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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo III
Entre los tomos que encontrarás en mi biblioteca hay un juego de 38 volúmenes. Cada volumen se parece a los que le quedan a ambos lados. Son libros decorativos, de esos que se ven impresionantes en la estantería y, por lo tanto, permanecen allí. Cuando mis invitados recorren mi biblioteca, no suelen seleccionar estos volúmenes, hay otros libros que son mucho más atractivos. Si alguna vez un lector minucioso serio ve más allá de su aspecto distante y toma uno de estos volúmenes, se encontrará cara a cara con dos columnas por página de tipografía densa y anticuada. A pesar de que no verá mapas, diagramas o imágenes, sí detectará algunos caracteres griegos y latinos en un tipo de letra de 6 puntos. Ante esto, todos, excepto los exploradores más valientes, cerrarán el libro suavemente, lo devolverán a su lugar de descanso y pasarán al siguiente estante.
Sin embargo, al seguir su camino, se pierden pasajes como este:
Primero se apoderaron de un anciano llamado Metras y le mandaron que blasfemase. Cuando rehusó, le golpearon con mazos, le acuchillaron la cara y los ojos con cañas aguzadas, lo sacaron a los suburbios, y lo apedrearon.
¿Quién era este anciano llamado Metras? La cita anterior, que se encuentra en la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, es el único registro que tenemos de él. Este anciano pudo haber sido un obrero o un comerciante. ¿Tuvo nietos? Quizás lo más notable de él es lo poco notable, de hecho, lo ordinario que realmente fue. Sin embargo, fue uno de los innumerables hermanos y hermanas nuestros que perecieron durante las horribles persecuciones del siglo III. Haríamos bien en quitar el polvo de nuestros libros y recordar no solo la violencia de sus muertes, sino también la fidelidad de sus vidas, que los preparó para la muerte.
Metras murió por la persecución de una turba enardecida en la gran ciudad norafricana de Alejandría. Esta persecución comenzó en 249 d. C. y empeoró después de que Decio se pusiera la púrpura imperial y dictara sus crueles edictos a principios del año siguiente. Durante más de un siglo previo a este tiempo, los cristianos habían enfrentado períodos de persecución en varias localidades dentro de los vastos dominios romanos. Pero Decio fue el primer emperador en pretender un exterminio sistemático de todos los cristianos a lo largo de todo el Imperio. En un esfuerzo por erradicar a estos cristianos, decretó que se establecieran comisiones en cada comunidad de todo el Imperio. Estas comisiones se encargaron de administrar juramentos de lealtad al culto del estado y de certificar por escrito la lealtad religiosa de cada persona dentro de las fronteras de Roma. Tales juramentos eran requeridos incluso a los sacerdotes y sacerdotisas paganos.
Más de 50 de estos certificados todavía sobreviven. Un ejemplo típico es el siguiente:
Hemos perseverado siempre en sacrificar a los dioses, y también ahora en vuestra presencia, según las órdenes publicadas hemos hecho libación y gustado las carnes del sacrificio. Os rogamos poner vuestra firma para nuestra seguridad. [Firmas] Nosotros, Aurelio Sereno y Aurelio Hermas, los vimos sacrificando. Firmado por mí, Hermas.
Sin embargo, Metras, y miles de otros con él, se negaron a participar en los cultos públicos de Roma. Él no derramaría vino como ofrenda ritual al genio de César, ni sacrificaría animales o cereal a ninguno de los dioses de Roma. Derramar vino es algo sencillo, pero Metras prefirió tener su rostro desgarrado, dejar que su cuerpo fuera golpeado y arrastrado, y ser apedreado hasta la muerte por las turbas.
El autor de esta persecución fue, según los estándares de su época, un administrador y líder militar capaz. Decio fue un romano de Roma en una época en que el imperio se estaba desmoronando. Él lanzó esta vasta persecución en un intento desesperado por traer orden a su caótico reino. ¿Qué tan caótico fue? Entre el 235 y el 285, veintiséis emperadores, o Augustos, fueron reconocidos oficialmente por el Senado romano. Veinticinco de estos perecieron violentamente en disputas por la sucesión, y Decio estuvo entre ellos. Durante el mismo período, al menos otros 30 reclamantes fueron declarados Augustos no por el Senado, sino por sus ejércitos. Un emperador, Galieno, tuvo que destruir no menos de 18 rivales que aspiraron a la púrpura durante su reinado de 15 años (o tal vez reinó seis años; depende de si durante algunos años lo consideramos a él o a uno de sus rivales como el verdadero emperador).
Para Decio, tal turbulencia significaba que los dioses estaban enojados con Roma. Decio vio que sus predecesores habían tolerado a los cristianos, a quienes él consideraba (correctamente) como subversivos que no respetaban la religiosidad romana. Así que cuando se estableció como emperador, Decio creía sinceramente que su campaña anticristiana era una causa sagrada, necesaria para la preservación del orden romano tradicional.
Cuando leemos que al anciano Metras «le mandaron que blasfemase», vemos, probablemente, una referencia al juramento de lealtad de Decio. Esto nos recuerda que los romanos persiguieron a los cristianos no porque adoraban a Jesucristo, sino porque se negaban a adorar a otros dioses. De hecho, a lo largo de su historia, los romanos toleraron y en ocasiones incluso adoptaron a los dioses de otras culturas. Su multiculturalismo religioso permitió que diferentes culturas coexistieran dentro del mismo imperio, siempre que se respetara la ley de Roma y se pagaran impuestos a la persona que encarnaba esta ley: el emperador. Para los politeístas paganos, incluso los de diferentes culturas, no representaba un gran problema agregar al César a su lista de deidades. Pero los cristianos eran leales a un solo Dios y solo a uno. Por lo tanto, no se inclinarían ante ningún otro y por esto fueron castigados. Fueron castigados por su ateísmo.
Volviendo al libro antiguo, seguimos leyendo:
Luego llevaron a una mujer creyente llamada Quinta al templo de los ídolos, e intentaron obligarla a adorar. Cuando ella se apartó horrorizada, la ataron de los pies y la arrastraron por la ciudad sobre el áspero pavimento, azotándola a la vez que estaba siendo golpeada por los grandes adoquines, y en aquel lugar la apedrearon hasta morir.
Como el de Metras, el relato de Quinta es decepcionantemente breve. No tenemos información sobre las obras de caridad que ella había realizado, sobre cómo su negativa a claudicar pudo haber brillado en otras ocasiones, sobre los seres queridos que le sobrevivieron, ni aun sobre sus últimas palabras cuando se enfrentaba a una muerte horrible.
Así es para otra mártir de las persecuciones decianas, una anciana soltera llamada Apolonia. Después de golpear su mandíbula hasta que le rompieron todos los dientes, los romanos encendieron un fuego y amenazaron con arrojarla en este si se negaba a blasfemar. Cuando aflojaron un poco su agarre, ella se arrojó libremente al fuego. También leemos de dos madres, Mercuria y Donisia, cada una de las cuales «no amaba a sus propios hijos por encima del Señor». De sus fracasos anteriores, el mandatario había aprendido que las mujeres cristianas maduras no se rendían ante la tortura; Lo habían hecho quedar mal. Por lo tanto, «al ser derrotado siempre por mujeres», el juez simplemente ordenó que Mercuria y Donisia fueran atravesadas por espadas, sin molestarse en sus acostumbrados intentos de obligarlas a jurar lealtad mediante la tortura. Tales eran los mártires, miles de ellos, de los cuales el mundo no era digno.
Durante el breve reinado de Decio, los cristianos lloraron a sus muertos en todo el mundo mediterráneo. Los miles que fueron martirizados eran vecinos y parientes estimados, personas con quienes los sobrevivientes habían cantado, orado y partido el pan. Las persecuciones sin duda trajeron dolor e incertidumbre.
Sin embargo, y peor aún, trajeron controversia. ¿Cómo iba la Iglesia a considerar a los que eran débiles, aquellos que participaban en los ritos paganos para salvar sus propias vidas? Cuando la persecución pasara y estos claudicantes buscaran ser readmitidos a la comunión, ¿debían ser admitidos? Un teólogo muy capaz llamado Novaciano, anciano en Roma, creía que no. Cuando más tarde se pidió a algunos líderes de la Iglesia que habían claudicado frente a la persecución que regresaran al liderazgo, Novaciano no quería tener nada que ver con ellos. Incluso ayudó a establecer oficiales opuestos para impugnarlos.
La controversia provocó tal conmoción entre los fieles que se convocó un concilio para abordar el asunto. Al menos 60 obispos descendieron a Roma, junto con muchos otros presbíteros y diáconos. (El día en que tales preguntas simplemente se harían al obispo de Roma —el papa— para su respuesta autoritaria no sería sino hasta mil años más tarde). El sínodo determinó, correctamente, que «las medicinas del arrepentimiento» deberían cubrir su pecado y que en verdad en la Iglesia había lugar para los hermanos más débiles. La restauración, luego de la concesión, probó más tarde ser poderosa: muchos de los hermanos que habían sido débiles en las persecuciones decianas se mantuvieron firmes, incluso hasta la muerte, cuando las persecuciones regresaron.
La Iglesia de hoy necesita levantar una nueva generación de lectores que amen abrir libros viejos y polvorientos y ser instruidos por ellos. En estos libros descubrimos una gran nube de testigos que nos dan testimonio y nos encargan que peleemos la buena batalla de la fe. Estos son los santos con quienes nos reuniremos en el cielo en el día del Señor. Los lectores que conocen a estos santos, que mantienen viva su memoria, pueden ser usados para fortalecer a aquellos que son perseguidos en nuestros días. Y si, en la providencia de Dios, las persecuciones vienen a nosotros, el testimonio de nuestros antepasados sufrientes puede ser usado por Dios para ayudarnos a permanecer firmes.