La prueba de Job
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9 agosto, 2024La prueba de Israel en el desierto
Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Las pruebas, tentaciones y la prueba de nuestra fe
Cuando los israelitas entraron por primera vez en el desierto, se encontraban en un momento de gran euforia. Después de años de opresión en Egipto, meses de plagas y días viajando que terminaron con la milagrosa separación del mar Rojo frente a ellos, atravesaron las aguas por tierra seca (Éx 14). Detrás de ellos, vieron cómo los carros egipcios fueron arrastrados, ahogando la flor de su ejército. Sin duda, sus dificultades habían llegado a su fin. Unas semanas más de viaje y entrarían en la tierra prometida, donde el Señor se desharía rápidamente de los cananeos, permitiéndoles vivir felices para siempre. Mientras Israel celebraba en la costa oriental, parecía que todo iba como ellos querían (Éx 15:1-21). ¿Qué podía salir mal si Dios estaba con ellos?
En cierto sentido, tenían toda la razón. El Señor pudo haberles facilitado el camino, proporcionándoles milagrosamente todo lo que necesitaran y aterrorizando a sus adversarios. No es que le faltara poder para hacer brotar agua de las rocas, hacer caer alimentos del cielo y desanimar a sus enemigos; podía hacer todo eso sin el más mínimo esfuerzo (ver Éx 15-17; Nm 11; 20; Jos 2). Sin embargo, los israelitas no llevaban más de tres días de viaje por el desierto cuando surgieron problemas: no había nada que beber. Peor aún, cuando por fin encontraron agua, no era potable (Éx 15:23). Llamaron a aquel lugar Mara ‘amargo’, por el sabor del agua. «¿Por qué nos hace esto el Señor?», se quejaron (ver el v. 24).
La respuesta es muy sencilla: Israel iba a aprender lecciones sobre sí mismo y sobre el Señor durante su tiempo en el desierto que no podrían haber aprendido sin esas dolorosas experiencias. Si el Señor hubiera preparado su camino con todo lo necesario, nunca habrían aprendido cuán pecaminosos eran sus propios corazones, y no habrían aprendido cuán misericordioso y bondadoso es el Señor. Habría habido mucho menos pecado, pero Israel no se habría conocido a sí mismo ni a su Dios tan bien como lo hizo.
Las pruebas en el desierto dieron a Israel muchas oportunidades para descubrir lo murmuradores que eran. La murmuración es un pecado oportunista: surge de nuestros corazones ante la decepción. Para Israel, el desierto estaba lleno de decepciones: «¡No hay agua!». «¡No hay comida!». «¡No hay buena comida!». «¡Los cananeos son muy poderosos!». «¡Otra vez no hay agua!». Las decepciones ponen a prueba nuestros corazones: ¿Confiaremos en que Dios nos proveerá de todo lo necesario, orando a Él con fe? ¿O murmuraremos contra Él, negando Su amor por nosotros? Es fácil confiar en Dios cuando el mar Rojo se abre frente a nosotros; es mucho más difícil cuando tenemos sed y no sabemos de dónde vendrá nuestra próxima bebida. A veces Dios nos lleva al desierto para revelarnos la cruda verdad sobre quiénes somos realmente, incluso después de habernos liberado de nuestra esclavitud. Seguimos siendo personas profundamente pecadoras e incrédulas para las que tener fe es una lucha constante.
Sin embargo, el desierto no solo dejó al descubierto los corazones pecaminosos de Israel, sino que también los entrenó para reconocer la provisión del Señor. Cada una de estas situaciones en las que Israel se quejó se convirtió en una oportunidad para que el Señor revelara Su capacidad para satisfacer sus necesidades. Una cosa es decir que confiamos en Dios para el pan nuestro de cada día; otra muy distinta es poder testificar que durante cuarenta años Él proveyó todas nuestras necesidades en el desierto.
No obstante, la mayor provisión del Señor en el desierto llegó siglos después. Jesucristo, el nuevo Israel, fue al desierto, donde se enfrentó exactamente a las mismas pruebas que el Israel del Antiguo Testamento: hambre, sed y la tentación de tomar atajos que ofrecían acceso a lo que Dios había prometido sin tener que soportar el sufrimiento (Mt 4:1-11). A diferencia del Israel del Antiguo Testamento, Jesús soportó todas estas pruebas sin murmurar, con una fe perfecta en su Padre. Esta es una buena noticia para todos nosotros, ya que nuestros corazones pecaminosos quedan al descubierto por los diversos desiertos que el Señor nos hace atravesar en la vida. Nuestra esperanza no descansa en nuestros propios esfuerzos por confiar más, creer más, obedecer más y quejarnos menos, sino en la perfecta justicia de Cristo en nuestro lugar. Su fidelidad nos asegura que cuando dejemos este desierto terrenal, nuestro hogar eterno estará con Él en el cielo.