¿Es opresivo el cristianismo?
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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Cristianismo y liberalismo
J. Gresham Machen se lamentó porque la mente moderna había perdido la concepción de Dios y la conciencia del pecado. Según Machen, el liberalismo moderno había cuestionado, en primer lugar, incluso la necesidad de tener una concepción o un conocimiento de Dios. Se decía que procurar el conocimiento de Dios era la muerte de la religión. No debemos conocer a Dios, sino sentirlo; y si vamos a adoptar una concepción de Él, debemos hacerlo en términos vagos y generales. Dios es Padre, pero eso no significa nada más que Su paternidad universal sobre todas las criaturas, lo que a su vez fomenta la hermandad universal entre todos los pueblos.
Desde luego, Machen estaba dispuesto a reconocer que las Escrituras hablan, en un sentido, de la paternidad universal de Dios (ver Hch 17:28; He 12:9). Sin embargo, ese concepto solo está respaldado por unos pocos versículos aislados; la idea predominante de Dios como Padre en las Escrituras se relaciona con Su pueblo redimido. No obstante, para Machen, la paternidad de Dios no era el centro ni el núcleo de la doctrina cristiana de Dios. Más bien, un solo atributo «vuelve inteligibles todos los demás»: la «terrible trascendencia de Dios». Machen estaba hablando de la asombrosa santidad de Dios: Su distinción, Su singularidad. Según Machen, esta era la verdad que el liberalismo moderno había perdido de vista. En consecuencia, el liberalismo había borrado la distinción entre el Creador y la criatura, que es tan fundamental para el cristianismo verdadero. En su lugar, había producido un dios panteísta que solo es parte del «proceso del mundo». Dios ya no era un ser distinto; Su vida estaba en nuestra vida y nuestra vida estaba en la Suya. En palabras del propio Machen:
El liberalismo moderno, incluso cuando no es sistemáticamente panteísta, de todos modos tiende al panteísmo. Tiende a derribar la separación entre Dios y el mundo en todas las áreas, y también la distinción tajante entre Dios y el hombre.
Un corolario de esta (mala) concepción de Dios fue una (mala) comprensión del hombre y, en particular, «la pérdida de la conciencia del pecado». Como Dios ya no es visto como un ser santo y trascendente, la mente moderna lo contempla con ligereza, y también contempla así al pecado. Machen trató de encontrar el origen de este cambio en el pensamiento moderno. Escribió poco después de la Primera Guerra Mundial (1914-18), y creía que la guerra produjo un enfoque excesivo en los pecados de los demás en detrimento de los pecados propios. En la guerra, cuando un bando es visto como la encarnación del mal, resulta fácil no ver el mal en el propio corazón. También estaba el problema del colectivismo del Estado moderno, en el que todos son víctimas de las circunstancias, lo que oscurece «el carácter individual y personal de la culpa». Sin embargo, detrás del cambio en la doctrina moderna del pecado, Machen veía una causa más siniestra y significativa: el paganismo. Al hablar del paganismo, Machen no se refería a la barbarie. Durante el apogeo del Imperio griego, el paganismo no era grotesco, sino glorioso. Era una visión del mundo y de la vida que consideraba que «la meta más elevada de la existencia humana era el desarrollo sano, armonioso y jubiloso de las facultades humanas existentes». Es decir, la humanidad es esencialmente buena y puede alcanzar el bien mediante el compromiso y la disciplina adecuada de la mente y el cuerpo. Según Machen, esa perspectiva se había vuelto dominante en su época, y había sustituido a la visión cristiana del pecado y la culpa personal ante un Dios santo.
Los resultados fueron dos visiones diametralmente opuestas de la humanidad. «El paganismo es optimista respecto a la naturaleza humana que no recibe ayuda, mientras que el cristianismo es la religión del corazón quebrantado». Según Machen, el problema del paganismo es que encubre el pecado en el corazón, así que busca la solución en el interior del hombre. El cristianismo es diferente: destapa el pecado del corazón, así que busca la solución fuera del hombre. El paganismo despoja al cristianismo de las buenas nuevas y las reemplaza con buenos consejos o buenas palabras de aliento. No necesitamos perdón; solo necesitamos fortaleza. No necesitamos un arrepentimiento piadoso; solo necesitamos una buena respuesta. Machen describió el evangelio del predicador liberal moderno de esta manera: «Ustedes son muy buenos; responden a todos los llamados orientados al bienestar de la comunidad. Ahora, en la Biblia, especialmente en la vida de Jesús, tenemos algo tan bueno que creemos que incluso es bueno para ustedes, que son buenos». En la época de Machen, el esfuerzo del yo por hacer el bien había usurpado el lugar de las buenas nuevas del Salvador.
La crítica astuta y perspicaz de Machen contra el liberalismo moderno sigue siendo válida en nuestros días. Además, la respuesta de la iglesia debe ser la misma que en tiempos de Machen: reafirmar sin vergüenza ni tapujos la distinción entre Dios y el hombre. La iglesia debe entender a Dios y al hombre en los términos de Dios, no en nuestros términos. En este sentido, las Escrituras presentan dos aspectos claves del abismo que existe entre Dios y el hombre.
En primer lugar, tenemos la distinción entre el Creador y la criatura. Génesis comienza afirmando la trascendencia de Dios: «En el principio Dios creó los cielos y la tierra» (1:1). Por buena y necesaria consecuencia, podemos deducir varias verdades sobre Dios de esta primera frase de la Escritura: Dios es uno, no muchos; es simple, no compuesto; es eterno, no temporal; es espíritu, no materia; es infinito, no finito; es inmutable, no mutable; es autoexistente, no dependiente; tiene vida en Sí mismo, no la deriva de otro ser; es inmortal, no mortal. En resumen, Dios es el Creador trascendente, apartado. Además, como el hombre es una criatura, no el Creador, está llamado a glorificar al Dios Creador y a gozar de Él para siempre. Eso es lo que las criaturas angélicas del cielo han estado haciendo desde el principio de la creación: «Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, / Llena está toda la tierra de Su gloria» (Is 6:3).
En segundo lugar, tenemos la distinción entre lo santo y lo pecaminoso que existe entre Dios y el hombre y se produjo debido a la caída. Antes de la caída, el hombre era distinto de Dios en la relación criatura-Creador, pero poseía una justicia original que le permitía gozar de comunión con Dios. Sin embargo, era una justicia bajo prueba, así que la comunión podía perderse. Cuando el hombre cayó en el estado de pecado por la transgresión de Adán, la comunión se rompió y surgió un abismo entre Dios y el hombre que era igual de infinito en magnitud que la división entre el Creador y la criatura, solo que ahora era infinitamente más grave. En su visión del templo, el profeta Isaías retrata de forma vívida la importancia de esta división entre lo santo y lo pecaminoso. Su respuesta de asombro al ver y escuchar la naturaleza tres veces santa de Dios muy pronto se vio seguida por una respuesta de lamento cuando comprendió su propia naturaleza pecadora bajo la luz reveladora de la santidad de Dios (Is 6:1-5).
Si la distinción Creador-criatura entre Dios y el hombre refleja la realidad creada en un comienzo, la distinción entre lo santo y lo pecaminoso refleja la realidad existencial actual. De esta forma, revela el gran dilema de la humanidad: ¿cómo es posible que se restaure la comunión entre un Creador santo y una criatura pecadora? El mensaje del cristianismo es que Dios ha provisto esa solución en Su Hijo, Jesucristo, el santo Dios-hombre. Jesús era todo lo que era Dios y al mismo tiempo todo lo que somos nosotros, y, de esta forma, mediante Su obra redentora, puede reconciliar a Dios y al hombre. Estas son las buenas nuevas sencillas pero profundas del cristianismo: Dios y el hombre pueden reconciliarse por medio del Dios-hombre, Jesucristo. Este es el cristianismo ortodoxo, el cristianismo que Machen defendió con tanto denuedo y al que el liberalismo moderno sigue oponiéndose con tanta ferocidad.