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Transcripción
Una de mis anécdotas favoritas incluye la historia del astrónomo que tuvo una conversación con un teólogo, y el astrónomo le dijo al teólogo: «Hay algo que no puedo entender: por qué ustedes los teólogos se complican con tecnicismos, discutiendo y debatiendo sobre la predestinación y el infralapsarianismo y el supralapsarianismo y todas estas cosas técnicas que al laico no le importan en absoluto. Para mí, la religión es simple. Es la regla de oro. Es «Haz a los demás como quieres que hagan contigo».
El teólogo pensó por un segundo, y dijo: «Sabes, creo que entiendo exactamente lo que estás diciendo porque tengo la misma frustración con ustedes, los astrónomos. Siempre nos están deslumbrando con este lenguaje técnico sobre la explosión de novas y cuásares pulsantes y perturbaciones astronómicas, bueno, para mí, la astronomía es simple. Es «Estrellita ¿dónde estás? Quiero verte titilar».
Tenemos personas que quieren mantener la teología extremadamente simple y también quienes quieren hacer que la ciencia sea extremadamente simple, cuando en realidad estas dos esferas de investigación son extremadamente complejas. Y estamos viviendo en una época en la que ha surgido un enorme respeto por la comunidad científica. Cuando decimos que un problema no es difícil, que es realmente simple, no decimos: «Esto no requiere que un teólogo responda la pregunta». Decimos: «No hay que ser de la Nasa para saberlo», porque en esa expresión estamos diciendo algo sobre el sentido de asombro que tenemos por la ciencia contemporánea.
Todos somos conscientes de que en la época en que vivimos existe una feroz sensación de conflicto entre la religión y la ciencia, que no siempre fue el caso, pero ciertamente se ha convertido en el caso, y a menudo nos dividimos en bandos opuestos, y hay una especie de desconfianza y sospecha que acompaña al diálogo y la discusión entre ambos bandos, entre los dos grupos. Y ese no debería ser el caso. Yo, por mi parte, he estado interesado en el desarrollo del saber científico, y tengo que decir que estoy extremadamente asombrado por los logros que se han ido dando en el campo de las ciencias naturales.
Yo diría, por ejemplo, que no sé el número exacto, pero entre el 95 y el 99% de las personas que están vivas hoy en los Estados Unidos de América tienen un nivel de vida más alto que el que los reyes disfrutaban hace trescientos años. Incluso las personas pobres en este país tienen el beneficio de la medicina moderna para prolongar sus vidas en tiempos de enfermedad y dolencias. Tienen las ventajas de la bombilla eléctrica, de la plomería en las casas, televisores y todo lo demás.
Y si salimos de nuestra propia época y de nuestro propio siglo y miramos la experiencia de la gente en el pasado y vemos el logro del espíritu humano y toda la investigación científica, tenemos que quedarnos asombrarnos. Cuando leo la historia de la ciencia y miro el pensamiento de personas como Newton y Kepler, Copérnico y Einstein, me parece que estos hombres eran casi súper hombres, así de brillantes eran en las teorías que desarrollaron, y demás. En el pasado, había una especie de esfuerzo en común entre la teología y la ciencia, pero la Revolución de Copérnico y el conflicto que surgió entre la iglesia y la comunidad científica abrió una brecha entre las dos que existe incluso hasta el día de hoy.
Pero una de las cosas que quiero que veamos en esta serie son las formas en que las ciencias naturales y la teología convergen y tienen intereses comunes y objetivos comunes y pueden ser socios en una empresa común. Hay muchas cosas que la ciencia y la teología tienen en común, y para comenzar hoy, quiero ver un par de estas cosas que son muy importantes en términos de cosas en común. Y la primera es esta: que tanto la teología como la ciencia están interesadas en la salvación. Eso puede tomarte por sorpresa, considerar el interés de la ciencia en la salvación.
Permítanme ir aún más lejos y decir que la conclusión es que la búsqueda final de la ciencia es un asunto de salvación; pero cuando uso el término «salvación» como lo aplico a la ciencia, no lo estoy usando de la manera habitual en que se usa en el caso de la religión o teología. En teología, cuando hablamos de salvación, hablamos de la reconciliación de una persona con Dios, la redención del alma de un individuo que vivirá para siempre y cosas así, y esa no es la preocupación principal del científico natural.
El científico natural está interesado en otro tipo de salvación, un tipo de salvación que fue articulada hace siglos, en primer lugar por el filósofo Platón. Creo que todos estamos familiarizados, hasta cierto punto, con el trabajo de este filósofo ateniense que luchó en los Juegos Olímpicos y porque tenía hombros anchos se llamaba Platón. Su padre recibió una parcela de tierra de un hombre cuyo nombre era Academo, y había olivares allí en el campo, y Platón construyó su academia ahí en los bosques de Academia, de la cual derivamos ese concepto incluso hasta hoy.
Y a la entrada de su academia, tenía estas palabras colgadas en la puerta: «Que nadie más, sino geómetras entren aquí», no precisamente la inscripción que estaba sobre la puerta del infierno, según Dante: «Abandonad la esperanza, todos los que entráis aquí». Platón dijo: «Que nadie más, sino geómetras entren aquí», y sin embargo, cuando pensamos en Platón y su academia, pensamos en ella como una escuela para la disciplina de la filosofía, no el estudio de la geometría, no el estudio de la matemática superior.
Entonces, ¿por qué tiene esta inscripción sobre la puerta? Lo que Platón quiso decir con un «geómetra» no era alguien que simplemente estuviera interesado en una rama de las matemáticas superiores, sino que estaba interesado en el concepto «forma» o lo que llamaríamos «verdad formal». Como filósofo, estaba interesado en esos conceptos, esas ideas que de alguna manera darían sentido a todos los elementos dispares del mundo material que encontramos todos los días. Estaba buscando detrás de la materia, la verdad absoluta, los ideales por los cuales todo debe ser entendido, y para él, la geometría era una especie de filosofía.
Permítanme agregar a eso esta idea: que si estudian la historia de la filosofía y la historia de la teología, verán que a lo largo de los siglos en la historia de la civilización occidental, algunos de los filósofos más importantes y algunos de los avances filosóficos más importantes vinieron de estudiosos que no solo eran filósofos sino que también eran matemáticos o estaban involucrados en alguna otra rama de las ciencias naturales.
Piensas, por ejemplo, en Spinoza, en Descartes, ambos eran matemáticos, al igual que Blaise Pascal, y luego pensamos en Immanuel Kant, que a menudo fue considerado el titán más grande de todos en la historia de la filosofía, quien también escribió en el campo de la astronomía y de la física. Debido a que estos hombres vieron una unidad entre el mundo material y el mundo de las ideas, no vieron la filosofía y la ciencia como en competencia o separadas la una de la otra.
De nuevo, volvamos a la idea de la salvación. Para Platón, la preocupación general de Platón, la que describió como «la razón de ser» de toda investigación científica y de toda investigación filosófica: era la tarea del estudioso el «salvar los fenómenos». «Salvar los fenómenos», ¿qué es lo que quiso decir con eso? Usamos este término «fenómenos» de varias maneras. Puedo ver algo que me llama la atención como extremadamente inusual, extraordinario o genial, y puedo decir, por ejemplo, de la habilidad de baloncesto de Michael Jordan, «¡Es fenomenal!».
Y lo usamos como adjetivo para describir la grandeza, o lo que nos sorprende; pero el significado fundamental de esta palabra «fenómenos» es la forma plural de la palabra «fenómeno», que se refiere a aquellas cosas que le aparecen a los sentidos externos: cualquier cosa que percibimos, cualquier cosa que veamos, cualquier cosa que escuchemos, saboreemos, toquemos u olamos, cualquier cosa que encontremos en el mundo físico externo es parte de los fenómenos de la realidad.
Lo que le interesaba a Platón cuando hablaba de tratar de salvar los fenómenos era esto: dijo, que como científico, como filósofo, él estaba interesado en idear un sistema filosófico o un sistema teórico que pudiera explicar de manera coherente, de manera racional, todos los detalles de la vida tal como la experimentamos. Esta, dijo él, es la tarea del científico: salvar los fenómenos. Es decir, dar sentido al mundo que nos rodea.
Ahora, si sigues la historia de la cosmología y la historia de la ciencia, verás que en cada generación, hay cambios en las teorías que son dominantes para los tiempos, o lo que llamaríamos los paradigmas o modelos científicos del momento. A veces estos cambios son graduales y aparentemente minúsculos e insignificantes. Otras veces son catastróficos y revolucionarios. Pero lo que sucede cuando se produce el cambio de paradigma es que se construye una teoría que explica mejor los fenómenos.
Sabemos que la revolución científica quizás más grande, ciertamente la que trajo la mayor agitación, fue la que se llamó la Revolución de Copérnico que tuvo lugar en el siglo XVI, y esta fue una revolución en el campo de la cosmología y de la astronomía. Durante cientos y cientos y cientos, de hecho, casi dos mil años, todos los científicos trabajaron en el marco de la misma idea, idea que se llamó «geocentrismo»: la idea de que la tierra es el centro, no solo del sistema solar en el que vivimos, sino que la tierra es el centro de todo el universo.
Esto le dio una enorme dignidad al hombre porque nos gusta pensar que estamos en el centro del escenario de esta vasta extensión del universo. Y luego, llegó Copérnico, quien desafió esa idea y dijo: «No, el sol es el centro del sistema solar, y no la tierra». Y voilá, nos fuimos a las carreras en términos de debate y controversia feroz. Todos conocemos el episodio de Galileo el cual le puso un ojo morado a la iglesia que todavía es muy notorio hasta el día de hoy.
Recordamos la historia de los obispos que se negaron a mirar a través de la lente del telescopio de Galileo porque estaban convencidos de que su teoría tenía que estar equivocada, porque a su juicio la Biblia enseñaba inequívocamente que la tierra es el centro del universo y no el sol, o el sistema solar. También tenemos que recordar que Galileo sufrió mucho tanto por los astrónomos de su época como por los obispos porque estaba atacando a una vaca sagrada en la comunidad científica, así como en la comunidad religiosa.
¿Cómo sucedió todo esto? Bueno, se remonta al período de Aristóteles, Alejandro Magno y un hombre llamado Ptolomeo que desarrolló el sistema antiguo de astronomía que llamamos «geocentrismo», y consideraba la tierra como el centro de todo, y que el cielo es como un dosel de cristal sobre la tierra, y hay estrellas, o luminarias, que están fijas a esta cúpula de vidrio invisible. Tienen algo de movimiento, pero es regular y predecible porque están en estas esferas circulares que están interconectadas.
El gran problema, por supuesto, que tenía Ptolomeo era con las errantes, las estrellas viajeras que se llamaron planetas porque la palabra «planeta» significaba «viajero». Y con el fin de explicar las andanzas de las estrellas, tuvo que construir un complejo sistema extremadamente intrincado de esferas cristalinas que se superponían entre sí, a fin de salvar los fenómenos, para poder predecir con gran precisión los movimientos de los cuerpos celestes, que no se trataba simplemente de mera curiosidad académica, sino que era literalmente un asunto de vida o muerte, porque la manera en que las estrellas eran leídas, determinaba las estaciones para la siembra y la cosecha de cultivos, sin mencionar los sistemas de navegación que seguían a las estrellas.
Y así se le ocurrió este sistema matemáticamente complejo por el cual se podían predecir los eclipses, se podían predecir las fases de la luna, y demás. Y funcionó. Y funcionó durante cientos y cientos y cientos de años. Su sistema salvó los fenómenos. Luego vino Copérnico, y él desafía esto y dice: «No, el sol es el centro del sistema solar». Una de las ironías de la historia está en el primer sistema que desarrolló Copérnico: no funcionó tan bien como el sistema de Ptolomeo. Era menos complicado, era más simple matemáticamente, pero no tan preciso en términos de predicción. Tuvo algunos ajustes muy importantes más tarde por Kepler, quien resolvió el problema del movimiento retrógrado con Marte y con el problema de las trayectorias orbitales de los planetas mostrando que eran elípticas en lugar de perfectamente circulares, y cosas así.
Pero el punto es que este sistema perduró no simplemente por prejuicios durante tantos siglos, sino que perduró porque funcionó. Salvó los fenómenos de una manera práctica. Ahora, lo que sucede es que, a medida que aprendemos más sobre el mundo que nos rodea, tenemos pequeños detalles, elementos particulares que llegamos a conocer, y no encajan en nuestro sistema, no se ajustan al paradigma. ¿Y cómo los llamamos? Las llamamos anomalías. Las anomalías son fragmentos de datos de fenómenos que no se ajustan al sistema de pensamiento actual, y si se vuelven lo suficientemente irritantes y molestos, comienzan a provocar preguntas sobre toda la estructura. Y así es como las estructuras tienden a cambiar.
Si obtienes suficientes anomalías, entonces la gente comienza a desafiar las suposiciones de sistemas anteriores y paradigmas anteriores hasta que aparece algún pensador creativo y se le ocurre una nueva teoría. Esas teorías de hoy tienden a cambiar con una rapidez casi caleidoscópica, en parte debido a la explosión de conocimiento que estamos atravesando hoy. Cuando miro hacia atrás a los libros de física de la escuela secundaria que tuve que leer como estudiante de último año en la escuela y miro algunas de las teorías establecidas que se registran allí, nos divierte porque ya nadie sostiene estas teorías. Pero de cualquier modo, compartimos una búsqueda común aquí: una búsqueda de salvación, una búsqueda de dar sentido al mundo en el cual vivimos.
La segunda cosa que quiero mencionar de pasada, que tenemos en común, es que ambos estamos estudiando la esfera de la naturaleza, y la teología histórica enseña que Dios se revela no solo en la Biblia, sino que también hay lo que llamamos una revelación general, una revelación que Dios hace de sí mismo a través de la naturaleza. A menudo pregunto a mis alumnos de seminario esto: Digo: «¿Creen ustedes que la Biblia es infalible?». Y la mayoría de ellos dicen: «Sí». Yo digo: «Bueno, ¿creen que la revelación general es infalible?» y se rascan la cabeza y me miran con una especie de mirada de desconcierto.
Les digo: «¿Por qué vacilan? La única razón por la que ustedes creen que la Biblia es infalible es que creen que su autor es Dios. No creen que los seres humanos sean infalibles». Digo: «¿Quién es el autor de la revelación general?». Es el mismo autor, y así procederé en esta breve serie siguiendo la convicción de hombres como San Agustín y Santo Tomás de Aquino, que operaron con esta suposición: que toda verdad es verdad de Dios, y que toda verdad converge en la cima.
Agustín una vez hizo el comentario de que cada cristiano debe tratar de aprender todo lo que le sea posible sobre tantas cosas como le sea posible, porque si es verdad, apunta a Dios. Y el cristiano no debe tener miedo de la verdad en ninguna rama de la investigación, ya sea un estudio de las Escrituras o un estudio de la naturaleza. Ambas son esferas de revelación de Dios, por lo que el quehacer científico puede ser y ha sido una y otra vez un enorme beneficio, una enorme bendición, para la iglesia.
Ha habido momentos en que los descubrimientos de la ciencia han corregido la teología de la iglesia y han avergonzado a la iglesia. Hay momentos en que la teología es un correctivo sobre la ciencia. Ni el científico ni el teólogo son infalibles. Ambos debemos ser humildes ante los fenómenos.