El «sinsentido» de justificar al impío
3 mayo, 2022En Cristo
5 mayo, 2022La ley como freno
Creo que la mayoría de nosotros ha experimentado esto: vamos conduciendo por una carretera por encima del límite de velocidad indicado, y de repente notamos una patrulla de policía al lado de la carretera. De manera inmediata, desaceleramos hasta el límite de velocidad, solo para descubrir al pasar por el auto policial que en realidad está vacío. La mera presencia de la ley encarnada en esa patrulla desocupada frenó nuestra anarquía, al menos por un momento.
En el siglo XVI, los reformadores protestantes identificaron tres «usos» de la ley de Dios: el uso civil (una correa que frena nuestra corrupción), el uso pedagógico (un espejo que revela nuestra pecaminosidad y nos señala a Jesucristo como el único Salvador de los pecadores), y el uso normativo (una regla que nos guía en cómo agradar a Dios). La iglesia a veces piensa que la función restrictiva de la ley se limita a los no regenerados, que necesitan la amenaza del castigo o el miedo a la vergüenza para impedir que sean tan malvados como podrían ser si se les dejara en manos de sus corazones caídos. Sin embargo, es vital reconocer que la ley de Dios también inhibe el pecado que habita en aquellos que han nacido de nuevo, y que esta función de la ley es una de las formas en que Dios capacita a Su pueblo para ser la ciudad sobre un monte que Él quiere que seamos.
La Confesión de Fe de Westminster (19.6) habla de manera directa acerca de este propósito a menudo descuidado de los mandamientos de Dios para el creyente en Jesús. Después de reconocer que los cristianos genuinos «no están bajo la ley, como un pacto de obras, para ser justificados o condenados por ella», la confesión afirma que los usos normativos y pedagógicos de la ley están continuamente operativos en la vida del santo. Los teólogos de Westminster luego afirman que la ley también sirve como un dique para evitar que una inundación de impiedad brote del cristiano: «Es igualmente de utilidad a los regenerados para restringir sus corrupciones». ¿Cómo refrena la ley de Dios al creyente?
En primer lugar, la ley prohíbe directamente el pecado. Antes de la conversión, no nos importaba que la ley de Dios lo prohibiera. Ahora que estamos habitados por el Espíritu de Dios, el mero hecho de que nuestro Padre celestial nos diga que no hagamos algo nos protege de la iniquidad, porque no queremos desagradarle. Nos afecta de manera profunda que la desobediencia sea una transgresión de la voluntad de nuestro Padre (Stg 2:11), y con el salmista anhelamos obedecer la ley de Dios que nos retiene de la maldad: «De todo mal camino he refrenado mis pies, para guardar Tu palabra» (Sal 119:101).
En segundo lugar, las amenazas de la ley nos recuerdan lo que merecen nuestros pecados, aunque están cubiertos por la sangre y la justicia de Jesús. Darnos cuenta de nuevo del castigo que nos corresponde, pero que fue recibido por Jesús en nuestro lugar, nos motiva a huir del pecado, como vemos en la oración de Esdras: «Y después de todo lo que nos ha sobrevenido a causa de nuestras malas obras y nuestra gran culpa, puesto que tú, nuestro Dios, nos has pagado menos de lo que nuestras iniquidades merecen… ¿hemos de quebrantar de nuevo tus mandamientos…?» (Esd 9:13-14). De manera similar, aunque no somos condenados por nuestros pecados, todavía somos disciplinados por nuestro Padre celestial, y la amenaza de las consecuencias de Su mano paternal es un fuerte impedimento para la injusticia (Sal 89:30-33; 1 Co 11:32; Heb 12:5-11).
Finalmente, en las palabras de la Confesión de Westminster, «las promesas de la Ley les muestra la aprobación de la obediencia y qué bendiciones pueden esperar cuando la cumplen; pero no como debido a ellos por la Ley como pacto de obras» (19.6). El Espíritu Santo usa las grandes recompensas prometidas a aquellos que caminan en los mandamientos de Dios para animarnos hacia la santidad (Sal 19:11; 34:12-16; Ef 6:2; 1 Pe 3:8-12). Pablo hace explícita esta motivación en 2 Corintios 7:1: «Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios».
Debido a que la fe salvífica responde a la Palabra de Dios, «produciendo obediencia a sus mandamientos, temblor ante sus amenazas, aceptación de las promesas de Dios para esta vida y para la venidera» (CFW 14.2), la ley de Dios restringe de manera eficaz la corrupción remanente en el cristiano. O para utilizar el lenguaje de Calvino, la ley es «como un látigo para un asno ocioso y rebelde, que lo despierta para trabajar. Incluso para un hombre espiritual que aún no está libre del peso de la carne, la ley sigue siendo un aguijón constante que no lo deja quieto» (Institución, 2.7.12). Sin duda, el efecto restrictivo de la ley no es la única ni la más importante fuerza en la vida del creyente: el amor de Cristo que nos constriñe es la motivación más dulce de todas (2 Co 5:14). Sin embargo, como un cabestro, la ley de Dios en verdad nos mantiene alejados de caminos de maldad y en las sendas de justicia por amor a Su nombre.
La ley también nos restringe por el bien del mundo. ¿Cómo así? Primero, a medida que la ley refrena nuestra impiedad, nos convertimos en una sal más salada y una luz más resplandeciente (Mt 5:13-14). Nuestra presencia entre los perdidos frena de manera poderosa su depravación. Segundo, el reconocimiento de que nuestro pecado necesita ser —y está siendo— restringido por la ley es una realidad que nos hace humildes. Esta humildad cambia la forma en que nos relacionamos con los perdidos. En lugar de acercarnos a ellos con un espíritu de fariseo, nos acercamos con el corazón del recaudador de impuestos (Lc 18:9-14). Sabiendo que es solo por la gracia de Dios (incluso a través de Su ley) que nuestro pecado ha sido subyugado, nuestro testimonio es gentil y misericordioso.
La próxima vez que veas ese auto de policía vacío, recuerda el poder restrictivo de la ley de Dios en tu vida, y haz brillar la humilde gracia de Cristo Jesús hacia todos los que te encuentres.