Reivindiquemos la ira
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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: La ira
La vida de una planta reside en sus raíces. Podemos dañar sus hojas y ramas, incluso su tallo, y aún así la planta puede sobrevivir. Pero si matamos sus raíces, matamos la planta. Entonces, en cierto sentido, la parte más importante de una planta es la que está oculta.
Así es como funciona la ira. La parte más importante es la que no vemos. Las partes que vemos —rostros enrojecidos y pulsos acelerados, palabras duras y suspiros forzados, voces elevadas y puños apretados— son expresiones de algo más profundo. Algo que ocurre en las raíces. Algo que sucede en el corazón.
Entonces, ¿qué es lo que sucede ahí, en el corazón? ¿Cómo llamamos a esa causa fundamental que nos lleva a expresar ira de manera pecaminosa?
Si usamos una etiqueta demasiado genérica, no podremos entender mucho. Si describimos nuestra ira simplemente como pecado, no obtendremos la perspectiva necesaria para vencerla. Sin duda, la ira, en su forma habitual, implica pecado. Pero un reconocimiento genérico normalmente no te lleva más allá de un arrepentimiento genérico. Necesitamos una comprensión más profunda de la manera particular en que nuestros corazones pecan, lo cual se manifiesta luego en expresiones de ira.
La comprensión del corazón comienza con un poco de agua fría sobre un rostro caliente. Una fuente de agua fría que puede ser realmente útil es Santiago 4:1-10. En este pasaje, Santiago insta a sus lectores a despertar a la realidad que se encuentra bajo la superficie de su ira. «¿De dónde vienen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No vienen de las pasiones que combaten en sus miembros?» (Stg 4:1).
Mi punto principal es que, para entender nuestra ira, necesitamos un discernimiento humilde de nuestros corazones. Este discernimiento es un don del Espíritu Santo que debemos procurar.
El discernimiento es la capacidad de hacer distinciones, de diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo adecuado y lo inadecuado, entre lo bello y lo repulsivo. En otras palabras, tu corazón debe estar sintonizado para percibir la diferencia entre lo que es agradable y desagradable al Señor (Ro 12:1-2; Fil 1:9-11). Este discernimiento no es diferente a la habilidad de un soldado equipado con gafas de visión nocturna en un lugar oscuro. Él puede identificar mejor las características de su entorno porque es capaz de distinguir mejor entre diferentes tipos de oscuridad.
Santiago les dice a sus lectores que no enfoquen esas gafas hacia afuera, sino hacia adentro. Les insta a distinguir los diferentes tipos de oscuridad dentro de sus almas. Específicamente, enfatiza que los cristianos deben distinguir los deseos dominantes que son la raíz, es decir, la fuente de su ira (Stg 4:1-4). Este no es un simple ejercicio de superación personal. Es un acto de sumisión radical. Es, en humildad, rendir a la voluntad de Dios lo que consideramos más precioso. Santiago afirma que Dios anhela celosamente que Su Espíritu habite y gobierne nuestros corazones (Stg 4:5), en lugar de ser gobernados por nuestros deseos. Él otorgará toda gracia para que esto se logre y se opondrá a todo lo que desafíe este propósito (Stg 4:6-10).
¿Cómo practicamos este discernimiento? Lo principal es tener suficiente confianza en la obra de Dios en nosotros por medio de Cristo para seguir los claros mandamientos del pasaje, que incluyen aspectos específicos como: «Sométanse a Dios» (Stg 4:7), «Acérquense a Dios» (Stg 4:8), y «Limpien sus manos […] purifiquen sus corazones» (Stg 4:8), los cuales pueden resumirse en el último mandamiento: «Humíllense en la presencia del Señor y Él los exaltará» (Stg 4:10).
Permíteme ofrecer algunas sugerencias prácticas para rastrear nuestra ira hasta los deseos dominantes de nuestros corazones. Esto es algo que solo se puede lograr mediante el discernimiento que concede el Espíritu de Dios, pero se realiza a través de medios. Estos medios incluyen nuestros esfuerzos por humillarnos al identificar aquellos deseos que nos han cautivado y renunciar a ellos.
A veces, esto resulta más fácil cuando reconocemos que la ira no es un problema aislado. Las malas raíces producen malos frutos en más de una rama. En ocaciones, nuestra ira es tan automática en nuestras respuestas que resulta difícil de discernir. A menudo, resulta útil comenzar con otra rama. Esta nos lleva al mismo corazón.
Rastrea tu ansiedad
La ansiedad es una experiencia tan común que las Escrituras nos instan constantemente a no temer, sino a confiar en el Señor (Mt 14:30-31; Fil 4:4-7). La ansiedad es una forma de miedo que atrapa el alma.
Las personas tienden a estar más nerviosas por aquello que más temen perder. Rastrear ese miedo te dará una idea de lo que podría estar alimentando tu ira. Por ejemplo, si un trabajador se siente constantemente ansioso por su rendimiento laboral, es probable que se enoje con cualquiera que afecte su desempeño. Del mismo modo, si una persona está ansiosa por la seguridad que le brinda cierta relación, se molestará ante cualquier señal de distanciamiento o desprecio. Y si un joven está ansioso por hacer las cosas por sí mismo, se enfadará con cualquiera que amenace su sentido de independencia, incluso si la otra persona solo esté tratando de ayudar.
Mi punto es que a veces nuestra ansiedad puede darnos pistas sobre nuestra ira. Por lo tanto, quizás deberíamos comenzar buscando al Espíritu en oración o teniendo una conversación con amigos de confianza sobre lo que nos tiene tan ansiosos. Esto podría revelar aquello a lo que, tal vez, nos estamos aferrando con mano cerrada antes que al Señor.
Rastrea tus desalientos
El desaliento es otra experiencia tan común que los escritores bíblicos constantemente exhortan a los creyentes a no desfallecer (Lc 18:1; 2 Co 4:16). El desaliento también atrapa el alma con fuerza.
El desaliento deja a las personas inseguras, debilitadas y, a menudo, nerviosas. Lo que te deprime podría revelar algunos de tus deseos y expectativas más profundos para la vida. Cuando nos sentimos desesperanzados por no poder realizar esos anhelos, podemos caer en la amargura, el resentimiento y la ira abierta ante tal injusticia. Por ejemplo, un adolescente se siente desalentado por no estar tan socialmente incluido como desearía, lo que lo lleva a enfadarse con todos a su alrededor. Un músico acaba de ser superado para el puesto que quería, por lo que está constantemente irritable con su familia. Un marido decepcionado por el rumbo que lleva su carrera puede estar siempre al borde de estallar en ira.
Mi punto aquí es que aquello que más nos desalienta puede indicar una posible fuente de nuestra ira. Entonces, aquí también aprendemos a hablar con Dios y con amigos cristianos de confianza sobre nuestros desalientos, y debemos reconocer cuando estos se han desbordado en ira pecaminosa. El Señor mostrará Su bondad a quienes deseen identificar estas conexiones y ya no ser gobernados por deseos egoístas.
Rastrea tus relaciones rotas
Las relaciones rotas son una realidad en un mundo quebrantado. La Escritura también reconoce esto en sus innumerables amonestaciones a buscar la paz entre nosotros y a perseverar en amarnos unos a otros en cuanto dependa de nosotros (Ro 12:16-21; 1 P 3:8-12).
A veces, una relación rota puede ser un indicio de lo que esta llevando al límite el resto de tus relaciones. Quizás te han hecho daño y ese daño no se ha resuelto. Esto puede resultar frustrante y generar amargura, y es posible que estés cargando esa frustración de maneras que no reconoces del todo. Un hijo adulto puede sentirse distante de un padre que siempre tuvo expectativas injustas. Un hermano se aleja del resto de la familia porque piensa que ellos se consideran superiores a él. Un amigo se siente abandonado por otro tras haber compartido muchos años de sus vidas. El dolor en estas relaciones puede estar vinculado a una ira generalizada hacia el mundo.
Mi punto aquí es que estas relaciones rotas pueden revelar esperanzas y deseos a los que quizás nos hemos aferrado con tanta fuerza que, sin ellos, nos airamos y nos ponemos a la defensiva. Aquí también aprendemos a identificarlos ante el Señor, quien se compadece infinitamente de nuestras heridas. Solo hay que leer los innumerables salmos sobre el dolor relacional (ver Sal 22; 31; 35). Confiar esos deseos al Señor te permitirá perdonar en tu corazón como corresponde y, sin duda alguna, debilitará tu ira.
En conclusión
Necesito concluir reiterando que el discernimiento del corazón propio es un regalo del Señor, uno que no se otorga de una sola vez, sino a través de una serie de percepciones. Si persigues esta sabiduría, la encontrarás. Esa es la promesa de Dios. Creer esto hará que tu cruzada contra la ira pecaminosa sea exitosa.