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Nota del editor: Este es el sexto artículo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IV
El Edicto de Milán del año 313 d. C. legalizó el cristianismo. La tolerancia de esta nueva fe en Roma no fue un proceso gradual. Ocurrió de repente, justo después de algunas de las persecuciones más brutales contra los cristianos. Pronto, las autoridades romanas estaban besando las manos heridas de los creyentes cristianos a los que ellos habían torturado. El paganismo rápidamente se desvaneció como la religión oficial del Imperio romano, solo para ser reemplazado por la Iglesia cristiana. El cristianismo, que una vez fue despreciado y perseguido, emergió triunfante de las catacumbas; con lo cual comenzaron realmente sus problemas.
Constantino
El emperador Diocleciano, quien inició las persecuciones más violentas y sistemáticas de cristianos, gobernó como parte de una tetrarquía en la cual compartía el poder con otros tres emperadores: Galerio en Europa central, Maximiano en Italia y África, y Constancio Cloro en Galia y Britania. Constancio Cloro rehusó atacar a los cristianos en su jurisdicción, pero los demás llegaron al fanatismo en su resolución de erradicar la nueva religión con una crueldad nunca antes vista: destruyeron iglesias y biblias, encarcelaron al clero y condenaron a muerte a todos los que se negaban a ofrecer sacrificios a los dioses romanos.

Antes de la batalla contra su último enemigo, Constantino, hijo de Constancio Cloro, tuvo un sueño. Él vio una cruz con las palabras: «Con esta señal, vencerás». Constantino reemplazó el águila romana por cruces, que eran llevadas como estandartes y estaban pintadas en los escudos de sus soldados. El 27 de octubre del año 312, en la Batalla del puente Milvio, justo a las afueras de Roma, Constantino conquistó bajo la señal de la cruz y el nuevo emperador le dio el crédito al Dios cristiano. En enero del nuevo año, proclamó el Edicto de Milán, que establecía que los súbditos de Roma podían seguir la religión que escogieran. El decreto también reconoció oficialmente al cristianismo y dispuso que las iglesias y los cristianos que habían perdido sus propiedades durante las persecuciones fueran indemnizados con fondos procedentes del tesoro imperial. Aunque el decreto garantizó la libertad religiosa también para los paganos, Constantino favoreció a la Iglesia, que pronto reemplazó a la antigua religión en influencia y poder. Adicionalmente, el emperador ejerció liderazgo en la Iglesia: nombró obispos, convocó el Concilio de Nicea, y, en efecto, se instauró a sí mismo como cabeza de la Iglesia. Pero, ¿era Constantino cristiano? Parece que no hasta que se halló en su lecho de muerte, cuando finalmente fue bautizado. En esa ocasión, dijo: «Ahora dejemos de lado toda duplicidad». Constantino fue uno de los emperadores romanos más talentosos y fue tan despiadado como los otros emperadores, llegando a condenar a su propio hijo a la muerte. Él continuó honrando a los dioses romanos, aun mientras llegó a apreciar el poder mayor de Jesucristo. Su madre Helena fue una creyente devota, aunque no está claro si llegó a la fe antes o después de que su hijo ascendiera al trono. Sin embargo, Constantino mismo siempre estuvo confundido teológicamente. A pesar de que convocó el Concilio de Nicea, fue influenciado por los arrianos. De hecho, fue bautizado por un obispo arriano. Luego de su muerte, el Senado romano le rindió homenajes de la misma forma que a los otros emperadores exitosos: votando para deificarlo. Sin embargo, gracias a Constantino la Iglesia emergió de la clandestinidad, influyendo positivamente en la cultura, floreciendo intelectualmente y estableciendo lo que se convertiría en los cimientos de la cristiandad, pero todo esto tuvo su precio.
Cristianismo constantino
Con la legalización de la Iglesia, el cristianismo, bajo Constantino, comenzó a ejercer su influencia moral positiva sobre una Roma que estaba en decadencia. Aunque las feministas de hoy día afirman que el cristianismo es opresivo, con muchas de ellas glorificando un pasado pagano imaginario en el que se adoraban diosas, la verdad es que las mujeres eran terriblemente oprimidas y abusadas bajo el paganismo; fue el cristianismo el que las liberó. Constantino, influenciado por la Iglesia, aprobó leyes que permitían a las mujeres administrar propiedades y las protegían de violaciones. A las madres les fueron dados derechos sobre sus hijos que antiguamente solo tenían los padres. Se protegió el matrimonio mediante nuevas leyes que restringían el divorcio y castigaban el adulterio. El infanticidio, la clásica práctica de «abandonar» bebés no deseados, fue prohibido como uno de los peores delitos. Se detuvo el sangriento espectáculo deportivo de observar cómo los gladiadores se mataban entre sí. Se adoptaron disposiciones para cuidar de las viudas y los huérfanos, los enfermos y los pobres.
Pero no solo la Iglesia comenzó a influenciar a la cultura; la cultura comenzó a influenciar a la Iglesia. Bajo Diocleciano, no había creyentes nominales. Nadie se unía a la Iglesia sin ser movido por la más profunda de las convicciones, ya que confesar a Cristo era un delito capital. No obstante, una vez el cristianismo se volvió políticamente correcto y popular en la cultura —de hecho, una forma de ser más estimado por el emperador— unirse a la Iglesia dejó de ser lo mismo. La gente abrazó el cristianismo sin necesariamente entender sus enseñanzas ni tener verdadera fe en Cristo, trayendo con ellos sus cosmovisiones paganas a la Iglesia.
Bajo Constantino y sus sucesores, la Iglesia cristiana como institución llenó rápidamente el vacío de los templos paganos. Durante el antiguo régimen, los sacerdotes estaban libres de impuestos, privilegio que se extendió al clero cristiano, por lo cual muchos romanos entraron al ministerio por motivos distintos a los religiosos. El Estado daba sus riquezas a los templos paganos, así que ahora los fondos estatales fluían en la Iglesia, con todas las tentaciones, la complacencia y el materialismo que las grandes riquezas pueden traer. Los sacerdotes cristianos reemplazaron a los sacerdotes paganos como consejeros y pronosticadores oficiales y le daban su aprobación a la corte imperial con oraciones y ceremonias, tal como lo hacían los sacerdotes paganos con sus sacrificios. La Iglesia también se politizó, con el emperador imponiendo su voluntad en asuntos del gobierno eclesiástico. La alianza entre la Iglesia y el Estado llegó a ser tal que los herejes no solo podían ser excomulgados, sino que también castigados por el poder civil. A medida que la distinción entre la Iglesia y el mundo se desvanecía, la Iglesia se volvió mundana.
No fue que, necesariamente y en todos los casos, la Iglesia siguió ciegamente al emperador en todos los casos, o que sucumbió totalmente a la cultura. A pesar de que Constantino convocó el Concilio de Nicea en un esfuerzo por unificar a la Iglesia luego de las múltiples herejías que salieron a la superficie después de la legalización del cristianismo, y a pesar de que, en un principio, ayudó a hacer respetar las enseñanzas de la Iglesia con respecto a la Trinidad, al poco tiempo él mismo se vio influenciado por los arrianos, quienes negaban la completa deidad de Cristo. Fue Constantino quien exilió a Atanasio, el teólogo que, se dice, enfrentó a todo el mundo para declarar la divinidad de Cristo.
Cuando Roma finalmente cayó, la Iglesia fue la única institución que se mantuvo en pie. Cuando los bárbaros, muchos de los cuales eran cristianos arrianos, terminaron con sus saqueos y el polvo de los años oscuros se asentó, surgió la nueva civilización de la Edad Media. Hubo corrupción cuando el Estado gobernó la Iglesia, pero esta incluso empeoró cuando la Iglesia gobernó al Estado. La Iglesia medieval adoptó la ornamentación, las jerarquías y el autoritarismo de la Roma imperial. Por la autoridad de un documento falso llamado la «Donación de Constantino» —que pretendía ser una concesión en que el emperador le entregaba al papa el dominio temporal— el papado medieval reclamó autoridad terrenal además de la espiritual. Esto creó una tiranía total y absoluta, al punto de que los reformadores abogaron por la autoridad de los gobernantes «seculares» por encima de y contra la jerarquía eclesiástica.
La paradoja
Ciertamente fue bueno que el cristianismo fuera legalizado, que los creyentes ya no tuvieran que temer por sus vidas, que la Iglesia pudiera jugar su rol moldeando la civilización. El problema con el Edicto de Milán y sus implicaciones fue que las esferas del gobierno terrenal y la nutrición espiritual se confundieron entre sí. La Iglesia llegó a ser como el gobierno en su ejercicio del poder y el gobierno llegó a ser como a la Iglesia al atribuirse un estatus divino. Esto impidió que tanto la Iglesia como el Estado funcionaran de la forma para la cual Dios los diseñó.
La Biblia, en Romanos 13 y otros pasajes, enseña claramente que los emperadores y otras autoridades terrenales en verdad son aprobados y usados por Dios para mantener orden en un mundo pecaminoso. El Estado y la cultura están sujetos a la ley moral de Dios, que restringe la maldad y promueve la justicia incluso en los incrédulos. Los logros de la civilización son buenos, y deben considerarse como bendiciones de Dios.
Sin embargo, la Iglesia es un reino que no es de este mundo. No actúa mediante poder coercitivo, sino por la Palabra de Dios. El Espíritu Santo llama a las personas a la fe, las libra del reino de la ley y las trae a la gracia y al perdón del evangelio. Esta fe no puede ser coaccionada. La Iglesia está enfocada en la eternidad por encima de todo, y su misión es traer salvación. No debe preocuparse por su propia gloria, sino que vive bajo la cruz de su Señor crucificado y resucitado.
Los cristianos deben estar en el mundo, pero no deben ser del mundo; viviendo positivamente la fe en sus diversas vocaciones en el plano «secular» e influenciándolo para bien, mientras recuerdan que, en última instancia, su ciudadanía está en los cielos.
Una de las grandes paradojas de la historia cristiana es que la Iglesia es más pura en tiempos de hostilidad cultural. Es cuando las cosas son fáciles y los tiempos son buenos que la Iglesia con mucha frecuencia se descarría. Cuando el cristianismo parece ser idéntico a la cultura e incluso cuando la Iglesia parece estar disfrutando su mayor éxito terrenal, entonces es más débil.
En cambio, cuando la Iglesia enfrenta dificultades, persecución y sufrimiento —piensa en los cristianos de la Reforma durante la Inquisición, la Iglesia clandestina bajo el nazismo y el comunismo, y las iglesias secretas que en la actualidad se reúnen en casas en los países islámicos— entonces está más cerca de su Señor crucificado, entonces hay menos hipócritas y creyentes nominales en su membresía, y es entonces cuando la fe de los cristianos arde con más intensidad.
Hoy en día, a pesar de que continúa habiendo iglesias que se conforman a la cultura, la era del cristianismo constantino casi ha llegado a su fin. Estamos entrando a una nueva era de hostilidad cultural al cristianismo verdadero y, paradójicamente, esa es una buena noticia para la Iglesia. Uno pensaría que sería un obstáculo para el crecimiento de la Iglesia si unirse a ella significara la pena de muerte. Sin embargo, el tiempo de persecución fue el mayor período de crecimiento eclesiástico en toda la historia.
Sin duda alguna, esta nueva hostilidad cultural va a ser mucho menos intensa que la que soportaron los antiguos cristianos romanos, al menos en el corto plazo. Sin embargo, parece que un nuevo paganismo se está gestando, un nuevo panteón politeísta de todas las religiones mundiales ante el cual se esperará que todos doblen las rodillas. No obstante, tal vez este panorama vaya acompañado de una Iglesia purificada y energizada una vez más, que infunda en sus creyentes la fe de las catacumbas.