Justificación y seguridad
1 marzo, 2022El lugar del reino de Dios
3 marzo, 2022Los ciudadanos del reino de Dios
Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El reino de Dios.
Un rey debe tener un pueblo sobre el cual reinar, y no es diferente para el Rey del reino de Dios, el Señor Jesucristo. Como Rey del reino, Cristo reina sobre hombres y mujeres a quienes Dios ha llamado de toda nación, tribu, lengua y todo pueblo para que sean ciudadanos de Su reino. La manifestación culminante del pueblo del reino de Dios que vemos en Apocalipsis 7:9-10 encuentra su raíz en los actos redentores de Dios en el Antiguo Testamento. A lo largo de la historia de la redención, Dios llamó a Su pueblo con el fin de reinar sobre ellos de una manera que revela Su carácter santo y cumple Sus buenos propósitos.
En Génesis 1:26-28, Dios creó a los seres humanos como portadores reales de Su imagen para que cumplieran los propósitos de Su reino y gobernaran como Sus administradores en la tierra. Como portadores de la imagen divina, Adán y Eva fueron llamados a expandir el dominio soberano de Dios más allá de los límites del Edén al someter la tierra, multiplicarse y llenarla de portadores de esa imagen. Sin embargo, tras la caída del hombre, Dios declaró la enemistad entre la simiente de la serpiente (los ciudadanos del reino de tinieblas de Satanás) y la simiente de la mujer (los ciudadanos del reino de luz de Dios; Gn 3:15).
La genealogía de Génesis 5 muestra cómo Set, el tercer hijo de Adán, se convirtió en el padre de un linaje fiel de la humanidad al que perteneció el justo Noé, quien halló gracia ante los ojos de Dios (Gn 6:8). De los tres hijos de Noé, Sem y sus descendientes eran especiales para el Señor. De entre los descendientes de Sem, Dios eligió bendecir a un hombre, Abraham, y prometió bendecir a todas las familias de la tierra a través de él (12:1-3). Dios declaró que a través de la descendencia de Abraham el pueblo de Su reino sería tan innumerable como el polvo de la tierra, la arena del mar y las estrellas del cielo (13:16; 15:5; 22:17). Esta promesa de los numerosos ciudadanos del reino fue reiterada posteriormente a Isaac (26:4) y a Jacob (28:14; 32:12), quienes continuaron este linaje escogido y justo. Mediante esta promesa, Dios se encargó de cumplir el mandato original del reino que le fue dado a Adán y Eva en el huerto. Los doce hijos de Jacob se convirtieron en los padres de las doce tribus de Israel. De todas las naciones del mundo, las tribus de Israel eran el pueblo especial de Dios, el pueblo de Su reino (Dt 10:15). Bajo el liderazgo de Moisés, Dios liberó a las tribus de Israel de la esclavitud en Egipto y las convirtió en una nación y un reino de sacerdotes, el tesoro especial de Dios sobre todos los demás pueblos del mundo (Ex 19:4-6). Israel se convirtió en un reino unido durante la época de David, y Salomón se sentó en el trono del Señor (1 Cr 29:23), reinando sobre el pueblo del reino de Dios. Aludiendo a la promesa que Dios le hizo a Abraham en Génesis 12:3, el salmista habló del glorioso rey davídico, diciendo: «… y sean benditos por Él los hombres; llámenlo bienaventurado todas las naciones» (Sal 72:17). En otras palabras, el pueblo del reino de Dios será bendecido bajo el dominio de la dinastía de David, lo cual resultará eventualmente en que la gloria de Dios llenará toda la tierra (v. 19).
La promesa divina del aumento numérico de Israel muestra cómo el propósito de Dios era expandir Su reino para incluir a todas las familias de la tierra. Dios deseaba que los ciudadanos de Su reino vinieran de todos los rincones del mundo. Estos ciudadanos gozan del mismo estatus como miembros del reino de Dios, independientemente de su identidad racial o étnica, su trasfondo cultural, su ubicación geográfica, su clase social o su estatus socioeconómico. Sin embargo, estos pueblos se convierten en ciudadanos del reino de Dios solo a través de la bendición de la simiente de Abraham y la dinastía de David. No llegan a ser parte del pueblo del reino de Dios por su propia iniciativa o ambición. Bajo el antiguo pacto, la promesa del aumento numérico de Israel como pueblo especial del reino de Dios estaba sujeta a la demanda del Señor de exclusividad y obediencia a la ley de Moisés. La disminución del número de israelitas era una maldición pactual por su desobediencia a los mandamientos del Señor (Lv 26:22; Dt 28:62-63). Por otro lado, la fidelidad de Israel al pacto era recompensada con la bendición del aumento de la población (Lv 26:9; Dt 30:5, 9).
Tras la muerte de Salomón, el reino unido de Israel se dividió, y los dos reinos recién formados de Israel y Judá a menudo luchaban entre sí (p. ej.: 1 Re 15). Cuando el pueblo de Israel ignoró los caminos de Dios y adoró a ídolos paganos, Dios designó a los profetas y los envió a anunciar Su juicio inminente. Este juicio divino por la infidelidad al pacto culminó en el exilio, donde Israel dejó de ser identificado como el pueblo del reino de Dios; en su lugar, Israel se convirtió en el Lo-ammí («No es Mi pueblo») de Dios durante un tiempo, como las naciones gentiles (Os 1:9).
No obstante, siempre había esperanza para el futuro. De hecho, la fidelidad al pacto del Señor prevalecerá, y Él no abandonará por completo al pueblo de Su reino ni olvidará Sus misericordias y compasiones (Lv 26:44; Dt 4:31), pues Él es un Dios santo que no actúa como la manera típica de los seres humanos emocionales y vengativos (Os 11:8-9). En otras palabras, el futuro del pueblo del reino de Dios está determinado en última instancia por Su amor pactual y no por la fidelidad del pueblo.
Por lo tanto, los profetas proclamaron una unificación nacional escatológica (al final de los tiempos) de Israel y Judá bajo un futuro rey davídico (Jer 23:3-8; 30:9; 33:7-26; Ez 37:15-28; Os 1:11). Bajo el reinado de este rey davídico, el número de los hijos de Israel aumentaría inmensurablemente, y la nación sería instituida nuevamente como hijos del Dios viviente (Os 1:10). La promesa dada a los patriarcas se cumpliría mediante la abundancia escatológica de la descendencia de Israel. El restablecimiento de la dinastía real davídica —no solo en el sentido político sino sobre todo por la fidelidad moral al pacto a través de un Rey perfectamente justo— le daría estabilidad a la unificación escatológica, utilizando el testimonio de Israel para invitar a las naciones a convertirse en ciudadanos del reino de Dios (Is 2:2-3; 11:10; 43:8-10; Am 9:11-15).
La condición posexílica del pueblo del reino de Dios no se acercaba en absoluto a la vida floreciente y gloriosa que los profetas le habían prometido a Israel y Judá dentro del pacto restaurado. Aunque el pueblo tuvo momentos esporádicos de obediencia a la voz del Señor (p. ej.: Hag 1:12), su obediencia era temporal y fugaz. En múltiples ocasiones el pueblo fue llamado a arrepentirse, hacer justicia y mostrar misericordia (p. ej.: Zac 1:3-4; 7:9-10). El ayuno religioso del pueblo no se hacía con un corazón sincero (7:5). Además, el pueblo de Dios parece haber vuelto a la adoración de ídolos (13:2), y la corrupción prevalecía entre los sacerdotes (Mal 1:6 – 2:9). La desobediencia del pueblo se manifestó en la profanación del templo (2:10-17) y en el robo de los diezmos y las ofrendas a Dios (3:8-10). En resumen, el pueblo del reino de Dios no fue fiel al pacto y se mostró incapaz de cumplir los mandatos del Señor. De hecho, la expectación ansiosa de una restauración final que vemos entre los profetas posexílicos muestra cómo el pueblo del reino de Dios anhelaba su liberación tanto como antes.
En la plenitud del tiempo, Cristo vino como la verdadera Simiente de Abraham (Gal 3:16), en quien Dios cumple todas Sus promesas (2 Co 1:20). Por lo tanto, todos los que están unidos a Cristo se han convertido en verdaderos descendientes de Abraham y herederos según la promesa (Gal 3:29; ver también Rom 4:16). Mediante la proclamación del evangelio por parte de la iglesia, Dios reúne a Su pueblo elegido desde los confines de la tierra, uniéndolos como ciudadanos de Su reino.
En el libro de los Hechos vemos cómo la cosecha del pueblo de Dios en el reino del norte ocurrió cuando la buena noticia de la salvación fue más allá de Jerusalén y Judea, llegando hasta Samaria. Los gentiles y los samaritanos se convirtieron, junto a los judíos, en «pueblo de Dios» y «amados». En Romanos 9:26, Pablo aplica Oseas 1:10 a gentiles que creen en Cristo, considerándolos verdaderos israelitas. Al citar Oseas 2:23, Pablo explica que ser parte del pueblo de Dios es como ser una ramera redimida por el amor de Dios (Rom 9:25). Aludiendo a Éxodo 19:6, Pedro llama al pueblo del reino de Dios «linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios» (1 Pe 2:9), tanto a judíos como a gentiles. Por tanto, el nuevo pueblo de Dios está compuesto por judíos y gentiles que ahora son ciudadanos de Su reino, unidos bajo una sola cabeza, el hijo de David: Cristo Jesús (Rom 9:24-26). Si Dios muestra misericordia al pueblo de Israel (el «No es Mi pueblo» de Os 1:9), que era como los gentiles, seguramente nada le impide mostrar la misma misericordia pactual a las naciones gentiles. En otras palabras, todos los que se han convertido en ciudadanos del reino de Dios por Su gracia en Cristo realmente eran «gentiles» necesitados de misericordia (1 Pe 2:10). En efecto, el nombre «Mi Pueblo», reservado en el Antiguo Testamento para el Israel étnico, ahora es aplicable a todos los ciudadanos del reino de Dios que confían en Cristo.
Finalmente, el nuevo orden de celebración eterna en el nuevo cielo y la nueva tierra es el cumplimiento final de la reunión de los ciudadanos del reino de Dios, donde Dios habitará en medio de Su pueblo y nosotros disfrutaremos de una comunión perfecta y eterna con Dios y entre nosotros mismos (2 Pe 3:13; Ap 21:1-4).