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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Por qué somos reformados
Este es uno de esos momentos de los que nos gustaría haber sido testigos. Tuvo lugar en la plaza que estaba delante de la puerta de las Aguas. Al amanecer, Esdras trajo la ley. Abrió el rollo y comenzó a leer. Siguió hasta el mediodía y todo el tiempo la gran multitud, embelesada, prestó su atención. La ley fue leída, interpretada y estudiada. Nehemías 8, que recoge este acontecimiento, también nos dice que esta sesión de estudio bíblico terminó en adoración. El pueblo se humilló y sus rostros miraron al suelo. Se inclinaron ante Dios mientras Él se revelaba en Su santa Palabra.
Este acontecimiento del Antiguo Testamento es un momento que sienta un precedente. El pueblo de Dios se reúne, escucha la lectura de la Palabra de Dios, escucha la interpretación y la enseñanza de la Palabra de Dios, y adora. Así es como debe ser. Sin embargo, a medida que pasan las décadas y las generaciones van y vienen, tristemente la Palabra de Dios se aleja del centro de la vida de Su pueblo y de la prominencia en Su congregación. Los profetas del Antiguo Testamento hablaron de una hambruna de la Palabra de Dios. Si miramos las páginas de la Biblia y la historia de la Iglesia, encontramos esos tiempos de hambruna. Una de las más severas de estas épocas de hambruna sucedió en vísperas de la Reforma.
Martín Lutero originalmente lanzó su protesta contra la Iglesia por el tema de las indulgencias. Quería un debate. Aunque participó en varias disputas tras publicar las noventa y cinco tesis, finalmente consiguió un debate real y verdadero en Leipzig. Durante los meses del verano, Lutero se enfrentó a Johann Eck, el principal teólogo de Roma. En el transcurso del debate, Lutero declaró el pilar de la Reforma que es la sola Scriptura, el compromiso firme e inquebrantable con la autoridad absoluta de la Escritura. Los escritos de Lutero y los informes de estos debates convencieron al papa León X de que este monje alemán era un hereje. Se fijó la fecha y la hora para el enfrentamiento definitivo: El 17 y 18 de abril de 1521, en la Dieta (o reunión) Imperial, en Worms.
Worms es otro de esos momentos que todos desearíamos haber presenciado. Lutero, ataviado con su sencillo atuendo de monje, se presentó —y se enfrentó— ante príncipes y nobles, cardenales y sacerdotes, todos ellos ataviados con los adornos de sus cargos. En el trono estaba sentado Carlos V, el emperador del Imperio romano germánico, de veintiún años. Los libros de Lutero estaban abiertos sobre una mesa ante él. Se le ordenó «¡Revoco!», que se retractara de sus escritos, que se retractara de sus opiniones sobre la sola fide (la fe sola como instrumento de justificación) y sobre la sola Scriptura. Eso fue el 17 de abril. Lutero pidió un día para reflexionar y se lo concedieron. Pasó la noche en oración y volvió a comparecer al día siguiente. Entonces, pronunció su famoso discurso:
Estoy atado a las Escrituras que he citado y mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios. No puedo y no me retractaré de nada, ya que no es seguro ni correcto ir en contra de la conciencia. No puedo hacer otra cosa. Aquí estoy. Que Dios me ayude. Amén.
Ese momento condujo a otro en el que habría sido maravilloso estar. En realidad, no fue un momento, sino algunos meses, ya que Lutero se refugió en el castillo de Wartburg, con vistas a la ciudad de Eisenach. Allí tradujo el Nuevo Testamento griego al alemán, y allí, en su modesto estudio, escribió una serie de sermones llamados los postils de la Iglesia (Kirchenpostille). El Nuevo Testamento es, por supuesto, la Palabra de Dios; los postils de la Iglesia son una serie de sermones que exponen la Palabra de Dios. La Palabra debía ser proclamada, pero también había que interpretarla y enseñarla. Esdras sentó el precedente en Nehemías 8. Lutero no estaba haciendo nada nuevo. Por el contrario, estaba llevando a cabo una práctica muy antigua.
La sola Scriptura puede considerarse un pilar de la Reforma, pero más exactamente, es un pilar bíblico. Sin embargo, es provechoso considerar cómo pensaban los reformadores sobre la sola Scriptura. Lo vemos mejor en la forma en que Lutero respondió a sus críticos.
Una de las críticas incesantes que recibió Lutero fue la siguiente: «Has tirado a la basura mil quinientos años de historia de la Iglesia». Y otra crítica fue esta: «Has desechado a la Iglesia. Al afirmar que tu conciencia es cautiva de la Palabra de Dios, no necesitas ni la tradición ni la Iglesia. No necesitas preocuparte por la comunión de los santos ni a lo largo de los siglos ni siquiera ahora».
Lutero nunca se echó atrás en una pelea, así que se enfrentó a estas críticas. Sin embargo, antes de examinar sus críticas, es importante ver cómo algunas personas que profesan la sola Scriptura justifican estas objeciones. Algunos evangélicos contemporáneos consideran que la sola Scriptura significa que no necesitan maestros y que pueden desechar dos mil años de historia de la Iglesia. Pero la afirmación de la sola Scriptura por parte de Lutero y los demás reformadores no era un llamamiento al individualismo radical ni un rechazo de la autoridad eclesiástica. Un texto que resulta útil en este sentido es Sobre los concilios y la Iglesia, de Lutero.
En este texto de 1539, Lutero responde a dos décadas de críticas. Una de las cosas que señala es el valor de la historia de la Iglesia, el valor de la sana tradición y el valor de los concilios. Es un error pensar que Lutero tenía un concepto tan elevado de sus propios puntos de vista que ignoraba totalmente los de los demás. Aunque no elevaba la tradición a la posición de autoridad final, sí la consideraba necesaria, útil e instructiva. La tradición, para los reformadores, es una autoridad falible, a diferencia de la Escritura, que es una autoridad infalible.
Pablo le dice a Timoteo que forme a hombres fieles que sean capaces de enseñar a otros. Se trata de hombres a los que se les ha confiado «el buen depósito», hombres dignos de confianza. Debían ser formados por Timoteo, quien fue formado por Pablo. Ellos, a su vez, formarían a otros. La palabra que Pablo utiliza en 2 Timoteo 2:2, traducida como «encarga», significa entregar, como si se tratara de una herencia. La palabra en la Vulgata, la traducción latina de la Biblia, es tradidit, de donde viene la palabra tradición.
Existe una tradición sana. También existe una tradición malsana. Lutero señala un signo evidente de las tradiciones malsanas: exaltan lo externo, las formas, por encima de las realidades internas y, en última instancia, de Cristo mismo. Esto ocurrió entre los fariseos y los saduceos en el siglo I y ocurrió en el siglo XVI. Ocurre en nuestros días. Una tradición solo es saludable en la medida en que apoya la centralidad y la importancia de la Palabra de Dios. Los credos sí lo hacen. Las enseñanzas ortodoxas de los concilios de la Iglesia y de los reformadores también lo hacen. En pocas palabras, la tradición sana exalta a Cristo, el evangelio y la sana doctrina; la tradición malsana no lo hace.
Lutero tenía un lugar para la tradición y también creía firmemente en los maestros. El Nuevo Testamento aprueba el oficio de maestro. Sí, nuestras conciencias están cautivas de la Palabra de Dios. Y por eso, Dios nos ha dado maestros para que nos ayuden a entender Su Palabra, a amarla y a vivirla en nuestras vidas.
Como parte de la comunión de los santos, no estamos aislados de la tradición ni de la Iglesia. Keith Mathison, mi colega, lo expresó de forma sucinta: Es sola Scriptura (la Biblia es la única autoridad infalible y final) no solo Scriptura (la Biblia es la única autoridad). Afirmar la sola Scriptura es comprender bien la autoridad de la Biblia y entenderla como lo hicieron los reformadores.
La Escritura es nuestra única autoridad inerrante e infalible para la fe y la vida. Es la Palabra de Dios, inspirada por Dios. Por tanto, debemos obedecerla. Debemos esforzarnos por no desplazarla ni apartarla, sino por colocarla en el centro de todo lo que hacemos. Podemos recordar momentos en los que a la Palabra se le dio el lugar que le corresponde. Sucedió entre los exiliados a su regreso a Jerusalén, como se recoge en Nehemías 8. Ocurrió en el siglo XVI. No nos lamentemos por no haber sido testigos de estos momentos. En cambio, oremos por nuestros propios momentos en los que pongamos la Palabra de Dios en el centro, en los que difundamos la Palabra de Dios y en los que la veamos actuar.