1 Corintios 2:4
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Para poder entender la historia de la Navidad, necesitamos retroceder en el tiempo. No solo un par de miles de años hasta el nacimiento de Jesús, sino retroceder por completo hasta llegar a nuestros primeros padres, Adán y Eva. Dios los puso en el frondoso y perfecto jardín del Edén. Ellos tenían todo lo que necesitaban. Era perfecto. Pero luego, ellos pecaron. Como consecuencia, Dios los expulsó del jardín. Y desde ese entonces, Adán y Eva vivieron bajo maldición. Pero mientras Dios resonaba desde el cielo declarando la maldición, también les dio una promesa.
Dios les dio la promesa de una Simiente, una Simiente que nacería de una mujer. Esa Simiente transformaría todo el mal en bien. Él restauraría completamente todo lo que estuviera roto. Esta Simiente traería paz y armonía donde las luchas y los conflictos bramaran como un mar tempestuoso.
Dios dijo que el hijo de David sería Rey para siempre y que Su Reino no tendría fin.
En el Antiguo Testamento, el tercer capítulo del primer libro, Génesis, habla de conflicto y enemistad. Adán y Eva, quienes habían conocido solo la experiencia de la tranquilidad, ahora vivirían continuamente en conflictos amargos. Incluso la tierra los desafiaría. Los pinchazos de las espinas serían un recordatorio constante. Como dicen los poetas: “La naturaleza, roja en uñas y dientes”. Hasta la Simiente prometida entraría en este conflicto, luchando contra la Serpiente, el gran saboteador. Pero Génesis 3 promete que la Simiente triunfaría contra la Serpiente, asegurando así la victoria final y marcando el comienzo de una ola de paz tras otra.
Sin embargo, la Simiente tardaría mucho en llegar.
Adán y Eva tuvieron a Caín y a Abel, y ninguno resultó ser la Simiente. Cuando Caín mató a Abel, Dios trajo a Set a través de Adán y Eva, una pequeña muestra de gracia en un mundo lleno de problemas. Pero Set no era la Simiente. Más hijos nacieron. Generaciones llegaron y generaciones pasaron.
Luego apareció Abraham en el escenario mundial. Dios llamó a este hombre desde tiempos antiguos para crear a través de él y de su esposa Sara una nación nueva y grande que sería un faro de luz en medio de un mundo perdido y sin esperanza. Dios nuevamente prometió una Simiente a esta pareja, un hijo. Ellos pensaron que era Isaac, pero Isaac murió.
La misma historia se repitió de generación en generación, aumentando la expectación sobre la llegada de Aquel que vendría a traer paz y rectitud. Una viuda llamada Noemí y su nuera viuda, Rut, también fueron parte de esta historia. Ellas se encontraban en circunstancias desesperantes. En el mundo antiguo no existían ayudas sociales que se encargaran de personas tan marginadas.
Sin esposos y sin hijos, sin derechos y sin recursos, las viudas vivían sin saber de dónde vendría su próxima comida. Cada día era una lucha por no perder la esperanza. Luego llegó Booz y se dio la clásica historia de un chico que conoce a una chica. Booz conoció a Rut y se casó con ella. Poco tiempo después, casi al final de la historia bíblica de Rut, vemos que ella dio a luz un hijo, una simiente. Este hijo sería un restaurador de vidas, un redentor. Pero él era solo una sombra de la Simiente que vendría. Él también murió.
El hijo de Rut y Booz fue llamado Obed. Obed tuvo un hijo llamado Isaí. Isaí tuvo muchos hijos, y uno de ellos fue un pastor de ovejas. Un día, este pastor tomó un puñado de piedras y derribó a un gigante. Se enfrentó a leones, y también fue un gran músico. Para sorpresa de todos, incluso para su padre, este hijo de Isaí, el bisnieto de Rut y Booz, fue ungido como rey de Israel.
Mientras David ocupaba el trono, Dios hizo otra promesa a él directamente. Esta era otra promesa de un hijo. Dios dijo que el hijo de David sería Rey para siempre y que Su Reino no tendría fin. Esa fue la promesa de Dios.