Has ungido mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando
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19 diciembre, 2018Y en la casa del Señor moraré por largos días
Nota del editor: Este es el décimo primero y último capítulo en la serie «El Salmo 23», publicada por Tabletalk Magazine.
Los salmos de David están llenos de un anhelo de permanecer en la presencia de Dios, en Su casa. En el Salmo 26:8 David declara: «Oh SEÑOR, yo amo la habitación de Tu casa, y el lugar donde habita Tu gloria». En el siguiente salmo, David declara que este anhelo es la motivación primaria de su corazón al decir: «Una cosa he pedido al SEÑOR, y ésa buscaré: que habite yo en la casa del SEÑOR todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del SEÑOR, y para meditar en Su templo» (27:4). Otro salmo, escrito por los hijos de Coré, expresa el mismo deseo no menos apasionado: «¡Cuán preciosas son Tus moradas, oh SEÑOR de los ejércitos! Anhela mi alma, y aun desea con ansias los atrios del SEÑOR; mi corazón y mi carne cantan con gozo al Dios vivo» y pronuncia: «¡Cuán bienaventurados son los que moran en Tu casa!» (84:1-2, 4). Tal anhelo de una vida con Dios, en la casa de Dios, concluye lo que es quizás el salmo más conocido y amado: «Y en la casa del SEÑOR moraré por largos días» (23:6).
A través de la obra expiatoria de Jesucristo y la unión con Él por el Espíritu Santo, los pecadores pueden llegar a ser hijos y familia de Dios.
Lejos de ser un sentimentalismo vacío, el deseo de David fue alimentado por una teología robusta, por su comprensión del carácter de Dios así como también de Sus propósitos y promesas para Su pueblo. De hecho, tal esperanza de morar con Dios fue revelada por Dios mismo. Después de que Dios liberó a Israel a través de las aguas del mar, Moisés dirigió al pueblo en un canto divinamente inspirado, que enseñaba que el Señor, en Su misericordia, conduciría al pueblo que había redimido, guiándolo a Su propia «santa morada», es decir, al «santuario, oh Señor, que Tus manos han establecido» (Éx. 15:13, 17). Israel había sido redimido para morar con Dios. Maravillosamente, David entendió que su deseo de morar con Dios era insignificante en comparación con el propio celo del Señor que dijo: «Y que hagan un santuario para mí, para que yo habite entre ellos» (Éx. 25:8). Mientras los peregrinos israelitas viajaban a Jerusalén para las fiestas anuales, el templo de Salomón en el Monte Sión sirvió como símbolo del propósito supremo de Dios de habitar con Su pueblo. Es relevante para esta teología el hecho de que un altar imponente y ensangrentado estaba en el patio antes de la entrada a la casa de Dios.
En el Salmo 23, David presenta la esperanza de habitar con Dios de dos maneras. Primero, la casa de Dios es descrita como el fin del viaje para Su pueblo. Usando las imágenes de pastoreo del éxodo mismo, David presenta al Señor como su Pastor a lo largo de esta vida. Las representación cambia entonces a la de la hospitalidad: a medida que la guianza culmina con la llegada, el Pastor se convierte en anfitrión. Curiosamente, la transición de la metáfora de una oveja conducida por su pastor a la de un huésped honrado por su anfitrión ocurre a través del «valle de sombra de muerte» (v. 4). Entonces, para David la esperanza de habitar con Dios en Su casa era una realidad para el futuro, una escatología. La expectativa de David era segura ya que él mismo, como pastor, entendía que la llegada no era una carga para las ovejas, que a menudo son temerosas, necias y caprichosas. Más bien, la guía, el cuidado y la protección de las ovejas, junto con su destino, era una carga impuesta al pastor.
En segundo lugar, la casa de Dios se presenta como el principio de la gloria eterna. Sin duda, los deleites y las alegrías de la casa de Dios se prueban en esta vida, especialmente entre el pueblo de Dios en la adoración del Día de Reposo. Además, el Señor ciertamente había tendido una mesa en el desierto a lo largo de los viajes de Israel, pero estos casos, por bendecidos que fueran, son meros anticipos del banquete que Dios ha preparado para Su pueblo en la «casa» de una gloriosa nueva creación. Ungir la cabeza con aceite y servir en la copa hasta que se rebose, son descripciones simbólicas que muestran una hospitalidad generosa (v. 5). Aquí Dios es presentado como un antiguo anfitrión del Cercano Oriente que generosamente honra y sacia a sus invitados con una abundancia extravagante. En otra parte, David elabora, diciendo que los hijos de Dios «se sacian de la abundancia de Tu casa, y les das a beber del río de Tus delicias» (Sal. 36:8). La palabra que David usa aquí para «delicias» proviene de la misma raíz que la palabra Edén, el paraíso de Dios donde la humanidad una vez disfrutó las delicias de Su comunión. El fin de nuestro viaje también es un nuevo comienzo, el comienzo de una vida supremamente bendecida con Dios y Su pueblo en un paraíso más glorioso que el Edén.
Sin embargo, ni siquiera la frase «invitado de honor» capta del todo la esperanza y el corazón de David. Esta generosa hospitalidad se derrama más bien sobre hijos e hijas. A través de la obra expiatoria de Jesucristo y la unión con Él por el Espíritu Santo, los pecadores pueden llegar a ser hijos y familia de Dios, nacidos de Dios (Jn. 1:12-13, Ef. 2:19). Como el hijo pródigo que regresa y recibe un abrazo prolongado de su padre jadeante, así el fin de nuestro viaje y el comienzo de la eternidad son en realidad un regreso a casa, y de hecho, la casa de Dios no está completa hasta que todos Sus hijos regresen a su hogar. Guiados por el Buen Pastor, el Señor Jesucristo, que entregó Su vida por Sus ovejas, el pueblo de Dios entrará por Sus puertas con acción de gracias y a Sus atrios con alabanza (Jn. 10:1-18, ver Sal. 100).