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Las islas de Hawái se promocionan frecuentemente como uno de esos clásicos sueños de paraíso. Cuando las calles del continente se llenan de nieve y las temperaturas caen bajo cero, los pensamientos de muchos se ven atraídos por las cálidas olas tropicales de Hawái que bañan a las playas saturadas de sol. Las nubes pasan a la deriva con los perfumados vientos alisios. Las preocupaciones se desvanecen. La mente se llena de paz mientras se camina por una costa de arena. Ah, ¡encontramos el paraíso! Al menos, eso es lo que creemos haber descubierto en esos sueños invernales. Aquí está la eterna búsqueda del hombre: intenta encontrar un santuario tranquilo que le traiga paz. Sin embargo, incluso en Hawái, tal meta en el mundo material es imposible de alcanzar.
Cuando caímos en el jardín del Edén, el paraíso se perdió y nunca podríamos recuperarlo con ninguno de nuestros esfuerzos. No es que no lo intentamos. Nuestra imaginación crea sueños de ese lugar perfecto y feliz. Nuestras filosofías y ciencias trabajan para construir una ciudad dorada. Buscamos la perfección en el arte y la música. Todos los esfuerzos del hombre están dirigidos a encontrar ese paraíso elusivo. Nuestras vidas son como la torre de Babel, con la esperanza de alcanzar a Dios en el cielo. Sin embargo, en cada generación el edificio se desmorona, porque no hay ninguna solución hecha por el hombre que pueda reconstruir el paraíso. Incluso el cristiano cae a veces en ese pecado peligroso de construirse un hogar en este mundo. Estamos especialmente tentados por la prosperidad de esta nación. Ella nos atrae con sus promesas de comodidad y alegría. Sin embargo, Dios nos ha advertido que nunca debemos contentarnos aquí, ni pensar que este lugar sin restaurar es nuestro hogar.
¿Cómo Él nos enseña la dirección al verdadero paraíso? Comienza mostrándonos la desesperanza y el vacío del lugar en el que vivimos. Aquí, en este mundo caído, no hay alegría ni paz duraderas. Hemos probado sus placeres finitos, pero nos han dejado miserables, solos e insatisfechos. El pecado lo ha corrompido todo. La ciudad del hombre está colapsando y será destruida; por eso nos vemos obligados a huir de la ira que se avecina y a buscar la restauración del hogar eterno de Dios.
El Señor nos dirige entonces a Jesucristo, el fundamento del paraíso. Aquí está el nuevo Adán, cuya vida santa y muerte sacrificial han proporcionado el perdón y la justificación a todos los que confían en Él y en Su obra. Él es la puerta de la ciudad eterna. Él es la fuente de amor, alegría y paz para todos los que lo invocan. Él es el camino, la verdad y la vida. Él es la esencia del paraíso.
Cuando un hombre se convierte en hijo de Dios por la fe en Cristo, ya no encuentra en este mundo un lugar adecuado para descansar. Dios lo ha redimido del reino del pecado y lo ha colocado en el dominio de la gracia. Todo lo que antes amaba se vuelve vacío. Ve la vanidad de perseguir objetivos y placeres terrenales. Se encuentra en oposición a sus antiguos amigos: el mundo, la carne y el diablo. Cada paso que da en esta vida parece estar cargado de pruebas. Dios ha hecho esto para que nunca estemos cómodos en este lugar. Nos vemos obligados a seguir adelante hacia la ciudad eterna, porque este mundo no restaurado ya no es nuestro hogar.
¿Cómo viaja un cristiano hacia el paraíso final? Cada día se despierta en este mundo como un peregrino guerrero, luchando contra las tentaciones que lo arraigan aquí, mientras avanza hacia su recompensa eterna. En este viaje, se acerca a su Salvador mediante la oración y la Escritura. Se viste con la armadura de Dios para afrontar sus conflictos. Encuentra compañeros de peregrinación que van en la misma dirección y ama la compañía de ellos en el camino. Mantiene su mirada en lo eterno y no se queda atrapado en lo finito. Toma los miembros de su cuerpo y los utiliza para la justicia. Aunque ve que la vida se descompone a su alrededor, incluido su propio cuerpo mortal, tiene la esperanza de la resurrección y la vida en los nuevos cielos y la nueva tierra. Aquí encuentra que todo cambia. Los amigos desaparecen, las circunstancias hacen que la vida sea imprevisible. Sin embargo, ve en sí mismo la semilla de una nueva vida que brota en la esperanza. En ese paraíso acumula tesoros que nunca se oxidarán ni se deteriorarán. En esencia, vive aquí en este mundo finito como si ya estuviera viviendo en ese paraíso santo. Su bendito Salvador le da un anticipo de lo que está por venir, una paz que sobrepasa todo entendimiento, una alegría que no se desvanece y un amor que es eterno.
Un día dejaremos este mundo. El cristiano, como Abraham, espera pacientemente que se cumplan las promesas. Sabe que está por llegar. Sabe que verá y oirá cosas que nunca ha imaginado. Sabe que será transformado completamente en santidad. Sabe que verá a Jesús, y que en ese día el pecado y la mortalidad serán absorbidos por la perfección y la victoria del Hijo de Dios. Por lo tanto, sigue adelante hacia su descanso final. ¿Qué paraíso buscas? ¿Es un sueño que se desvanece o es la esperanza eterna depositada en Dios, cuyas promesas son seguras? Sigue adelante, cristiano. La noche ha pasado y el día ya ha amanecido en la ciudad eterna a la que nos dirigimos.