La prueba de David
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Nota del editor: Este es el séptimo capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Las pruebas, tentaciones y la prueba de nuestra fe
La historia está llena de grandes ciudades. Por ejemplo, existió Ur, cuna de Abraham y probablemente la primera ciudad con una población de cien mil habitantes. Otra fue Babilonia y sus magníficos jardines colgantes. También existió Roma, sin rival en su grandeza e influencia. Hoy existen ciudades como Londres y Los Ángeles, Tokio y Nueva York. Las ciudades han sido por mucho tiempo los centros culturales de las civilizaciones. Otra de estas ciudades en la historia fue Nínive.
Nínive era una gran ciudad (Jon 1:2). Era grande porque era la capital de Asiria. Era una ciudad grande y conocida (3:3). Su población podía alcanzar los 130 000 habitantes. Nínive se hizo grandiosa porque era poderosa y estaba llena de maldad. Era la Gotham de su época. Como capital de Asiria, representaba todo lo que eran los asirios, incluso despiadados.
Hoy en día, Asiria sería considerada un estado terrorista. Era una plaga para sus vecinos. Los asirios se ganaron y cultivaron una reputación de crueldad y barbarie. Trataban a sus enemigos con la mayor crueldad, destruyendo poblaciones y empalando a las víctimas en postes. Nadie quería saber de ellos, ni siquiera la nación de Israel, y de manera especial Jonás.
Por eso, cuando Dios llamó a Jonás para que fuera a Nínive y predicara el mensaje de fe y arrepentimiento, es comprensible que se mostrara renuente. Sin embargo, la renuencia de Jonás no era tanto una señal de rectitud, sino un indicio de rebeldía. Jonás pensaba que el amor y la misericordia de Dios para con los ninivitas estaban fuera de lugar. Los ninivitas eran el enemigo y, por tanto, merecían la ira de Dios. La prueba para Jonás, y para todo el pueblo de Dios, consistía en recordar que el amor de Dios es expresamente para Sus enemigos.
Una de las tentaciones de ser cristiano es olvidar que no siempre fuimos así. No siempre estuvimos entre el pueblo de Dios. No siempre fuimos aceptados en Su amado. En un tiempo éramos enemigos de Dios (Ro 5:10), dominados por el pecado, desobedientes y justamente bajo Su condenación (Ef 2:1-3). El apóstol Pablo nunca olvidó esto.
Aunque fue llamado a ser apóstol, siervo y vaso de la gracia de Dios, Pablo nunca olvidó de dónde venía. Nunca olvidó que él era indigno (1 Co 15:9). Nunca olvidó que una vez fue rebelde, desobediente y blasfemo. Y porque lo había sido, también se dio cuenta de que Cristo había venido para amarlo y salvarlo (1 Ti 1:13-16). La gracia y el amor de Dios por medio de Jesucristo lo cambiaron y se convirtieron en la motivación del ministerio de amor que estaba llamado a tener hacia los demás (1 Co 15:10). Esto fue lo que Jonás olvidó. Y esa es siempre la tentación para el pueblo de Dios.
Jonás conocía la abundancia de la misericordia de Dios. Conocía la exuberancia del amor de Dios. Conocía la grandeza de la gracia de Dios (Jon 4:2). Sabía de esto porque lo había experimentado. No era ignorante de esto en su propia vida. Por eso él seguía vivo (2:8-9). Era la razón por la que estaba en Nínive. Sin embargo, saber sobre la gracia y el amor de Dios no lo motivó para mostrar gracia y amor en respuesta. Jonás se consideraba diferente de los ninivitas. De hecho, su prueba demostró que era exactamente igual a ellos.
Amar a los difíciles de amar empieza cuando recordamos esto: Si no fuera por la gracia de Dios, ese sería yo. Jonás pensaba que él era totalmente distinto de los ninivitas y que, aunque él podía ser el destinatario de la gracia de Dios, los ninivitas no la merecían. Amar a nuestros enemigos es comprender y admitir que ninguno de nosotros merece el amor de Dios. Nadie se ha ganado Su gracia. Jonás lo olvidó. Tú y yo también lo olvidamos a menudo.
Para nosotros, el reto consiste en amar a quienes Dios ama. Amar a los que Cristo vino a amar. Jesús amó a los impíos, a los profanos, a los indignos, a los difíciles de amar. En otras palabras, Él amó a los que no le amaban. Él amó a Sus enemigos. Más concretamente, Él nos amó a ti y a mí.
El llamado a amar a nuestros enemigos no es un llamado a amar a distancia, sino a amar de cerca a quienes buscan activamente tu mal y te hacen daño (Mt 5:43-44). Los ninivitas no eran enemigos lejanos. Eran el vecino difícil, el pariente político insensible y desconsiderado, el hijo o hija irrespetuoso y rebelde, el compañero de clase o colega racista, el oponente antagonista del otro partido político.
Jonás no quería amar a sus enemigos. Sin embargo, la buena noticia es que Jesús no es como Jonás. De hecho, la buena noticia es que Él es más grande que Jonás (Mt 12:41). Jesús ama a los que son indignos de amor (Ro 5:6-11). Cristo nos amó cuando aún éramos Sus enemigos, nos reconcilió con Dios y nos dio la amorosa comisión de llevar esa reconciliación al mundo (2 Co 5:19). Que Jonás y su prueba nos recuerden el peligro de no amar a nuestros enemigos. Y que siempre agradezcamos a Dios que Cristo haya amado a Sus enemigos cuando ellos no le amaban, y eso nos incluye a nosotros.