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Transcripción
En esta sesión, vamos a continuar nuestro estudio de las implicancias que obtenemos de la narrativa del encuentro de Moisés con Dios en la zarza ardiente, en el desierto madianita. Hemos visto que este no fue solo un momento decisivo en la vida de Moisés, sino también un momento decisivo para toda la historia humana. Y, en esta sesión, quiero detenerme con más cuidado en una pequeña porción del texto que empieza en el versículo 3 del capítulo 3.
Después de que Moisés vio la zarza ardiente, la zarza que ardía y no se consumía, leemos: «Entonces dijo Moisés: Me acercaré ahora para ver esta maravilla: por qué la zarza no se quema. Cuando el Señor vio que él se acercaba para mirar, Dios lo llamó de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí. Entonces Él dijo: No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar donde estás parado es tierra santa. Y añadió: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tenía temor de mirar a Dios».
Permítanme empezar refiriéndome a la obra del filósofo existencial francés, Jean-Paul Sartre, cuya obra más famosa quizás fue la obra que escribió titulada: «A puerta cerrada». Y en esa obra, el último acto terminó con un grupo de personas sentadas en una habitación sin puertas y se miraban unos a otros, reduciéndose mutuamente a objetos. Y, bajo esa mirada que la gente estaba experimentando, Sartre dijo en conclusión a la obra: «El infierno son los demás».
Por supuesto, en todo lo que escribió, su conjunto de obras filosóficas y dramáticas, él, como ateo, continuó diciendo que no solo no hay salida para las personas del infierno, sino que es porque no hay acceso a Dios. No hay acceso a lo sagrado. No hay acceso a la realidad trascendente. Los seres humanos, a quienes describió como pasiones inútiles y sobre quienes su descripción final de la condición humana la encontró en la palabra «náusea». Dijo que se debe a que estamos encadenados, estamos atrapados, en el aquí y ahora, en lo secular y que no hay escapatoria de la trampa. No hay puerta. No hay ventana por la cual podamos alcanzar algo de importancia eterna.
En el siglo 20, los dos sociólogos más grandes de la religión en el mundo fueron Heinrich Kramer y Mircea Eliade. Y Eliade respondió a esta descripción de la situación humana diciendo: «Sí, es cierto, los seres humanos están en un estado profano, que, de hecho, en nuestra condición caída, elegimos, no porque no haya acceso a lo santo, no en una forma en la que se pueda encontrar lo que es sagrado; sino más bien, porque elegimos una existencia que es profana». Creo que, si eres consciente de tu cultura, puedes ver que lo profano marca nuestra cultura en todos los medios y es una profanación que continúa escalando año tras año.
Nuestro discurso de profanación es tan solo una expresión de nuestra sensación de vivir en el reino de lo profano. Pero Eliade continuó diciendo que por mucho que busquemos vivir de forma profana, por mucho que elijamos lo profano sobre lo sagrado, la vida humana simplemente no puede vivir en total profanación. Porque, para Eliade y su estudio de todas las culturas del mundo, en última instancia no hay acceso a Dios, no hay salida de lo profano, sino que no hay escape de lo sagrado, porque dondequiera que vayamos, lo sagrado se entromete sobre nosotros.
En Isaías 6, cuando él tuvo su visión, en la ocasión de su llamado como profeta, recordamos el canto que los ángeles en la presencia de Dios cantaban: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos». ¿Y qué más decía?, ¿qué más contenía esta canción? «Porque llena está toda la tierra de Su gloria». Entonces, ¿ves la antítesis, ves el choque entre el secularismo radical de personas como Jean-Paul Sartre y la enseñanza de la Escritura? La enseñanza de la Escritura no dice que lo que es santo y sagrado está en algún reino oculto, en alguna esfera esotérica, donde solo los pensadores más brillantes y de élite pueden entrar para encontrar un leve destello de lo santo.
Por el contrario, toda la tierra está llena de la gloria de Dios. Entonces, ¿por qué tenemos esta sensación de lo profano? Calvino respondió a esa pregunta de esta manera: «Toda la creación es un teatro glorioso que grita, por así decirlo, manifestando de forma clara, la santidad de Dios, pero estamos ciegos a ella. Pero esa ceguera, es una ceguera voluntaria. Somos como seres humanos que caminan en este glorioso teatro con ojos vendados, vendas que hemos puesto en nuestros propios ojos no sea que veamos lo santo y lo sagrado, porque no hay nada más aterrador para las criaturas pecaminosas que estar expuestos a lo santo».
Y eso es lo que vemos en esta historia. Moisés ve la zarza que está ardiendo y no se consume y se nos dice en la narración que él se acerca para verla. Y cuando se acerca, viendo en dirección a esa zarza, no se conforma con observarla desde la distancia. Empieza a caminar hacia la zarza. Empieza a acercarse a ella. Y cuando se acerca, de repente la voz sale de la zarza, llamándolo por su nombre, diciendo: «¡Moisés, Moisés! Detente ahí. No te acerques más. No- te- acerques. Antes bien, quítate los zapatos. Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar donde estás parado es tierra santa».
Hagamos un par de preguntas sobre eso. ¿Qué lo convirtió en «tierra santa»? ¿Había algo en la composición del suelo, en el desierto madianita, que lo hacía diferente a cualquier otro terreno de bienes raíces en este mundo? ¿Había algo particularmente consagrado o sagrado en la tierra bajo sus pies? Nada intrínsecamente que se pudiera encontrar en la tierra. Lo que hizo que esa tierra fuera santa fue la presencia de Dios. Cualquier cosa que Dios toca recibe una especie de inyección, una radiación de Su propia majestad trascendente. Lo que hace que esa tierra sea santa y diferente a cualquier otro pedazo de tierra ordinario, es que fue aquí donde hubo una intersección.
Fue aquí donde hubo una visita divina. Fue aquí donde la tierra natural fue tocada por la presencia sobrenatural. Lo que vemos aquí es un concepto de lo que llamamos un umbral. Un umbral que marca, un punto que marca un lugar de transición, una frontera, por así decir, entre lo natural y lo sobrenatural. Esa frontera se cruzó cuando Moisés se acercó y Dios dijo: «Hasta aquí, no avances más, Moisés». Todos los domingos por la mañana, publicamos un boletín aquí en St. Andrews. En el anverso del boletín, tenemos estas palabras: «Cruzamos el umbral de lo secular a lo sagrado, de lo común a lo poco común, de lo profano a lo santo».
Ahora, tengo que admitir que escribí eso y lo hice por una razón. Quería que la gente entendiera que cuando entran a la iglesia el domingo por la mañana, están entrando a un lugar que es diferente a una sala de cine, a una sala de reuniones, o a cualquier otro lugar que visiten en este mundo. Tan pronto abren la puerta y caminan hacia dentro, han hecho una transición. Han cruzado un umbral. Están entrando en espacio sagrado, porque este es terreno sagrado. La arquitectura misma de nuestra iglesia fue diseñada para comunicar esa idea a las personas, que cuando entran en este edificio, están cruzando un umbral. Que este no es un lugar que experimente el triunfo de lo secular.
Mucho se ha hablado sobre el secularismo y la secularización. Todo eso significa que el término «secular» originalmente en el mundo antiguo significaba «este mundo» en términos de este tiempo en particular. El secularismo enseña esto: que existe el aquí, existe el ahora y eso es todo lo que hay. No hay cielo. No hay reino de lo eterno. No hay reino de lo trascendente. El secularismo significa entender que solo vives la vida una vez y que este mundo es todo lo que hay, no hay más. Pero cuando entramos por esa puerta, cruzamos el umbral de lo secular y entramos en el reino de lo sagrado. Y lo que es sagrado es lo que es diferente. Lo que es sagrado es lo que ha sido apartado y es apartado divinamente por Dios.
El espacio sagrado es donde Dios pisa y donde actúa y donde Dios se mueve. Y venimos aquí en el día de reposo porque Dios nos llama a estar aquí. Él dice: «Este es el lugar donde me reuniré con mi pueblo el domingo por la mañana». Es por eso que el Nuevo Testamento nos dice que nunca descuidemos la reunión de los santos, porque necesitamos como seres humanos, cada semana, visitar la tierra santa. Necesitamos alejarnos de lo secular y cruzar el umbral hacia lo sagrado. Es un momento donde pasamos de lo ordinario a lo extraordinario. Pasamos de lo común a lo poco común. Y de lo profano a lo santo. Así que lo que experimentamos en nuestras vidas es exactamente lo que Moisés experimentó allá en la montaña y en el desierto. Se acercó, cruzó el umbral y Dios le habló y lo detuvo. Él dijo: «Hasta ahí. No avances más. Moisés, quítate los zapatos. Esta es tierra santa».
Recuerda en el libro de Génesis la historia, la experiencia que Jacob tuvo en Betel. Leeré una recapitulación rápida de la historia, él se fue a dormir en su viaje y tuvo este sueño, una visión de una escalera que subía al cielo. Los ángeles de Dios estaban ascendiendo y descendiendo por ella. En este sueño, dijo: «Y he aquí, el Señor estaba sobre ella, y dijo: Yo soy el Señor, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac». Es la misma forma en la que Dios le habla a Moisés más adelante en Éxodo. Él le hace la promesa del pacto. Y luego leemos: «Despertó Jacob de su sueño y dijo: Ciertamente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía. Él estaba aquí, aquí mismo.
Mientras yo dormía con la cabeza en una roca, Dios estaba aquí y me lo perdí. Me lo perdí». Entonces, ¿qué dice? «Qué imponente es este lugar, porque esta es la puerta de entrada al cielo». Y tomó esa piedra que había usado como almohada y sacó aceite. Y vertió el aceite sobre la piedra. Qué cosa tan extraña. ¿Por qué haría algo así? Estaba consagrando su almohada. Él estaba consagrando ese pedazo de roca. Lo estaba haciendo sagrado, marcándolo. Él dijo: «Esto es tierra santa. Este es un espacio sagrado porque aquí, el Señor Dios se me apareció en mi sueño».
Leí la historia de una familia que se fue de vacaciones a Saint Louis. No me pregunten por qué alguien se iría de vacaciones a Saint Louis, pero lo hicieron. Y una de las cosas que querían hacer era visitar la catedral de Saint Louis. Y la historia dice que antes de entrar en esta iglesia de arquitectura gótica, la hija adolescente estaba siendo un poco boba y frívola en el estacionamiento, haciendo bromas sobre lo que hacían en ese viaje. Y luego entraron por la puerta principal y tan pronto como entraron en el santuario, la muchacha se quedó en completo silencio.
Y los padres la estaban observando y no dejaron de asombrarse por la transformación que se apoderó de su semblante mientras veía los techos abovedados y veía los arcos góticos, veía los azulejos de mosaico que representaban la historia de la redención. Y ella avanzó con mucha timidez. Vio algo al otro lado de la habitación de la catedral que quería ver más de cerca. Giró hacia sus padres y les preguntó: «¿Está bien que entre a este lugar?». Ella estaba abrumada por la sensación de la presencia de la santidad de Dios. Esa debería ser nuestra experiencia cada vez que entramos en una iglesia, porque aquí, cruzamos a través del umbral.
Hacemos la transición. Cruzamos el umbral como lo hizo Moisés. Y finalmente, en esta narración de Moisés leemos que Dios le dijo: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Y aquí está la frase en la que quiero que mediten: «Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tenía temor de mirar a Dios». Al principio, quería ver. Se acercó para estar cerca. Pero cuando se dio cuenta a dónde iba, cuando se dio cuenta de dónde estaba parado, cuando se dio cuenta de quién estaba allí, «No puedo mirar». Era demasiado para asimilar. Pero ese no es el final de la historia; es solo el principio, como veremos en nuestras futuras sesiones juntos.