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La posesión del reino
4 marzo, 2022El lugar del reino de Dios

Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El reino de Dios.
La autoridad de cualquier rey se limita a las fronteras de su reino. Aplicar este axioma al reino de Cristo crea una tensión entre la fe y la vista. La Biblia declara que la tierra, incluyendo todo lo que contiene y a todos los que habitan en ella, le pertenece al Señor (Sal 24:1). Sin embargo, el mundo es hostil al reino de Dios y está determinado a rebelarse contra Dios y Su gobierno soberano (Sal 2:3). A pesar de esta rebelión, Dios declara que establecerá a Su Rey ungido en el monte santo de Sión (v. 6). La fe en el gobierno mediador de Cristo —quien nos subyuga, gobierna y defiende al restringir y conquistar a todos Sus enemigos y a los nuestros (Catecismo Menor de Westminster, p. 26)— es un consuelo para los ciudadanos de Su reino. Sin embargo, la Escritura anticipa una expresión del reinado de Cristo que va más allá del gobierno espiritual de Su Iglesia, de la cual Él es la cabeza soberana (Ef 1:22; Col 1:18).
La Biblia muchas veces describe el gobierno de Cristo en términos geográficos. Su dominio es de mar a mar, hasta los confines de la tierra (Sal 72:8). Zacarías 14:9 anuncia ese día en el que el Señor será Rey sobre toda la tierra. Daniel apunta a ese tiempo en el que todos los reinos del mundo serán hechos añicos y reemplazados por un reino que nunca será destruido (Dn 2:44). Lo mejor es ver esta inclusión geográfica cumplida en ese estado eterno cuando Dios crea un cielo nuevo y una tierra nueva que reemplaza la creación antigua, que está bajo la maldición del pecado, con un nuevo mundo parecido al Edén donde mora la justicia perfecta (Is 65:17; 2 Pe 3:13; Ap 21:1). Quizás la característica más significativa de este reino futuro es la presencia del Rey en medio de los ciudadanos (Zac 2:5, 10-11). Aunque la iglesia hoy se encuentra en un ambiente hostil, tiene la bendita esperanza de que todos los reinos de este mundo caerán y el reino de Dios prevalecerá. Ahora la iglesia está en conflicto, pero en aquel entonces la iglesia será triunfante y ocupará un lugar real donde habrá paz y justicia en la presencia del Rey.

Algo instructivo en esta teología del reino es la atención que se le da a la tierra prometida a lo largo del Antiguo Testamento. Gran parte de la teología del Antiguo Testamento se refiere a la conquista, herencia, expulsión y recuperación de esta tierra por parte de Israel. La promesa inicial de una tierra fue un componente integral del pacto de Dios con Abraham. Dios le prometió a Abraham una tierra con coordenadas geográficas que van desde el río Éufrates hasta el río de Egipto (Gn 12:7; 15:18 – 17:8). Aunque el Señor le garantizó a Abraham que su simiente poseería la tierra para siempre, Abraham solo llegó a poseer una cueva (Gn 13:17; 23). Abraham sabía que había más que tierra en la tierra prometida, ya que su principal preocupación era obtener una patria mejor, es decir, celestial (Heb 11:16). En cierto sentido, la experiencia de Abraham refleja la de la iglesia: su posesión de la tierra «ahora» no equivale a la realidad del «todavía no» que está por venir. Esta teología de la tierra sirve como una lección objetiva del reino de Dios.
Primero, la tierra fue prometida. Aunque la promesa era segura, hubo un componente geográfico en la promesa que no llegó a cumplirse ni para Abraham ni para sus descendientes. Durante más de cuatrocientos años, los descendientes de Abraham fueron súbditos en una tierra extranjera sin perspectiva alguna de heredar la antigua promesa. Pero Dios renovó la promesa (Ex 6:8; 13:5, 11) y la nación dio los primeros pasos hacia su herencia. Al igual que su padre Abraham, confiaron en la promesa sin ver su cumplimiento, ya que la generación que salió de Egipto nunca cruzó el Jordán. Lo mismo sucede con la iglesia hoy. Por la fe, sabemos que los humildes heredarán la tierra (Mt 5:5) y que la simiente espiritual de Abraham heredará el mundo (Rom 4:13). Esto va más allá de nuestra experiencia del «ahora», pero es la promesa de Dios. Una cosa es cierta: Cristo ha preparado un lugar para Su pueblo (Jn 14:2; Heb 6:19-20).
En segundo lugar, la tierra era próspera. El Señor había dicho que la tierra era buena y espaciosa, que manaba leche y miel (Ex 3:8). Esta es una figura retórica que habla de la abundancia que la tierra proporcionaría. La prosperidad de la tierra era una forma vívida de retratar las bendiciones que pertenecían a los redimidos. Ser parte del pueblo redimido de Dios es estar en un lugar de riqueza espiritual. En términos paulinos, Dios nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo (Ef 1:3). La tierra de «leche y miel» del cristiano equivale a los lugares celestiales.
Tercero, la tierra estaba poblada. La tierra que Dios le había prometido a Israel no estuvo inactiva ni deshabitada durante todos los años que estuvieron bajo la esclavitud de Egipto. El Señor dijo que la tierra estaba habitada por naciones más grandes y más poderosas que Israel (Dt 7:1). La presencia de esta población nativa planteó tanto un problema para su fe como una amenaza potencial a su fidelidad. El Señor abordó la amenaza advirtiéndoles que no habitaran la tierra junto a los nativos ni hicieran tratos con ellos que pudieran llevarlos a pecar contra Dios (Ex 23:32-33). Más bien, debían «[derribar] totalmente» los ídolos del pueblo y «[hacer] pedazos sus pilares sagrados» (v. 24). El fracaso de Israel en prestar atención a esta advertencia resultó en su expulsión de la tierra.
El problema para la fe era igualmente real. Dado que los cananeos nativos eran guerreros tan fuertes y capaces —y que el pueblo de Israel era tan débil e inexperto en la guerra—, la cuestión apremiante era cómo adquirir la tierra. Que la tierra fuera un regalo de Dios era una cosa, pero poseer el regalo parecía ser otra muy distinta. Los nativos seguramente lucharían por conservar su patria. Era poco probable que Israel ganara esa batalla. La forma en que el Señor explica el proceso para poseer la tierra ilustra una lección espiritual vital respecto a la conquista del pecado por parte del creyente.
El procedimiento para tratar con los cananeos tenía dos elementos: Dios pelearía por Israel e Israel tenía que pelear por sí mismo. El Señor le aseguró al pueblo que destruiría a sus enemigos y los haría retroceder (Ex 23:23, 27). Él haría esto enviando a Su ángel, a quien tenían que obedecer (vv. 20, 23). Además del ángel que lideraría la carga, Dios enviaría Su temor y avispas delante de los israelitas para expulsar a los cananeos (vv. 27-28). Ambas son figuras retóricas que se refieren a aquello que produce terror.
La conquista de Canaán ilustra la cooperación entre Dios y el pueblo. Dios logró y aseguró la victoria en virtud de Sus promesas de darles la tierra y expulsar a los cananeos que trataban de impedir que poseyeran la promesa. Pero los israelitas aún tenían que cruzar el Jordán y expulsar al enemigo por sí mismos en una batalla mortal (Dt 9:3). Creyendo que Dios les había dado la victoria, entraron en la tierra y lucharon a la luz de esa victoria segura. Los israelitas tomaron posesión de la tierra obedeciendo el mandato de Dios y usando sus espadas. Las batallas para poseer la tierra fueron implacables, y la posesión de nuevos territorios fue gradual.
La conquista de la tierra ilustra la batalla del creyente contra el pecado, su santificación progresiva. Aunque Cristo ya logró nuestra victoria sobre el pecado y destruyó su dominio sobre nosotros, el pecado no huye de nosotros solo porque fuimos salvados. Si intentamos luchar contra el pecado con nuestras propias fuerzas, la derrota es segura porque el pecado es más fuerte que nosotros. Si no luchamos contra el pecado con la armadura de Dios, la derrota es igualmente segura. Pero si entramos al conflicto declarando todo lo que Dios ha prometido y lo que Cristo ha ganado, podemos disfrutar de la victoria. Incluso cuando experimentamos la victoria sobre un pecado específico, nunca podemos bajar la guardia porque vivimos en un mundo lleno de los cananeos de pecado y tentación. Una victoria lleva solo al próximo conflicto. La guerra marca nuestra experiencia presente en el reino.
Cuarto, la tierra era un lugar de presencia divina. En su cántico triunfal, Moisés incluyó en su alabanza una referencia a la tierra a la que Dios llevaría a Su pueblo: «Tú los traerás y los plantarás en el monte de Tu heredad, el lugar que has hecho para Tu morada» (Ex 15:17). En un sentido especial y espiritual, estar en la tierra era estar donde está el Señor; era estar en Su presencia. El Señor en Su gracia le aseguró a Moisés que Su presencia lo acompañaría a la tierra y que Él le daría descanso (Ex 33:14). La idea de «descanso» se convirtió en sinónimo de la tierra y la presencia de Dios (Sal 132:13-14). El descanso estaba donde estaba el Señor; marcaba Su presencia. En este sentido, la tierra apunta al descanso final que experimentará todo creyente en el reino celestial de Dios, el lugar de Su gloriosa presencia y el hogar eterno del creyente (1 Pe 1:4). En otro sentido, es paralelo al descanso sabático que disfruta el creyente en el lugar de adoración, donde Dios se encuentra con Su pueblo. El lugar de adoración es una manifestación del lugar del reino de Dios.
La tierra prometida es una parte significativa de la teología del reino. Ambos son lugares reales. La tierra simbolizaba la protección, la provisión y la presencia de Dios en medio de Su pueblo redimido. En el sentido final, la tierra es un tipo (una profecía pictórica) del reino universal y eterno de Dios, la experiencia máxima de la presencia divina y la paz que la acompaña. La tierra habla tanto del destino final del pueblo de Dios como del camino diario hacia ese destino. La entrada a la tierra de descanso es el destino final de los creyentes. El reino se acerca.