiante pide a cualquiera de los presentes que exponga cualquier objeción razonable a la legalidad de la unión, si hay alguna razón para que el hombre y la mujer no deban casarse. Si nadie objeta, indica que no se conoce ninguna razón lícita por la que la unión no deba celebrarse. El hecho de si un asistente haya expresado previamente a la pareja su desaprobación del estilo de vida LGBTQ es secundario. Lo que importa es su asistencia.
Además, en Romanos 1 queda claro que la homosexualidad y el rechazo impenitente del propio sexo biológico son pecados especialmente atroces. Son cosas contrarias a la naturaleza de la realidad. Niegan lo que Dios nos ha dicho en la Escritura, pero también en el orden creado: que el hombre está hecho para la mujer y la mujer para el hombre. Estos pecados, por supuesto, no son imperdonables. Hay perdón para todos los que se apartan de tales pecados y abrazan a Cristo por la fe sola. Pero como es un rechazo arrogante del orden natural, representa un rechazo arrogante al Dios que estableció ese orden. Una ceremonia «matromonial» para celebrar tales uniones toma lo que ya es un pecado arrogante y lo hace aún más flagrante.
Por tanto, un cristiano sencillamente no puede asistir a tal ceremonia, y mucho menos comprar a la pareja un regalo para celebrar la ocasión, por muy buenas intenciones que tenga al hacerlo. Los que sugieren que un cristiano puede y debe asistir a una «boda» ilegítima y pecaminosa han sugerido que asistir a la boda de un amigo o un ser querido es lo más compasivo para que los cristianos no parezcamos críticos y que a veces es necesario para preservar la relación. Sin embargo, la verdadera compasión no aprueba el pecado ni da la más mínima apariencia de aprobarlo. Nunca es compasivo aprobar, directa o indirectamente, o celebrar los mismos pecados que son motivo de condenación eterna para quienes se niegan a arrepentirse. De hecho, no asistir a tal ceremonia es un acto de amor mucho mayor. Demuestra a la pareja que realmente amamos a Dios por encima de todo y que estamos dispuestos a demostrarlo cuando otros exigen que transijamos. El primer y más grande mandamiento es amar a Dios con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas (Mt 22:34-38). El amor correcto al prójimo es esencial (Mt 22:39-40), pero fluye del amor correcto a Dios, y el amor correcto a Dios significa odio al pecado y odio a los actos que aprueban el pecado. Participar en el pecado, o celebrarlo o aprobarlo en silencio por el bien de una relación, es amar esa relación más que amar a Dios. Muestra a los demás que Dios no es tan hermoso y glorioso como para atesorarlo por encima de todo lo demás. Asistir a una «boda» LGBTQ aleja a la pareja de Dios como el único que puede satisfacernos plenamente y, por tanto, es un acto de odio hacia ellos. Les da más razones para justificar su negativa a amarle por encima de todo y a apartarse de su pecado. Les permite seguir avanzando por el camino que va hacia el infierno. Los cristianos deberían amar demasiado a los pecadores como para hacer esto. Deberían amar a los pecadores lo suficiente como para arriesgarse a que les rechacen antes que hacer nada que les anime a permanecer alejados de Dios y sin esperanza por toda la eternidad.
Además, que un cristiano se rehuse a asistir a una boda LGBTQ no significa que cortemos la relación con la pareja. Los cristianos no están llamados a evitar a los pecadores impenitentes ni se les prohíbe mostrar su amor de otras formas. Jesús no hizo tales cosas. Siguió hablando con los fariseos aunque estos lo rechazaron con frecuencia. Hay innumerables formas de estar presentes en la vida de los pecadores impenitentes y tratar de compartir el evangelio con ellos. Una fiesta de cumpleaños, por ejemplo, no celebra una unión pecaminosa, sino que expresa gratitud por el cumpleañero, por lo que no está mal asistir al cumpleaños de alguien que lleva un estilo de vida LGBTQ. Celebraciones como las fiestas de graduación y de jubilación, las cuales marcan hitos, tampoco son celebraciones formales de uniones pecaminosas. Los cristianos pueden cenar con pecadores impenitentes. De hecho, como cristianos debemos hacer todo lo posible por demostrar amor y amabilidad a pecadores impenitentes, siempre que hacerlo no constituya la aprobación o la apariencia de aprobación del pecado. El apóstol Pablo también enseñó que los cristianos en la iglesia no debían abstenerse de relacionarse con los «inmorales sexuales de este mundo» (1 Co 5:9-10). Por el contrario, Pablo también estaba dispuesto a ser «hecho todo, para que por todos los medios salve a algunos» (1 Co 9:22). ¿Por qué lo hizo Pablo? «Por amor del evangelio, para ser partícipe de él». Sin embargo, Pablo no estuvo dispuesto a hacer concesiones ni a compartir con ellos las obras de las tinieblas, como dijo a los efesios: «Y no participen en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien, desenmascárenlas» (Ef 5:11). Este mandamiento requerirá que los cristianos digan «no» a ciertas invitaciones a eventos y asociaciones que celebran, defienden o aprueban el pecado. Muchos cristianos han seguido estos principios, dándonos ejemplos nobles de fidelidad a imitar. Los panaderos, floristas y otros cristianos que se han negado a utilizar sus habilidades para celebrar «boda» LGBTQ han perdido su fuente de ingresos y han sido arrastrados a los tribunales. Han soportado amenazas de muerte y se les ha llamado malvados simplemente por intentar ser fieles a Cristo. Los traicionamos a ellos y al Dios al que sirven cuando decimos que a veces es aceptable, e incluso correcto, asistir a una «boda» LGBTQ.
Los cristianos del primer siglo enfrentaban una inmensa presión para participar en las ceremonias paganas. Se celebraban en casi todos los eventos públicos, por lo que a menudo se les consideraba antisociales, ya que se negaban a asistir. Además, los gremios comerciales participaban en estas ceremonias, así que los cristianos corrían el riesgo de perder su trabajo. No era suficiente decir a sus compañeros de trabajo que no aprobaban las ceremonias y luego asistir de todos modos. Tenían que abstenerse por completo debido a lo que connotaba su asistencia: la aprobación de la idolatría y el culto demoníaco (1 Co 10:1-22). En nuestros días, nos enfrentamos a una situación similar con la asistencia a bodas LGBTQ. El mero hecho de asistir supone participar en una ceremonia que miente sobre lo que es el matrimonio y sobre la aprobación divina del mismo. En el mejor de los casos, el desacuerdo verbal con el acto, pero la participación en la ceremonia, envía un mensaje confuso de que Dios aprueba y desaprueba el matrimonio. No es un acto de compasión. Es el fomento de una mentira, que es lo contrario de la verdadera compasión. Cuando nos neguemos a fomentar tal mentira, seremos injuriados, odiados y llamados prejuiciosos. Siempre ha sido así. Juan el Bautista se negó a apoyar un matrimonio ilícito, y fue decapitado por ello (Mr 6:14-29). Puede que no perdamos la vida, pero sin duda tendremos que soportar odio por no asistir a una «boda» LGBTQ. Sin embargo, Jesús nos dijo que el mundo nos odiaría por causa de nuestra fidelidad a Él (Mt 10:22; Lc 21:17; Jn 15:19; 17:14). Es vital que ejerzamos un discernimiento sano, pues tendremos la tentación de pensar que lo más amoroso sería ceder a las exigencias de quienes quieren definir la verdadera respuesta amorosa como aprobar silenciosamente o celebrar de su pecado. Debemos pensar detenidamente en estas cosas, como somos llamados por el Señor (Ef 5:10).
Los cristianos que insisten en que no debemos asistir a una «boda» LGBTQ no son el hermano mayor, que no desea el arrepentimiento de los pecadores y que se niega a celebrarlo si los pecadores se arrepienten y cuando lo hacen. Los cristianos deben emular al padre de la parábola, que permanece siempre dispuesto a recibir al pecador que se aparta de sus caminos, pero no se va con él a ese país lejano. Asistir a una boda LGBTQ y comprar un regalo son actos que de alguna manera comunican a los demás asistentes la aprobación de la unión.
Los cristianos deberían ser las personas más amables y compasivas con las que interactúan los homosexuales y quienes se identifican como transgénero. Sin embargo, la verdadera bondad y la verdadera lealtad a nuestro Señor Jesucristo no nos permiten celebrar un compromiso con un pecado atroz. Un cristiano fiel no puede asistir y sancionar una celebración que se burla de la institución ordenada por Dios para un hombre y una mujer. Al comunicar nuestro rechazo a la invitación de una boda, debemos hacerlo con mansedumbre pero con firmeza. La persona puede tomarlo como una muestra de odio y tratar de cortar la relación, pero si eso ocurre, no es culpa nuestra. Podemos expresarles nuestra disposición de estar presentes en sus vidas de muchas maneras, pero no podemos permitir que las presiones de nuestra cultura o la de nuestros amigos y seres queridos nos lleven a participar en lo que Dios prohíbe. La elección ante nosotros no es compasión versus condena. La elección es compasión versus transigencia. En medio de una cultura en constante cambio, el amor y la compasión verdaderos por nuestros amigos y seres queridos implican permanecer firmes en la verdad inmutable de la Palabra de Dios. Transigir en nombre de la compasión es precisamente la manera en que el liberalismo se ha colado a menudo en la iglesia a lo largo de la historia. Pero la compasión que se basa en la verdad, que se demuestra coherentemente según la verdad y se expresa a través de la verdad del evangelio de Jesucristo, quien es el Camino, la Verdad y la Vida, conduce, por la gracia de Dios, a la salvación de los elegidos de Dios de toda tribu, lengua y nación para la gloria de Dios, y para la gloria de Dios solo.