Libertad cristiana
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Hay dos tipos de personas: los que se quedan para ver los créditos de las películas y los que salen temprano del cine para evitar el tránsito. No es de extrañar que, en una cultura donde muchas iglesias se esfuerzan por entretener, las personas en las iglesias vean la adoración como un espectáculo y salgan cuando les convenga (cuando haya pasado la «parte buena»). Pero esta salida temprana conducirá a una desnutrición espiritual, pues se están perdiendo la culminación de la adoración: la bendición.
Una bendición es pronunciada con el propósito de fortalecer la fe.
¿La bendición? ¿Te refieres a la «oración» final que hace el pastor con las manos levantadas? ¿No es eso como los créditos de una película? Quizás hemos malentendido su naturaleza y propósito, viéndolo como una despedida especial de parte de Dios en el mejor de los casos. Pero históricamente, la bendición ha sido un componente vital en la adoración de la iglesia. Desde los tiempos de la Iglesia primitiva hasta la Edad Media, y desde los reformadores hasta los puritanos, vemos esta tradición litúrgica donde el ministro levanta las manos para pronunciar una bendición sobre la congregación. Junto con la invocación, la bendición sirve como como el segmento final de la liturgia que indica que Dios tiene la primera y la última palabra. Esta práctica está codificada en el Directorio para la Adoración Pública de Dios de la Asamblea de Westminster, la cual prescribe que el ministro «despida a la congregación con una bendición solemne». ¿De dónde vino esta práctica y cuál es su propósito?
Dios instituyó la bendición aarónica después de la inauguración del sacerdocio levítico:
Habla a Aarón y a sus hijos, y diles: «Así bendeciréis a los hijos de Israel. Les diréis: “El Señor te bendiga y te guarde; el SEÑOR haga resplandecer Su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; el SEÑOR alce sobre ti Su rostro, y te dé paz”». Así invocarán Mi nombre sobre los hijos de Israel, y Yo los bendeciré (Nm 6:23-27).
Con este pronunciamiento, la congregación recién formada podía estar segura de que el Señor se había comprometido con ellos antes de que entraran a la tierra prometida para tomar posesión de ella. Desde la primera bendición, aprendemos que es (1) un mensaje de parte de Dios, (2) entregada a Su pueblo a través de ministros de la Palabra y (3) con el propósito de sostener y fortalecer la fe.
En primer lugar, una bendición es una «buena noticia» de parte de Dios. Es un mensaje objetivo que confirma nuestro encuentro con el Dios vivo a través de Sus medios de gracia. Por lo tanto, es diferente a una oración o a una doxología. La diferencia es que una oración o una doxología es de nosotros hacia Dios, mientras que una bendición es de Dios hacia nosotros. En otras palabras, la doxología y la oración se dirigen hacia arriba; la bendición se dirige hacia abajo. Ambos son importantes para la piedad cristiana, pero debemos saber distinguirlos en la adoración de la Iglesia. Hablando sobre la bendición aarónica, John Owen dice: «Las palabras prescritas para los sacerdotes no eran una oración, sino una bendición autoritativa y una señal instituida de la bendición de Dios sobre Su pueblo». Es por esto que, históricamente, la postura apropiada, si es que hay una, no es con los ojos cerrados y las manos cerradas, sino con los ojos abiertos y las manos abiertas, recibiendo por fe el pronunciamiento divino. En cuanto a la postura del que pronuncia la bendición, los ejemplos de Aarón (Lv 9:22) y de Cristo (Lc 24:50) indican que es más apropiado levantar ambas manos.
En segundo lugar, una bendición es pronunciada por hombres calificados a quienes se les ha encomendado la predicación y la enseñanza de la Palabra de Dios. En el Antiguo Testamento, el ministerio fue dado primariamente al linaje de Aarón (2 Cr 30:27; Heb 5:1-5). En el Nuevo Testamento, estos deberes han sido encomendados a ancianos calificados; por tanto, la autoridad para pronunciar la bendición sobre el pueblo de Dios (en el contexto apropiado y de la forma apropiada) se basa en el oficio ministerial. Con su autoridad declarativa y derivada, los ancianos ordenados pronuncian sobre el pueblo de Dios lo que ya es cierto acerca de ellos: Él es su Dios y ellos son Su pueblo. Pero si eso ya es cierto acerca de la congregación, ¿por qué necesitan recibirla?
La respuesta es que una bendición, en tercer lugar, es pronunciada con el propósito de fortalecer la fe. La misma es llevada a cabo con un propósito: confirmar la promesa de que Dios está con nosotros y nos bendice. Por lo tanto, ha de ser recibida con fe. El Señor nos habla a través de Sus palabras de bendición, pronunciadas sobre nosotros por Sus ministros. Es decir, es por este medio que la bendición de Dios es comunicada a Su pueblo. El Señor dijo: «Así invocarán Mi nombre sobre los hijos de Israel, y Yo los bendeciré». Debemos responder con fe a este pronunciamiento objetivo de la bendición divina. Juan Calvino señala que en la bendición aarónica, a los sacerdotes «se les ordena pronunciar la bendición de manera audible, no susurrar oraciones; así que deducimos que ellos predicaron sobre la gracia de Dios, y que el pueblo podía entenderla por fe». Calvino continúa diciendo que, a través de la bendición, «Dios entrega Su nombre a los sacerdotes para que sea presentado diariamente como una promesa de Su voluntad y de la salvación que procede de la misma». La bendición, entonces, debe creerse por fe y recibirse con gratitud y seguridad.
Al igual que los israelitas, estamos esperando una tierra que ha sido garantizada con una promesa (Jn 14:3; Ef 1:14). Como peregrinos débiles que somos, necesitamos este pronunciamiento regular que, como viento en popa, sopla el aliento necesario para impulsar nuestras velas. La bendición aarónica culminará hermosamente con la consumación de la promesa del nuevo pacto, cuando Dios more con Su pueblo (Ap 21:3) y Su nombre sea escrito sobre nosotros (14:1). A través de este pronunciamiento regular, se nos recuerda que este es nuestro destino: la bendita y gloriosa presencia de Dios por siempre. Allí Cristo pronunciará la bendición divina sobre Su novia y «[veremos] Su rostro, y Su nombre estará en [nuestras] frentes» (22:4).