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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IX
Cuando uno de los hombres de Anskar le propuso cara a cara que hiciera un milagro, el misionero medieval le respondió: «Si yo fuera digno de tal favor de parte de Dios, le pediría que me concediera este único milagro, que por Su gracia Él me haga un buen hombre».
Anskar (o San Ascario u Óscar) nació en el año 801 y murió en el 865. Unos cuarenta años de su vida fueron dedicados al servicio a Cristo y Su Iglesia, sin ningún tipo de lujo. Su porción fue la misión a favor de la barbárica Europa del Norte, donde fue designado como arzobispo de Hamburgo (el centro de operaciones misioneras de la Iglesia en esa área) y eventualmente fue considerado como «el apóstol del norte», no solo por su ministerio sacrificial llevado a cabo allí sino también por la inspiración que proveyó a aquellos que fueron movidos a seguir sus pasos.

Para el tiempo en que murió el emperador Carlomagno en el 814, Anskar había esparcido el cristianismo por la fuerza hasta el norte de Sajonia (norte de Alemania), pero las penínsulas danesa y escandinava permanecían intocables. Fue cuando la mirada del emperador se dirigió al norte bárbaro que Anskar entró en escena. Pero primero, consideremos algunas observaciones acerca de lo que vendrá en este artículo.
Lo que queremos proporcionar aquí son varios extractos largos provenientes del único libro que ha sobrevivido que describe la vida y la obra de Anskar. El manuscrito más antiguo que tenemos de esta escritura es del siglo X. Sin embargo, aparentemente el libro estuvo perdido temporalmente hace unos quinientos años. Cuando finalmente fue encontrado, Charles H. Robinson lo tradujo del latín original en 1921 (publicado por la organización misionera The Society for the Propagation of the Gospel in Foreign Parts).
La vida de Anskar fue escrita por su compañero y sucesor inmediato, Remberto. Él también hizo varios viajes misioneros a Dinamarca y a Suecia y continuó la obra de su mentor. Remberto lo describe como un hombre de carácter piadoso: con humildad transparente, con coraje inquebrantable, con una devoción completa y una creencia inamovible en la amorosa y dominante providencia. Es un testimonio no solo de los esfuerzos de un solo hombre sino de Dios, quien en Su gracia y sabiduría, utilizó estos esfuerzos pioneros como base para la difusión del evangelio en el norte de Europa.
En este primer extracto, daremos una ojeada a cómo Anskar fue visto por aquellos que mejor lo conocieron.
Habiendo disfrutado por mucho tiempo, a través del favor de Dios, de los servicios de su buen pastor, y habiendo sido instruidos por su predicación y ejemplo y apoyados por sus méritos e intercesiones, nosotros, quienes ahora hemos sido privados de su presencia, hemos considerado cuidadosamente cuánto deberíamos llorar por nosotros mismos y cuánto deberíamos dar gracias en su nombre… Por esta razón, creemos que en verdad deberíamos dar gracias por la recompensa que se le ha otorgado; mientras que, en vista de nuestra propia pérdida, debemos orar por que los que, como hombres, hemos sido privados de un pastor tan maravilloso, que podamos ser hallados dignos de recibir la ayuda divina del cielo. En medio de las circunstancias difíciles en la que estamos, percibimos claramente lo que hemos perdido y entendemos la razón por la que debemos lamentarnos por nosotros mismos. Mientras todavía estaba vivo, parecía que no nos faltaba nada, ya que en él nos gozábamos por poseerlo todo. Porque los reyes respetaban su santidad, los pastores de las iglesias lo honraban, los clérigos lo imitaban y todas las personas lo admiraban (cap. 1).
Como es en el caso de muchas hagiografías medievales (narrativas históricas adornadas), Anskar es descrito como uno que había recibido revelaciones directas. Remberto escribe:
Su santidad y piedad tendían a aumentar desde temprano en su juventud y en cada etapa de su vida tendía a incrementar en santidad. Porque en su infancia recibió del cielo revelaciones espirituales y por la gracia del Señor frecuentemente recibía visitas celestiales que lo amonestaban a alejar sus pensamientos de las cosas de la tierra y a mantener todo su corazón abierto a las influencias celestiales (cap. 2).
Anskar fue monje en el monasterio de Corbie y al final asumió una posición de liderazgo.
En tiempos antiguos fue construido en esta parte de Sajonia, el monasterio que inicialmente fue fundado por tu autoridad y dirección, y que, gracias a la ayuda de Dios, se completó en un momento posterior y se le llamó Nuevo Corbie… A este lugar, entonces, el siervo de Dios fue primero enviado en compañía de otros hermanos para que llevara a cabo el oficio de maestro. En esta labor fue hallado tan digno de elogio y agradable, que por elección de todos fue designado a predicar la palabra de Dios a la gente en la iglesia. Entonces sucedió, que en este mismo lugar, él se convirtió en el primer profesor de la escuela y maestro de la gente (cap. 6).
Remberto dedica una serie de páginas a los eventos que llevaron a Anskar a la misión en el norte.
Después de esto, sucedió que un rey llamado Harald, que gobernó a algunos daneses, fue asaltado por odio y maldad, y fue expulsado de su reino por otros reyes de la misma provincia. Él vino ante su serena majestad, el emperador Ludovico Pío y le solicitó que se le considerara digno de recibir su ayuda para poder recuperar su reino… Finalmente, por la ayuda de la gracia divina, Ludovico Pío logró la conversión de Harald y cuando fue rociado con el agua bendita del bautismo, él mismo lo recibió de la fuente sagrada y lo adoptó como su hijo. Más adelante, cuando deseó enviarlo de regreso a su propia tierra para que pudiera, con su ayuda, tratar de recuperar sus dominios, él empezó a realizar una diligente investigación para poder encontrar a un hombre santo y devoto que pudiera ir y permanecer allí para fortalecerlo a él y a su pueblo y al enseñar la doctrina de la salvación pudiera inducirlos a recibir la fe del Señor… Por orden del rey, Anskar fue convocado al palacio y el Abad le explicó todo lo que había sucedido y el motivo de su convocatoria. Anskar respondió que, como un monje obediente, estaba siempre listo para servir a Dios en todas las cosas que le fueran ordenadas. Luego fue llevado a la presencia del emperador, quien le preguntó si en nombre de Dios y por causa de la predicación del evangelio entre los pueblos daneses, él se convertiría en el compañero de Harald, ante lo cual respondió que estaba totalmente dispuesto (cap. 7).
En consecuencia, los siervos de Dios que estaban con él y que habían sido desplegados algunas veces entre los cristianos y otras veces entre los paganos, comenzaron a aplicarse a sí mismos la palabra de Dios y dirigieron a aquellos a quienes podían influir al camino de la verdad, de modo que muchos se convirtieron a la fe por su ejemplo y enseñanza, y el número de aquellos que debían ser salvos en el Señor aumentó diariamente (cap. 8).
La subsiguiente misión de Anskar a los suecos fue difícil. Remberto la describe con ataques piratas y pillajes. Eventualmente, Anskar fue nombrado arzobispo en estas regiones, y continuó afirmando las iglesias que había plantado a pesar de todo tipo de oposición.
La vida que vivió involucró trabajos duros que fueron acompañados de constante sufrimiento corporal. De hecho, su vida entera fue una vida de martirio. Sobrellevó muchas labores en el extranjero, aparte de aquellas dentro de su propia diócesis, que fueron causadas por las invasiones y los estragos de los bárbaros y por la oposición de hombres malos, además del sufrimiento personal que, por amor a Cristo, nunca cesó de traer sobre sí mismo (cap. 40).
De acuerdo a Remberto, Anskar murió de disentería a la edad de 64 años.
Cuando llegó la mañana y casi todos los sacerdotes que estaban presentes habían celebrado misa en su nombre y él había recibido la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor, él levantó su mano y oró para que Dios en Su bondad perdonara a cualquiera que le hubiera hecho algún mal. Luego comenzó a repetir una y otra vez los versículos «acuérdate de mí conforme a tu misericordia, por tu bondad, oh Señor» y «Dios, ten piedad de mí, pecador» y «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y cuando hubo dicho estas palabras muchas veces y ya no podía continuar debido a su falta de aliento, ordenó a uno de los hermanos a que continuara diciendo las mismas palabras en su nombre, y de esa manera, con sus ojos fijos en el cielo, exhaló su espíritu que ya había encomendado a la gracia del Señor (cap. 41).