Los cristianos de todo el mundo confiesan con gozo sobre la «Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica» (Credo niceno-constantinopolitano, 381 d. C.). Es decir, la única iglesia (una) que Dios ha separado (santa) en todos los tiempos y lugares (católica) está formada por aquellos a quienes Él ha congregado fuera del mundo y en el reino redentor del único y verdadero Salvador, el Señor Jesucristo. Pero estas descripciones solo son válidas si la iglesia es también «apostólica», es decir, edificada mediante el ministerio y el mensaje de los apóstoles de Jesús, con el Cristo exaltado como piedra angular (Ef 2:20). Son los apóstoles quienes han transmitido el cuerpo de doctrina, revelado por el Espíritu Santo, cuyo centro es la consumación de la redención por parte de Dios mediante la obra de Cristo encarnado; esto es lo que define a la iglesia actual. Por lo tanto, que la iglesia sea «apostólica» significa que se adhiere a las enseñanzas de los apóstoles sobre Dios y el evangelio. Pero ¿qué es exactamente un apóstol?
El Nuevo Testamento y especialmente Pablo utiliza la palabra griega apostolos (apóstol) al menos en dos sentidos. En sentido amplio, significa alguien que es enviado a una misión específica como emisario o representante del remitente. Por ejemplo, cuando los dos compañeros de Tito viajaron para recoger la contribución íntegra de la iglesia corintia para los santos de Jerusalén, llegaron como «mensajeros [apostoloi] de las iglesias» de Macedonia (2 Co 8:23). Del mismo modo, la iglesia de los filipenses envió a Epafrodito como «mensajero [apostolos] y servidor para mis necesidades [de Pablo]» (Fil 2:25). Este uso amplio del término apostolos puede reflejar un antiguo concepto jurídico judío según el cual el mensajero se asemeja al remitente en la medida en que su actividad refleja la voluntad y autoridad de este. Como observó Jesús: «Un siervo no es mayor que su señor, ni un enviado [apostolos] es mayor que el que lo envió» (Jn 13:16).
En su sentido más central y conocido, la palabra apostolos designa a aquel que fue comisionado particularmente por Cristo para dar testimonio autoritativo de Su persona y obra. Originalmente, Jesús eligió a doce para esta función (Lc 6:13). Luego de la traición de Judas, Matías «fue contado con los once apóstoles» (Hch 1:26). Después de que Cristo confrontó a Saulo de Tarso desde el cielo en el camino a Damasco, Saulo, más tarde Pablo, se convirtió en «el más insignificante de los apóstoles» (1 Co 15:9).
Otros, sobre los que el Nuevo Testamento no reseña una designación específica por parte de Cristo como en los ejemplos anteriores, estaban estrechamente asociados con los apóstoles y se consideraba que servían dentro de su esfera. Esta categoría incluye a Santiago, el hermano del Señor (1 Co 15:7; Gá 1:19), Lucas el médico (Col 4:14), Silas y Timoteo (1 Co 4:17; 2 Co 1:19), Bernabé (1 Co 9:5-6), Apolos (1 Co 4:6), y quizá Andrónico y Junias o Junia (Ro 16:7), entre otros. La flexibilidad con la que el Nuevo Testamento emplea el término apostolos hace difícil determinar con precisión quiénes de este grupo eran emisarios de las iglesias, colaboradores cercanos de Pablo o «apóstoles de Cristo» oficiales (2 Co 11:13). Sea cual fuere el número exacto, los apóstoles, en el sentido del oficio apostólico específico, fueron aquellos que vieron a Cristo resucitado (1 Co 9:1) y fueron designados por Él para proclamar y documentar el testimonio divinamente aprobado sobre los hechos y el significado de Su obra consumada.
El ministerio de los apóstoles como «enviados» de Cristo se desprende de la realidad más profunda de que Cristo mismo es el «Enviado» del Padre desde el cielo para ser nuestro Redentor encarnado (Mr 9:37). En ese sentido, escribe el autor de Hebreos, Jesús es «el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe» (He 3:1). Siendo el resplandor divino de la gloria de Su Padre como Hijo eterno (1:3), Él es Aquel que como hombre ha revelado de forma final la identidad y la voluntad de Su Padre (Jn 6:38; 14:9).
Como aquellos que fueron llamados y enviados personalmente por Jesús, los apóstoles derivaron el poder sobrenatural para su ministerio del propio Cristo como Mesías de Dios. Los apóstoles ejercieron la autoridad de Jesús sobre las fuerzas demoníacas y las enfermedades físicas mientras predicaban la buena nueva del reino de Dios en la tierra (Mt 10:1, 5; Lc 9:1-2). Sus señales y prodigios reflejaban los propios milagros de Cristo (por ejemplo, compara la resurrección de una niña por Jesús en Marcos 5:41 y la resurrección de una mujer por Pedro en Hechos 9:40) y así validaban su proclamación de la obra redentora de Cristo. En consecuencia, al igual que los ciudadanos honran al presidente o al rey de otro país acogiendo a su embajador, los israelitas que recibieron a los apóstoles y respondieron con fe a su predicación sobre Cristo honraron al Padre que los había enviado (Mt 10:40).
La relación de Cristo con Sus apóstoles alcanzó puntos aún más altos tras Su ascensión cuando, en comunión glorificada con Su Padre, derramó el Espíritu Santo sobre la iglesia en Pentecostés (Hch 2:33). Refinados por tres años de ministerio en la presencia física de Jesús, pero ahora dotados de Su presencia espiritual desde el cielo, los apóstoles y sus compañeros fueron disparados desde Jerusalén como flechas desde el arco de Cristo para que la salvación que Él había ganado y que ellos proclamaban llegara hasta los confines de la tierra (1:8). Estos mensajeros divinos no alardeaban de prosperidad material ni diseminaban novedades religiosas. Más bien, despreciados por el mundo, exhibieron la muerte de Jesús en su forma de vivir y predicar, para que incontables generaciones de creyentes pudieran vivir por medio de Él (2 Co 4:8-12). Dios reveló al mundo a través de los apóstoles lo que Pablo denomina «el misterio de Cristo» (Ef 3:4): el plan divino para salvar a judíos y gentiles antes de desplegar visiblemente la gloria del cielo por toda la tierra bajo el reinado cósmico del Rey Jesús (ver Ef 1:9-10; Fil 2:10-11).
Puesto que los apóstoles fueron comisionados como testigos oculares del ministerio de Cristo (ver, p. ej., Jn 1:14; 15:27; Hch 1:21-22) y puesto que fueron inspirados por el Espíritu Santo, su interpretación de Su persona y obra en la Escritura es infalible y totalmente suficiente. Sus escritos revelan las santas «doctrinas» (2 Ts 2:15) a las que todos los cristianos deben atenerse. Su doctrina constituye «la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos» (Jud 3; ver 1 Co 11:23; 15:3-4). La obra redentora de Cristo en la tierra está terminada (ver Jn 19:30), y ese carácter definitivo se correlaciona con una última palabra apostólica de Dios sobre el significado de esa obra en el Nuevo Testamento. La conclusión ineludible de esta conexión es que mientras las palabras escritas de los apóstoles permanecen para siempre (1 P 1:25), el oficio de apóstol ha cesado.
Pablo confirma claramente el carácter único del oficio apostólico al declarar que la iglesia está siendo edificada sobre «el fundamento de los apóstoles y profetas» (Ef 2:20). Al igual que los cimientos de una casa se ponen una sola vez, no hay más testimonios apostólicos ni nuevas revelaciones proféticas. Más bien, el mensaje apostólico, a la par con la revelación del Antiguo Testamento (ver, p. ej., 2 P 3:2, 16), proporciona ahora el cimiento inquebrantable sobre el que Dios está uniendo a los cristianos como «piedras vivas» (1 P 2:5) para construir una casa espiritual en la que los sacrificios de alabanza asciendan al cielo y glorifiquen Su nombre. Por tanto, los cristianos deben desconfiar hoy de cualquiera que proclame ser «apóstol», no sea que la suficiencia de los cimientos de la iglesia se vea amenazada y Dios sea despojado de Su gloria.
Aunque hoy en día no haya apóstoles, los cristianos continúan siendo llamados a ser «apostólicos» al menos de tres maneras. En primer lugar, los creyentes deben valorar la autoridad vinculante del testimonio de los apóstoles que se recoge en el Nuevo Testamento, junto con toda la revelación del Antiguo Testamento (ver Lc 24:44-45). Mientras tomamos nuestras Biblias, debemos maravillarnos de poseer una revelación de Cristo «que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a Sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3:5). La doctrina de los apóstoles sobre Dios y Su evangelio es lo que une a la iglesia en todas las épocas y no carece de nada de lo necesario para vivir en comunión eterna con Dios. Podemos estar agradecidos de que «en estos últimos días» (He 1:2) Dios haya hablado por Su Hijo por el poder del Espíritu a través de los apóstoles.
En segundo lugar, los cristianos no deben sorprenderse cuando se enfrenten a la misma oposición del mundo que experimentaron los apóstoles en su día. Recordemos cómo los de Corinto y otros lugares se burlaban del apóstol Pablo tachándolo de débil (2 Co 10:10), insensato (11:16) e incluso mentiroso (12:16). Para los sabios y poderosos del mundo, Pablo y los suyos eran como «la basura del mundo, el desecho de todo» (1 Co 4:13). Nuestra cultura cada vez más secular a menudo se burla de los seguidores de Cristo. Nuestra respuesta debe emular la de Pablo, que no se vanagloriaba de sus propios logros religiosos o mundanos, sino que se alegraba de que sus sufrimientos por la fe demostraran que pertenecía al reino celestial, a la escuela del Espíritu y a la procesión triunfal de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte (1 Co 2:12-13; 2 Co 2:14).
En tercer y último lugar, los cristianos «apostólicos» que aprecian las Escrituras en este mundo caído deben mostrar una audacia semejante a la de Cristo al vivir para la gloria de Dios. Aunque no se nos ha encomendado la misma misión fundacional de los apóstoles, todos los cristianos están llamados a llevar a cabo la gran comisión de acuerdo con su posición en el reino de Dios. Afortunadamente, el mismo Cristo que prometió estar con los apóstoles «hasta el fin del mundo» (Mt 28:20) por medio del Espíritu está con nosotros hoy, y nada puede frustrar Su propósito salvador. El Dios vivo que puso el único fundamento de la iglesia por medio de Cristo y Sus apóstoles la completará en el día de Cristo, y nadie prevalecerá contra ella (16:18).