Justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo
18 marzo, 2022Juzgar con juicio justo
21 marzo, 2022Separación de la Iglesia y el Estado
Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XI
En el siglo XI la Europa occidental fue sacudida en sus cimientos por la Querella de las Investiduras. Vio reyes humillados por papas, papas despedidos por reyes, guerras entre ejércitos, disensiones dentro de la Iglesia y, a la postre, una nueva Europa.
Una disputa teológica latía en el centro del conflicto. Para comprenderla, tenemos que regresar aun más atrás en el tiempo, al desarrollo del feudalismo. La desintegración del Imperio romano en Occidente, a partir del siglo V, dio a luz un nuevo panorama social donde la propiedad de tierras era lo más importante, más que el dinero o que el oficio político. Figuras importantes hicieron concesiones de tierras a figuras poco importantes, quienes a cambio juraron lealtad personal a sus superiores. La palabra en latín para «concesión» es feudum, de ahí la palabra «feudalismo». En el tope de esta cadena de «tierra y lealtad» estaba el rey y sus nobles principales. En la base, los campesinos. En el medio había capas de figuras menos importantes: nobles menores, caballeros locales.
Esta estructura social de «tierra y lealtad» tuvo un impacto transformador en la Iglesia. Un terrateniente construía la iglesia local o monasterio en su propia tierra a sus propias expensas. Era solo por concesión del señor feudal local que el terreno de la iglesia y la propiedad inmobiliaria (por ejemplo, la casa pastoral) pertenecían al clero. Tal vez de la manera más natural, el señor feudal consideraba como su derecho el escoger quién administraría la propiedad eclesiástica local como sacerdote, obispo o abad.
Por lo tanto, el feudalismo eliminó la vieja tradición de que el clero sea elegido por los miembros de la Iglesia y los obispos elegidos por el clero y el pueblo en conjunto. Cuando el señor feudal supremo, el rey (quien era, evidentemente, un laico) señalaba o «investía» al hombre de su elección como obispo o abad, a esto se le llamaba «investidura laica». Se realizaba por medio de una ceremonia en la cual el rey otorgaba al obispo o abad su anillo y su cayado, los símbolos del oficio espiritual. Entonces el obispo o el abad juraban lealtad al rey como su señor.
Sin embargo, no todos estaban contentos con una Iglesia feudalizada. A mediados del siglo XI, el papado comenzó a recobrar su integridad y poder luego de un largo y sombrío período de corrupción e impotencia. Una serie de papas reformadores, respaldados por un fuerte partido en la Iglesia, hicieron nuevamente de la corte papal un cuerpo a ser honrado y temido. El genio dominante de esta reforma fue un toscano de cuna humilde llamado Hildebrando. Luego de administrar de forma brillante varias posiciones de confianza bajo los papas reformadores, él mismo fue elegido papa por aclamación popular en el 1073. Tomó el nombre de Gregorio VII. El movimiento de reforma que él gestó es conocido como la Reforma Hildebrandina o Reforma Gregoriana.
Hildebrando veía la vida en términos militares, como un conflicto embravecido entre la luz y las tinieblas. Los agentes principales de las tinieblas eran los gobernantes seculares: los condes, duques, príncipes y reyes que no eran otra cosa que matones glorificados que oprimían al pobre y llenaban la tierra con injusticia. Para lograr la justicia, los agentes de luz —la Iglesia, encabezada por el papado— debían tomar control de estos malvados gobernantes y forzarlos a servir en la causa de Dios.
El punto de vista negativo de Hildebrando sobre la monarquía representaba una ruptura radical con la tradición medieval previa, la cual veía al rey cristiano como la esperanza más brillante para la creación de una sociedad basada en valores cristianos. En el pensamiento de Hildebrando, el papado mismo, y no el rey cristiano, era el agente de Dios para erigir Su Reino sobre la tierra.
Como papa, Hildebrando estaba determinado a destruir el poder que el feudalismo le había dado a los gobernantes seculares sobre la Iglesia. El punto en el cual Hildebrando decidió hacer su ofensiva fue en la investidura laica. Particularmente, objetó la ceremonia en la que un rey otorgaba su anillo y cayado a un obispo o abad. Esto implicaba que los obispos y abades debían su autoridad espiritual al rey, que era lo que en verdad creían los reyes occidentales.
En el 1075, Hildebrando decretó que Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1065-1105), debía cesar de la investidura laica. Se decidió por el emperador precisamente porque él era el más importante de los monarcas occidentales, alegando representar la autoridad de un Imperio romano renacido. Su territorio era básicamente Alemania. Hildebrando sabía que si él derrotaba a Enrique IV, luego podría derrotar a cualquiera.
Cuando Hildebrando emitió este reto, al principio los obispos alemanes apoyaron al emperador. Siguieron la tradición que veía al rey como el centro apropiado de una sociedad cristiana. Envalentonado, Enrique convocó un concilio en Worms en enero del 1076. Aquí la mayoría de los obispos se unieron a él rechazando a Hildebrando. Enrique envió una carta genial a Hildebrando desde el concilio:
Yo, Enrique IV, rey por la gracia de Dios, con todos mis obispos, te digo: ¡Baja, baja del trono papal y sé maldito por todas las edades!
La reacción de Hildebrando cayó como un rayo. Excomulgó a Enrique y liberó a todos sus súbditos del juramento de lealtad feudal que le habían hecho. Los obispos alemanes estaban atónitos; ahora, temerosos de perder sus propias posiciones, rehusaron seguir cooperando con Enrique. De un solo tiro, perdió dos tercios de su ejército, el cual provenía de la Iglesia. Los crueles nobles alemanes de Enrique IV también aprovecharon esta oportunidad para rebelarse. Invitaron a Hildebrando a venir a otro concilio, donde lucía que los nobles rebeldes elegirían a un nuevo emperador, con Hildebrando presidiendo la elección.
Enrique estaba desesperado. Con unos cuantos seguidores leales, inició travesía hacia el norte de Italia para encontrarse con Hildebrando en el castillo de Canossa. Hildebrando se había refugiado allí, protegido por su rica amiga la condesa de Toscana, porque temía que Enrique tomara acción militar contra él. Por tres días en enero del 1077, Enrique estuvo parado fuera de la puerta del castillo, descalzo en la nieve, gritándole a Hildebrando que se había arrepentido. Dentro del castillo, Hugo el Grande, el abad de Cluny, intercedía ante Hildebrando a favor de Enrique IV. Como figura importante en la Iglesia, Hugo el Grande se oponía tanto a la investidura laica como Hildebrando, pero a la vez era una persona más moderada que quería ver una cooperación amigable entre la Iglesia y el Estado.
Por tres días el papa titubeó, pero finalmente dejó que Enrique IV entrara al castillo. Sollozando, el emperador prometió desistir de la investidura laica. Hildebrando lo recibió de nuevo en la Iglesia. Desde un punto de vista, este fue el ejemplo máximo de la Iglesia triunfando sobre el Estado: el santo emperador romano, gobernante supremo del mundo occidental, yacía postrado a los pies del papa.
El perdón de Hildebrando restauró el poder de Enrique IV en Alemania, devolviéndole su ejército de la Iglesia. Pero estalló la guerra civil. Los enemigos de Enrique IV de entre la nobleza eligieron como emperador a Rodolfo de Suabia. Tanto Enrique como Rodolfo acudieron a Hildebrando por apoyo. Por tres años, Hildebrando vaciló entre ellos mientras la guerra recrudecía. Finalmente, en marzo del 1080, provocado por una demanda arbitraria de parte de Enrique IV de que Hildebrando debía excomulgar a Rodolfo de Suabia, el papa se puso del lado de Rodolfo y excomulgó a Enrique nuevamente.
Sin embargo, esta vez, los obispos alemanes permanecieron leales a Enrique IV. Ellos no reconocieron el reclamo de Rodolfo de Suabia al trono y vieron a Enrique como la única esperanza para la estabilidad en Alemania. Enrique convocó un concilio en junio que depuso a Hildebrando. En octubre, Enrique IV ganó la guerra cuando Rodolfo de Suabia murió en batalla. El emperador victorioso luego invadió Italia y en el 1084 capturó a la misma Roma. Aquí él instaló en el trono papal al arzobispo de Ravena como el papa Clemente III; Clemente III luego coronó a Enrique IV como emperador. Hildebrando fue al exilio, a Salerno en el sur de Italia, donde murió en el 1085. Sus últimas palabras fueron famosas: «He amado la justicia y aborrecido la iniquidad; por lo tanto, muero en exilio».
Por algún tiempo, hubo dos papas rivales: uno en Roma, escogido por Enrique IV, y el otro en el exilio escogido por reformadores leales a los ideales de Hildebrando, el papa Urbano II (1088-99). Finalmente, Urbano II sobrepasó a su rival eclesiástico.
La Querella de las Investiduras continuó incesante. Tras Urbano II, su sucesor Pascual II (1099-1118) estaba tan comprometido con la independencia de la Iglesia del Estado que en 1110 ofreció una propuesta sorprendente al nuevo emperador, Enrique V. Si Enrique V cedía a toda pretensión de investir obispos con autoridad espiritual, Pascual II entregaría al emperador todas las posesiones de la Iglesia en Alemania y los obispos vivirían en pobreza total.
Esta propuesta no fue del gusto de la mayoría de los obispos alemanes y Pascual tuvo que retirarla. Sin embargo, la distinción que hizo Pascual entre los aspectos espirituales y seculares de la investidura proveyó la clave para la solución de la controversia en 1122. Ese año en Worms, el papa Calixto II y Enrique V acordaron dos puntos:
(i) El emperador investiría al obispo o abad con su autoridad sobre las tierras que iban con su oficio.
(ii) El superior espiritual del obispo (su arzobispo) lo investiría con su autoridad espiritual sobre la Iglesia. El emperador ya no conferiría el anillo y el cayado.
Tal compromiso habría decepcionado a Hildebrando, pero le aseguraba a la Iglesia mucha mayor independencia que la que había disfrutado bajo el feudalismo. También propinó un golpe aplastante a la idea de que los obispos le debían su oficio espiritual al rey.
La Querella de las investiduras nos enseña a distinguir cuidadosamente los límites apropiados de la Iglesia y el Estado. Hacer esa distinción puede ir cargada de problemas. Aplaudimos al papado medieval por insistir en la independencia de la Iglesia. Pero para asegurar esa independencia, el papado a menudo se balanceó hacia un extremo teocrático opuesto, deseando controlar al Estado. Se necesita gran sabiduría para discernir cómo dar correctamente «al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mr 12:17). Que Dios nos dé esa sabiduría hoy.