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En la orilla oriental del lago Iznik, en Turquía, se encuentra la histórica ciudad de Nicea. Al igual que Camp David ofrece al presidente de los Estados Unidos un refugio lejos del bullicio de Washington, D. C. y de la Casa Blanca, Nicea cumplía una función similar para los antiguos emperadores. Constantino la utilizó como su palacio de verano y, en el año 325 d. C., convocó allí una gran asamblea de más de trescientos obispos y líderes eclesiásticos. Fueron convocados para discutir, debatir y finalmente resolver una controversia que hacía estragos en la Iglesia primitiva, una controversia respecto al corazón mismo del cristianismo, al corazón de la misión y la identidad de la iglesia, y al corazón mismo del evangelio.
La controversia giraba en torno a la persona de Jesucristo. La pregunta que el propio Jesús planteó en Su día —«Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?» (Mt 16:15)— resonó a lo largo de la Iglesia primitiva. Desde los días del Nuevo Testamento hasta finales del siglo III, el tema central fue la humanidad de Jesús. En el siglo IV, las preguntas se centraron en la deidad de Cristo. ¿Es Cristo plenamente Dios, con una divinidad absoluta? ¿O es algo menos?
En el siglo V y en años posteriores, surgieron nuevas preguntas, esta vez enfocadas en la unión de las dos naturalezas, divina y humana, en la única persona de Cristo. Para abordar este tema crucial, se convocó otro concilio, celebrado en Calcedonia en el año 451.
La sombra de Platón
Volvamos a la primera etapa de la controversia sobre Cristo, al debate sobre la humanidad de Jesús en los siglos II y III. Aunque había muerto siglos atrás, la influencia de Platón seguía teniendo peso sobre el pensamiento filosófico a lo largo de los primeros siglos de la iglesia. Su cosmovisión dominó gran parte del pensamiento antiguo y se infiltró en la Iglesia primitiva. Una de las doctrinas clave de Platón es que la materia, la sustancia material, es mala. Bajo esta influencia, alguien profundamente marcado por el pensamiento platónico podría fácilmente concluir que Dios no pudo haberse encarnado.
En la Iglesia primitiva, aquellos que sostenían tal punto de vista eran llamados docetistas. El término proviene de la palabra griega dokeō, que significa «parecer». La herejía del docetismo afirmaba que Jesús solo aparentaba ser humano; que no era verdaderamente humano en lo absoluto.
Una destacada línea de padres de la iglesia se unió para condenar esta herejía y librar a la iglesia de las enseñanzas e ideas docetistas. Entre ellos se destacó Tertuliano, quien floreció en el siglo II.
Considera todos los pasajes de la Escritura que tendrías que ignorar para negar la verdadera humanidad de Jesús. No habría existido un niño real nacido de María, ni un ser humano que experimentara cansancio o hambre. No habría un «siervo sufriente» ni una muerte agonizante en el Calvario.
Tal vez nadie comprendió mejor la necesidad de la humanidad de Jesús que el autor de Hebreos, quien declaró: «Tenía que ser hecho semejante a Sus hermanos en todo, a fin de que llegara a ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en las cosas que a Dios atañen» (He 2:17). ¡Cuán desesperados estaríamos si Jesús no fuera plenamente humano!
Tertuliano, Ignacio, Ireneo, Hipólito y otros padres de la Iglesia primitiva ayudaron a la iglesia a mantenerse bíblicamente fiel y contribuyeron al desarrollo de un cristianismo ortodoxo en estos cruciales primeros siglos.
Enfrentamiento en Nicea
Otro desafío surgió en las primeras décadas del siglo IV a raíz de las enseñanzas de un presbítero (anciano) de la ciudad de Alejandría llamado Arrio. Aquí debemos entrar en detalles técnicos. La cuestión gira en torno a tres palabras sobre la relación de Dios Padre con Dios Hijo. La enseñanza bíblica ortodoxa afirma la postura homoousios. Esta no es una palabra con la que te topes todos los días. Ousios es la palabra griega que significa «esencia» y su equivalente en latín es substantia, de donde viene el término español «sustancia». La primera parte de la palabra griega compuesta homoousios es homo, que significa «lo mismo» o «idéntico». Por lo tanto, homoousios significa que Jesús es de la misma sustancia que el Padre, que Jesús es igual al Padre. Esta palabra se utilizó para expresar la plena deidad de Cristo. Jesucristo es plenamente Dios.
La segunda palabra es homoiousios. Homoi significa «similar». Esta postura sostiene que Jesús es superior a los seres humanos, pero no igual al Padre. Él es de una sustancia similar —no de la misma sustancia— que el Padre. La tercera palabra es heteroousios, y es aún más problemática. Sostiene que Jesús es de una sustancia completamente diferente.
Aunque Arrio parecía sostener heteroousios, tendía a ser un poco más sutil y engañoso y hablaba como si sostuviera homoiousios. Y este fue el meollo del debate en Nicea: una letra, la «i». ¿Es la esencia o sustancia de Jesús homo, exactamente la misma que la del Padre? ¿O es homoi, solo semejante a la del Padre?
Los obispos de Nicea concluyeron que solo homoousios era el término que cumplía con el estándar de la enseñanza bíblica. El Credo Niceno declara que Jesús es «verdadero Dios de Dios verdadero; engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre».
Este credo no está descubriendo algo nuevo, sino que resume la vasta cantidad de material bíblico referente a la persona de Cristo. El autor de Hebreos comienza afirmando: «Él es el resplandor de Su gloria y la expresión exacta de Su naturaleza» (He 1:3). Pablo, por su parte, dice directamente que «toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente» en Jesús (Col 2:9).
El Credo Niceno es un ejemplo excelente de teología sistemática que busca organizar y resumir la enseñanza bíblica, sin añadir ni omitir nada, y luego los teólogos sistemáticos enseñan esta doctrina a la iglesia. Los obispos de las iglesias primitivas eran teólogos sistemáticos, y el credo que los obispos construyeron en Nicea fue su regalo a la iglesia.
En el centro de la vida de la iglesia está la adoración, y en el centro de nuestra adoración se encuentra Cristo. Todo cristiano debería preguntarse: ¿A quién adoro? ¿Quién es este Cristo en el centro de mi adoración? El Credo Niceno nos da una respuesta bíblicamente rica y verdadera.
Sin embargo, tras el Credo Niceno, surgió un grupo de obispos conocidos como arrianos. Estos obispos se ganaron el favor de los hijos de Constantino, que más tarde se convirtieron en emperadores. Parece ser un caso clásico de quid pro quo. Los obispos promovieron a los emperadores, y los emperadores protegieron a los obispos y utilizaron el poder de la corona para aplastar la oposición. Una de esas voces opositoras provino de uno de los verdaderos héroes de la Iglesia primitiva, Atanasio de Alejandría.
Athanasius contra mundum
Es posible que hayas escuchado la frase Athanasius contra mundum, que significa simplemente «Atanasio contra el mundo». Y así mismo fue. Atanasio, como obispo de Alejandría, pasó más tiempo en el exilio que en su puesto. Sin embargo, además de ser audaz, también se destacó por sacar lo mejor de una situación difícil, aprovechando su exilio para escribir en contra de los obispos arrianos. Atanasio trabajó toda su vida luchando contra una sola letra, defendiendo homoousios y oponiéndose a homoiousios. Pero es esa pequeña letra, esa pequeña «i» en el medio, la que hace toda la diferencia.
Gracias al ministerio de Atanasio y a un cambio en la escena política, se convocó un concilio en Constantinopla en el año 381. Allí los obispos afirmaron el Credo Niceno y los obispos arrianos fueron expulsados de la iglesia.
Después de Nicea
Nuevas controversias surgieron en el siglo V. Aparecieron opiniones heréticas sobre cómo la naturaleza divina y la naturaleza humana de Cristo estaban unidas en una sola persona. La iglesia trató este tema en Calcedonia en el 451, dando como resultado el Credo de Calcedonia. Este credo da a la iglesia la maravillosa enseñanza de la unión hipostática de Cristo, afirmando que Cristo tiene dos naturalezas en una sola persona, que es a la vez plenamente Dios y plenamente humano.
A pesar de estos credos convincentes y persuasivos, las visiones heréticas sobre Cristo han persistido a lo largo de los siglos. John Quincy Adams era teológicamente más ortodoxo que su padre, John Adams. Como deísta, el anciano John Adams veneraba a Jesús, pero no lo reconocía como Dios. En una ocasión, John Quincy Adams le escribió a su padre, comparando la visión de Cristo que él tenía con la verdadera visión de Cristo, diciendo que era como la diferencia entre una vela y el sol; no se podían ni comparar.
En 1923, J. Gresham Machen desafió las falsas enseñanzas de Cristo. En una ocasión, Machen comentó de manera contundente que cualquier visión de Cristo que sea menos que infinita es infinitamente menor que la verdadera.
Machen, John Quincy Adams, Atanasio y muchos otros nos han ayudado a ver, ante todo, lo que debemos creer acerca de Cristo y por qué eso marca la diferencia.
Seríamos ingenuos si creyéramos que la generación actual y la siguiente se aferrarán a una cristología ortodoxa de manera automática. Los Credos Niceno y de Calcedonia han sostenido a la iglesia a lo largo de los siglos, resumiendo la enseñanza bíblica. Los sermones y escritos de los primeros padres de la iglesia guiaron a los primeros cristianos en su teología y adoración. Nosotros también tenemos la obligación de responder la pregunta crucial que Cristo hizo a Sus discípulos: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?». Nosotros también tenemos la obligación de ayudar a otros a responder con fidelidad bíblica y exactitud evangélica. Cualquier otra cosa es infinitamente inferior.