El precioso don de hablar como bebé
10 junio, 2022Reino de sacerdotes
13 junio, 2022Las nuevas órdenes mendicantes
Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XIII
Desde los inicios de la época medieval, se esperaba que los obispos predicaran con regularidad mientras visitaban las congregaciones de sus diócesis y, en su ausencia, contaban con el apoyo amplio de los presbíteros (ancianos) ordenados, que los reemplazaban en el púlpito. Sin embargo, al igual que en nuestros días, la calidad y el compromiso hacia la predicación eran tan desiguales que hubo un éxito dispar a la hora de formar pastores y mantenerlos cumpliendo un alto estándar. Lo que Europa necesitaba en el siglo XIII era una nueva infusión de vigor en la predicación de la Palabra, tanto dentro como fuera de las paredes de la iglesia.
Mientras se pedía esta brisa de aire fresco, la Europa del siglo XIII estaba cambiando de un modo que posibilitó nuevas formas de expresión y experiencia religiosa. Los centros urbanos estaban creciendo rápidamente y, en consonancia con este desarrollo, los señoríos feudales que en su momento habían sido poderosos y constituían la base económica de Europa occidental estaban viéndose desafiados por nuevas iniciativas mercantiles. Mendigar no era un camino que llevara las riquezas y el bienestar financiero, pero estos cambios demográficos y económicos permitieron que ciertos grupos decididos de hombres y mujeres se tomaran en serio los votos de pobreza y buscaran librarse de las limitaciones de las preocupaciones ordinarias para tener la libertad de proclamar y defender el evangelio.
El surgir de nuevas órdenes
El término mendicante viene del vocablo latino que significa «mendigar», y mendigar es lo que hizo un número creciente de hombres y mujeres que formaron grupos para apoyarse y animarse mutuamente en búsqueda de objetivos comunes a lo largo del siglo XIII. Durante este periodo, se iniciaron dos grupos que eclipsarían y sobrevivirían a casi todos los demás: los franciscanos y los dominicos. Indudablemente, esto se debe al hecho de que estas dos órdenes fueron fundadas por hombres de carácter y acciones tan convincentes que terminaron siendo canonizados. Antes de considerar las dos grandes órdenes mendicantes, observaremos un momento las órdenes menos valoradas.
Las órdenes de los agustinos y los carmelitas eran dinámicas por derecho propio. Al igual que los dominicos y los franciscanos, se dirigieron al contexto urbano emergente con buenos resultados en su predicación y cuidado pastoral, y contribuyeron significativamente a la vida académica en las universidades que surgieron en esta época. Su aspecto negativo fue que recibieron una buena cuota de oposición por parte del clero secular (sacerdotes y obispos), quienes consideraban que estos nuevos predicadores y pastores estaban actuando al margen de la autoridad debida, por no mencionar que llevaban una vida que degradaba la reputación del oficio pastoral.
Los carmelitas se distinguen de las demás órdenes mendicantes por su ubicación geográfica. Aunque están rodeados de misterio, parece que los carmelitas surgieron como un grupo diverso de europeos occidentales que, en el siglo XII, cambiaron sus riquezas y hogares por el duro entorno del monte Carmelo. Estos hombres no vivieron bajo ninguna autoridad eclesiástica directa hasta principios del siglo XIII, cuando se organizaron y comenzaron a vivir bajo una serie de normas. A mediados del siglo XIII, la escalada de tensiones en Palestina llevó a los carmelitas a desplazarse hacia el oeste, y finalmente se asociaron estrechamente con muchos de los núcleos poblacionales principales de la época. Se dedicaron a la plantación de iglesias, a la evangelización y a servir a la población de una manera que personificaba el amor al prójimo.
El origen de los agustinos es único, pues este grupo fue una fusión de muchos grupos más pequeños que comenzaron cientos de años antes de ser reconocidos oficialmente como una entidad única en 1256. Bajo el pontificado del papa Alejandro IV, los ermitaños toscanos se unieron con los ermitaños de san Guillermo, los ermitaños del beato Juan Bueno, los ermitaños de Brettino y los ermitaños del monte Favale en un mayor esfuerzo por reformar ese sector de la iglesia. La idea era que esa unión produjera una mayor uniformidad entre esos hombres, lo que, a su vez, aumentaría la eficacia de su ministerio. No todos recibieron bien el paso de ser ermitaños a ser predicadores y pastores, pero, con el tiempo, esta orden se hizo famosa por sus actividades de plantación de iglesias, evangelización y servicio, que eran cada vez más requeridas gracias a la transformación progresiva de la sociedad.
Los dominicos
Cuando observamos a los dominicos, una de las dos órdenes mendicantes más famosas del siglo XIII, vemos que su historia comienza con Domingo de Guzmán, un joven español que, aunque era de cuna noble, mostró preocupación y compasión por los pobres y oprimidos.
Domingo de Guzmán no solo se preocupó por los marginados de la sociedad, sino también por la verdad. Enviado por el papa Inocencio III, Domingo y su obispo viajaron a Languedoc, en el sureste de Francia, para ayudar a abordar un brote de herejía. En parte, la herejía se había desatado en esa región de Francia porque los pastores de la zona habían dejado de recibir una instrucción y formación adecuada en teología y apologética. Los herejes (llamados albigenses) eran mucho más cultos y aprovechaban esa ventaja para desafiar a los pastores y monjes en debates públicos. En esos foros públicos, la ignorancia de los pastores quedaba a vista de todos. Además, la vida mundana y pomposa de los monjes de la región no hacía más que aumentar su descrédito.
Apenas Domingo llegó a la ciudad, ordenó que los monjes cistercienses mejoraran su conducta y luego ocupó su gran intelecto y su mente bien preparada para debatir con los herejes. Pasó el tiempo, y a pesar de muchas circunstancias difíciles, que incluyeron amenazas de muerte, Domingo siguió adelante, ganó conversos y finalmente formó un grupo que fue aprobado como orden por el obispo de Toulouse en 1215 y reconocido por el papa en 1216.
A lo largo de la historia, ha existido la tentación de ver a los cristianos como Domingo y pensar que Dios los llamó y ungió de un modo especial para su servicio. Sin embargo, Domingo no es la personificación de una bendición extraordinaria sino de la obediencia sencilla. El apóstol Pedro nos dice que estemos preparados para dar razón de la esperanza que hay en nosotros a cualquiera que nos lo demande (1 Pe 3:15). Eso es lo que hizo Domingo. ¿Cuántas veces nos dice Jesús que si le pedimos al Padre, Él nos dará? (Jn 15:16). El contexto de tales afirmaciones tiene que ver con cumplir el trabajo del reino difundiendo y viviendo el evangelio en un mundo hostil. Eso es lo que hizo Domingo. El escritor de Hebreos nos dice que no retrocedamos, sino que vivamos por la fe (Heb 10:39). Eso es lo que hizo Domingo, y es lo que Dios llama a hacer a todos Sus hijos.
Francisco de Asís
Los franciscanos son tan célebres como los dominicos, pero son muy diferentes. Un rasgo distintivo de este grupo es que ninguna de las otras órdenes tuvo fundadores que hayan capturado tanto la imaginación popular como lo hizo Francisco de Asís.
Los primeros años de Francisco no fueron nada santos. Durante sus primeros veinte años de vida, fue bromista, alborotador y una persona que carecía de integridad moral en sus relaciones. Aun así, todo indica que era extremadamente generoso, que tenía una pizca de bondad y que era afable. En conjunto, todos estos rasgos convertían a Francisco en un imán para el tipo de amigos que hace que la mayoría de los padres se preocupen. A esta peligrosa mezcla de características, debemos añadirle el hecho de que Francisco anhelaba tener riquezas y gloria. En consecuencia, se hizo caballero a los veinte años y libró su primera batalla contra el ejército de una ciudad vecina. Sin embargo, estos primeros pasos no lo condujeron a la gloria y las riquezas, sino a la derrota y al encarcelamiento. Tuvo que pasar un año para que Francisco fuera liberado, y otro año para que recuperara la salud.
Una vez que recuperó algo de vitalidad, Francisco volvió a armarse de valor y se unió a un grupo que se dirigía al sur para luchar en nombre del papa Inocencio III. Al comienzo de esta nueva aventura, tuvo un sueño en el que vio un gran castillo lleno de armaduras y pertrechos pertenecientes a un grupo magnífico de caballeros. ¿A quién pertenecía todo eso? A Francisco, que, como era entendible, estaba emocionado ante la expectativa de lo que ahora parecía un futuro seguro de fama y fortuna. Solo unos días después, Francisco se enfermó y tuvo que ser abandonado. En su estado de debilidad, volvió a tener el mismo sueño, pero ahora le fue dicho que la primera vez lo había malinterpretado y que debía volver a casa y esperar. Turbado y avergonzado, Francisco volvió a casa sin gloria ni riquezas.
Con el paso de los años, Francisco experimentó lo que podría describirse como la conversión más lenta de la historia. En el transcurso de tres años, se fue desenamorando del mundo y enamorando de Cristo, y comenzó a parecer cada vez más extraño para su familia y amigos. Entre los innumerables sucesos de este periodo, el más significativo, según el propio Francisco, fue su encuentro con los leprosos. Cuando los vio, se dio cuenta de que en realidad eran un espejo de su propia alma pecadora. En poco tiempo, el trabajo con los leprosos y los rechazados de la sociedad se convirtió en un gozo para Francisco, pues se dio cuenta de que atenderlos era una especie de reflejo del ministerio que él había recibido de Cristo a través del evangelio. Según Francisco, los cristianos no alcanzamos las alturas de la gloria mediante la reclusión ni ocupándonos de nuestras propias necesidades, sino que nos encontramos con Dios en la plenitud de Su gloria cuando asistimos a los demás en sus carencias.
En una época en que el papado posiblemente estaba en su peor punto de corrupción e impiedad bajo el liderazgo de Inocencio III, Francisco fue un antídoto necesario que no solo mostró lo que significaba proclamar a Cristo, sino también exhibirlo ante un mundo consumido por el pecado y la autojustificación. Lamentablemente, poco después de la muerte de Francisco, los franciscanos empezaron a luchar por posesiones y rangos, desviando la atención de lo que había empezado Francisco y olvidando así que los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos.