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El cristianismo afirma el orden material. En la creación, Dios hizo el mundo físico (Gn 1) y al hombre con un cuerpo tangible (Gn 2:7). En la redención, Dios lleva a cabo la encarnación de Cristo (Heb 2:14) y Su resurrección física (Lc 24:39). Por lo tanto, no debería sorprendernos que incluso en la consumación volvamos a habitar en cuerpos físicos (Jn 5:28-29) y en un entorno material (2 Pe 3:13). Dios nos creó como hombres, no como ángeles. Como vasos de misericordia redimidos, heredaremos un reino físico glorioso y perfecto cuando Dios renueve al mundo en los cielos nuevos y la tierra nueva.
En Apocalipsis 21-22 encontramos la explicación más plena de la gloria de la nueva creación consumada. Sin embargo, no podemos saltar a los últimos capítulos de la Biblia y esperar entenderlos correctamente. El libro de Apocalipsis es la culminación de la profecía, no su piedra fundamental. Si no nos preparamos adecuadamente para interpretarlo, Apocalipsis puede convertirse en una piedra de tropiezo.

El anticipo de la nueva creación
En primer lugar, debemos reconocer el principio bíblico del gradualismo: por lo general, Dios lleva a cabo gradualmente Su voluntad a lo largo del tiempo, y no de una manera brusca e inmediata. Vemos esto en la conquista progresiva de la tierra prometida por parte de Israel (Ex 23:29-30; Dt 7:22), en la forma en que Dios despliega Su revelación en la historia (Is 28:10; Heb 1:1-2), en el progreso de la redención a lo largo del tiempo (Gn 3:15; Gal 4:4) y en la expansión del Reino de Cristo hasta el fin (Is 9:6-7; Mr 4:26-32).
Este principio del gradualismo da lugar al principio escatológico del «ya pero todavía no». Por ejemplo, nuestro Señor estableció Su reino en el siglo I. No solo afirmó que «el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado» (Mr 1:15), sino que también indicó con mucha claridad que «si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Mt 12:28). Sin embargo, también nos enseñó a orar: «Venga tu reino» (Mt 6:10). Por lo tanto, el Reino está presente, pero también está por venir; es ahora, pero todavía no.
Lo mismo es cierto respecto a nuestra propia resurrección. Cristo nos enseña sobre una resurrección espiritual que es presente («ahora») y está directamente ligada a una resurrección física por venir («todavía no»): «En verdad, en verdad os digo que viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que oigan vivirán… No os admiréis de esto, porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán: los que hicieron lo bueno, a resurrección de vida, y los que practicaron lo malo, a resurrección de juicio» (Jn 5:25, 28-29).
También vemos la operación de este principio en el sometimiento de los enemigos de Cristo, que en cierto sentido ya se cumplió hoy (1 Pe 3:22), pero todavía no en su sentido último (Heb 10:13).
De igual manera, Dios despliega la nueva creación por etapas. La nueva creación está con nosotros ahora, pues «si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas nuevas» (2 Co 5:17). No obstante, esperamos su establecimiento final y corporal: «Pero, según su promesa, nosotros esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia» (2 Pe 3:13).
Isaías profetizó la era de la Iglesia usando el lenguaje dramático de la nueva creación: «Pues he aquí, yo creo cielos nuevos y una tierra nueva, y no serán recordadas las cosas primeras ni vendrán a la memoria» (Is 65:17).
Es claro que no estaba hablando directamente del orden eterno consumado, pues las experiencias de los nacimientos, la muerte y el pecado aún están en operación (Is 65:20).
De este modo, en el Reino establecido por Cristo en el siglo I encontramos el orden de la nueva creación en forma espiritual, que anticipa su clímax objetivo al final de la historia. En consecuencia, los nuevos cielos y la nueva tierra ya existen actualmente en el seno de la Iglesia. Así como la Escritura vincula la resurrección espiritual presente con la resurrección física futura, también vincula la nueva creación espiritual presente con la nueva creación física futura. Por lo tanto, podemos aprender cómo será el orden consumado meditando en las realidades espirituales que ya están operando en el presente, realidades que anticipan el orden consumado y perfeccionado.
La consumación de la nueva creación
Debemos establecer cuidadosamente estos principios antes de intentar entender la naturaleza del orden consumado, por una razón muy importante: la mayoría de lo que la Palabra de Dios nos enseña sobre el orden eterno es una extensión del orden presente.
En Apocalipsis 21 y 22, descubrimos de forma indirecta la comprensión más completa de parte de Dios para la nueva tierra y los nuevos cielos definitivos. Este pasaje comienza con palabras que claramente fueron sacadas de la profecía de Isaías sobre el Reino y la Iglesia del nuevo pacto: «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe» (Ap 21:1; Is 65:17). Sabemos que aquí Juan habla directamente del orden presente establecido como principio en el cristianismo, porque concluye la visión señalando: «Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas; y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, envió a su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que pronto han de suceder… También me dijo: No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca» (Ap 22:6, 10). El tiempo estaba cerca para Juan hace mil novecientos años.
Hablando directamente del orden eterno que vendrá luego de mucho tiempo (2 Pe 3:3-9), Pedro apunta a la transformación radical del mundo presente que Dios realizará en el regreso de Cristo: «los cielos pasarán con gran estruendo, y los elementos serán destruidos con fuego intenso, y la tierra y las obras que hay en ella serán quemadas… ¡los cielos serán destruidos por fuego y los elementos se fundirán con intenso calor! Pero, según su promesa, nosotros esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia» (2 Pe 3:10-13).
Las realidades ideales que Apocalipsis 21 y 22 presentan cumplidas como principios en el cristianismo se pueden extrapolar y concretar fácilmente en el orden consumado, pues, de todos modos, esa es la fuente suprema que Dios usa (Heb 8:5; 9:24). Ahora podemos analizar estas características de Apocalipsis 21 y 22, y aplicarlas directamente a nuestro estado final. Obviamente, las palabras e imágenes humanas son insuficientes para expresar nuestra condición eterna, pero sí nos dan indicios gloriosos de su majestad.
En la nueva creación consumada, el orden caído actual pasa (21:1, 5) y el patrón celestial baja del cielo de Dios para dar forma a la nueva tierra material (21:2, 10b). Prevalece la paz absoluta y todas las discordias se desvanecen, pues no hay mar furioso, que es una imagen del tumulto y la discordia (21:1b; ver Is 57:20). Esto proporciona una resolución final a la oración que hemos hecho por tanto tiempo: «Venga tu reino. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo» (Mt 6:10). De hecho, los malos son expulsados completamente (Ap 21:27; 22:15), por lo que nunca es necesario cerrar las «puertas de la ciudad» (21:25). Estaremos plena e infinitamente en la presencia aceptadora de Dios y de Cristo (21:3, 22-23; 22:3-4), viviendo como lo hizo Adán antes de la caída (Gn 3:8a).
En este estado glorioso, el dolor y la muerte ya no existen (21:4; 22:3a), pues Dios nos nutre y sustenta con vida perfecta y abundante (21:6; 22:1-3). Como criaturas corporales resucitadas, somos final, completa y eternamente adoptados como hijos de Dios, recibiendo así nuestra herencia eterna prometida (21:7; Rom 8:18-25). Nuestro entorno físico será de gloria deslumbrante y grandeza inimaginable (21:11, 18-21), bañado por la mismísima gloria de Dios (21:23; 22:5). Nuestra morada gozará de la estabilidad («cimientos») y seguridad («muros») absoluta de la protección de Dios (21:12-17), y estaremos seguros y protegidos de todas las preocupaciones. Nuestra morada eterna será abundante en alcance y tamaño (21:16), e incluirá a vastas multitudes (21:24-26).
En la nueva tierra de armonía y justicia universal, los redimidos desarrollarán actividades culturales, lo que era parte del plan de Dios para Adán (Gn 1:28; 2:15, 19). Estas actividades colaborativas incluso tendrán distintivos nacionales: «Y las naciones andarán a su luz, y los reyes de la tierra traerán a ella su gloria… y traerán a ella la gloria y el honor de las naciones; y jamás entrará en ella nada inmundo» (21:24, 26-27). El hecho de que vayamos a estar organizados como «naciones» que cuentan con «reyes» nos indica que la variedad cultural y las tareas gubernamentales continuarán. Desde luego, estarán libres del pecado, pues «andaremos a su luz» y no llevaremos «nada inmundo».
Además, el hecho de que llevemos nuestra «gloria» sugiere fuertemente que el conocimiento terrenal que obtenemos en nuestras tareas temporales presentes será útil y, de hecho, utilizado para la gloria de Dios en el nuevo mundo (lo que también se sugiere en la parábola de los talentos, Mt 25:13-30). En efecto, la visión de Juan se basa en Isaías 60:11: «Tus puertas estarán abiertas de continuo; ni de día ni de noche se cerrarán, para que te traigan las riquezas de las naciones, con sus reyes llevados en procesión». La riqueza cultural terrenal (experiencias, habilidades, conocimiento) de las naciones no será descartada ni olvidada, sino utilizada en el mundo eterno, pues «sus obras van con ellos» (Ap 14:13).
Desde la creación de Adán antes de la caída, Dios nos hizo intencionalmente como seres físicos con cuerpos adaptados a un entorno material. En el día final, seremos resucitados corporalmente de entre los muertos (Jn 5:28-29; 1 Co 15:12-25). En nuestra morada eterna, viviremos en una tierra purificada y reacondicionada, una especie de nuevo Edén (Ap 2:7; 22:2), pero sin la posibilidad de caer (que era inherente al Edén, Gn 2:17). En verdad, «tuyo es el reino y el poder y la gloria para siempre jamás» (Mt 6:13). De hecho, con la misma certeza hemos recibido al Espíritu Santo «como garantía de nuestra herencia, con miras a la redención de la posesión adquirida de Dios, para alabanza de su gloria» (Ef 1:14).