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Nota del editor: Este es el noveno capítulo en la serie Dando una respuesta, publicada por Tabletalk Magazine.
El hecho de que cuando vemos la bondad de Dios para con los demás, en vez de regocijarnos con ellos y alabar a Dios, nos volvamos envidiosos, antagonistas de su felicidad y descontentos con nuestra propia situación, es una condición triste de nuestros corazones caídos. En vez de celebrar y bendecir a Dios por las cosas buenas que les ha dado —un matrimonio feliz, hijos, habilidades y talentos naturales, éxito financiero o ministerial— nos sentimos intimidados, excluidos o abandonados.
Aunque esta respuesta pecaminosa es común a todas las personas, es una lucha para los cristianos porque sabemos que nuestros corazones no deben responder de esta manera. Sabemos que Dios ya ha sido indescriptiblemente misericordioso con nosotros al darnos toda bendición espiritual en Cristo (Ef 1:3), y que por lo tanto, deberíamos estar perfectamente contentos en cualquiera que sea nuestra situación porque ya tenemos todas las cosas en Cristo (1 Co 3:21).
El verdadero contentamiento viene cuando recordamos nuestra completa indignidad para que se nos dé algo bueno.
Pero el conocer la Palabra de Dios y el obedecerla genuinamente son dos cosas diferentes, y a menudo en nuestra santificación percibimos la brecha que existe entre ambas. No obstante, el Espíritu Santo no nos abandona a nuestra propia suerte, sino que nos equipa y empodera para obrar según lo que Él ha ordenado.
Un pasaje que puede ser especialmente útil en la lucha por el contentamiento se encuentra en las enseñanzas de Pablo a la iglesia de Corinto. El apóstol Pablo aborda en 1 Corintios el problema del culto a la personalidad que la iglesia está presentando, donde algunos dicen: “Yo soy de Pablo”, y otros: “Yo soy de Apolos”, causando contiendas y divisiones entre ellos mismos. Al analizar tal comportamiento, Pablo discierne que el hecho de que se agrupen en torno a predicadores bien conocidos proviene de un deseo mundano de exaltarse a sí mismos a través de dicha asociación. En otras palabras, al favorecer a un líder religioso en particular, la gente está tratando de jactarse (4:6). En lugar de estar contentos con lo que son o lo que tienen, están tratando de colocarse por encima de los demás en la iglesia.
Algunos entre ellos favorecen a Pablo, probablemente porque él era un apóstol y el primero en traer el Evangelio y establecer una iglesia en Corinto. Muchos habrían aprendido los fundamentos de la fe con Pablo mientras él les enseñaba la Palabra de Dios durante dieciocho meses (Hch 18:11). Algunos incluso podían jactarse de haber sido bautizados por él (1 Co 1:14–16).
Otros en la iglesia favorecen a Apolos. A diferencia de Pablo, quien hablaba “no con palabras elocuentes” sino “con debilidad, y con temor y mucho temblor” (1:17; 2:3), Apolos era un “hombre elocuente” que, durante su estadía en Corintio, “refutaba vigorosamente en público a los judíos” (Hch 18:24–28). Quizás aquellos que se jactaban de él estaban entre sus discípulos y habían venido a compartir sobre sus dones y su reputación.
Además de estos, hay otros grupos en la iglesia que, por alguna razón u otra, se jactan en Cefas o en Cristo frente a los demás (1 Co 1:12). Cada grupo tiene su propio campeón, y ciertamente son líderes dignos de ser seguidos, pero Pablo discierne en medio de todas estas facciones, no el resultado noble de la lealtad o convicción espiritual, sino la pura y simple mundanalidad. Él lo describe como un comportamiento de “carnales” (1 Co 3:4 RV60), y como parte de su corrección, le recuerda a la iglesia la razón por la que deben estar unidos en lugar de divididos. Él les escribe, diciendo:
Pues considerad, hermanos, vuestro llamamiento; no hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios ha escogido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo, para avergonzar a lo que es fuerte; y lo vil y despreciado del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para anular lo que es; para que nadie se jacte delante de Dios. (1 Co 1:26–29)
Ante el tribalismo de los corintios, Pablo restablece la base de su unidad al recordarles lo que tienen en común: todos ellos son esencialmente un grupo de don nadies a quienes, precisamente por su falta de distinción, Dios se ha complacido en llamarles pueblo Suyo. Por más que intenten superarse unos a otros, todos son tan insignificantes que cualquier competencia entre ellos es irrelevante. Es más, ser el más sabio, el más poderoso o el más distinguido no es lo que a Dios le importa. De hecho, como expresa 1 Corintios 1:29-31, ser una gran persona “conforme a la carne” (v. 26) y poner la confianza en eso (jactarse en sí mismo), es la antítesis del motivo por el cual Dios los escogió. Él los eligió y los unió a Cristo Jesús a fin de que Cristo fuese su “sabiduría de Dios, y justificación, y santificación, y redención”.
Los intentos que los corintios hacen para exaltarse a sí mismos se oponen a los propósitos de Dios para con ellos en Cristo, propósitos que implican “que nadie se jacte delante de Dios”, sino que reconozcan y se apropien de todo lo que Cristo ya ha hecho por ellos, y que por consiguiente, «se gloríe[n] (jacten) en el Señor».
Este pasaje nos recuerda lo que produce y lo que no produce contentamiento verdadero. El buscar ser exaltados por medio de nuestros propios logros o asociaciones es un engaño que divide a la Iglesia de Cristo y que roba la gloria que le pertenece solo a Él. Este es el problema de envidiar las bendiciones de los demás y estar descontentos: revela que estamos buscando significado en los elogios, las posesiones o el poder de este mundo, todos los cuales al final de cuentas, fracasan.
El verdadero contentamiento viene cuando nuestra jactancia está en el Señor. Lo experimentamos cuando recordamos nuestra completa indignidad para que se nos dé algo bueno, recibimos el “don inefable” de Dios para nosotros en Cristo (2 Co 9:15) y reconocemos con sincera gratitud y sobreabundante alabanza que cada dádiva, ya sea para nosotros o para otros, es sabia y amorosamente dada por Dios según Sus buenos propósitos para con todo Su pueblo.