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Nota del editor: Este es el séptimo y último capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La Trinidad
«Dios es amor» (1 Jn 4:8). Difícilmente esas tres palabras podrían ser más entusiastas. Parecen vivas, dulces y tan cálidas como un fuego crepitante. ¿Y «Dios es Trinidad»? No, difícilmente produce el mismo efecto: suena frío y pesado. Todo eso es bastante comprensible, pero los cristianos debemos ver la realidad detrás de lo que puede ser un lenguaje poco amistoso. Sí, la Trinidad puede ser presentada como un dogma anticuado e irrelevante, pero la verdad es que Dios es amor porque Dios es una Trinidad.
Sumergirse en la Trinidad es una oportunidad de probar y ver que el Señor es bueno, de que tu corazón sea conquistado y tu ser, refrescado. Porque es solo cuando comprendes lo que significa que Dios sea una Trinidad que realmente sientes la belleza, la bondad desbordante y la hermosura cautivadora de Dios. Si la Trinidad fuera algo que pudiéramos quitarle a Dios, no lo estaríamos aliviando de algún peso molesto; lo estaríamos despojando precisamente de lo que es tan maravilloso acerca de Él. Porque Dios es triuno, y es como triuno que Él es tan bueno y deseable.
Quiero mostrarte cómo puede ser eso.
COMENCEMOS CON JESÚS
La piedra angular de nuestra fe es nada más ni nada menos que Dios Mismo, y cada aspecto del evangelio es cristiano solo en la medida en que es una expresión y una acción de este Dios, el Dios triuno. Yo podría creer en la muerte de un hombre llamado Jesús, podría creer en Su resurrección corporal, incluso podría creer en una salvación que es por gracia sola, pero si no creo que Dios es triuno, entonces simplemente no soy cristiano. Veamos eso en las Escrituras.
Juan nos escribió en su Evangelio: «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que al creer, tengáis vida en su nombre» (Jn 20:31). Esa sería una declaración de objetivos admirable para cualquier evangelista: ver a las personas llegar a la fe cristiana de verdad. Pero incluso ese llamado fundamental a creer en el Hijo de Dios es una invitación a la fe trinitaria. Jesús es descrito como el Hijo de Dios. Dios es Su padre, y Él es el Cristo, el Ungido con el Espíritu. Cuando comienzas con el Jesús de la Biblia, es al Dios triuno a quien te encuentras.
El nombre «Jesucristo, el Hijo de Dios» es una ventana hacia la vida eterna y esencial de nuestro Dios. En Juan 17:24, Jesús ora: «Padre… me has amado antes de la fundación del mundo». Y ese es el Dios revelado por Jesucristo. Antes de que creara nada, antes de que gobernara el mundo, antes de cualquier otra cosa, este Dios era el Padre que amaba a Su Hijo en Su Espíritu Santo.
El Padre ama a Su Hijo de un modo muy particular; eso podemos verlo al contemplar el bautismo de Jesús:
Después de ser bautizado, Jesús salió del agua inmediatamente; y he aquí, los cielos se abrieron, y él vio al Espíritu de Dios que descendía como una paloma y venía sobre Él. Y he aquí, se oyó una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado en quien me he complacido (Mt 3:16-17).
Aquí, el Padre declara Su amor por Su Hijo y Su complacencia en Su Hijo, y lo hace mientras el Espíritu reposa sobre Jesús. Es que la forma en que el Padre da a conocer Su amor es precisamente la de dar a Su Espíritu. Por ejemplo, en Romanos 5:5, Pablo escribe que Dios derrama Su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo. Entonces, el Padre declara Su amor por el Hijo dándole el Espíritu.
En otras palabras, hablar de la «Trinidad» es solamente un modo de hablar sobre el Dios que se revela en Jesús, el Dios que encontramos en los Evangelios. La Trinidad no es producto de la especulación abstracta, pues cuando proclamas a Jesús, el Hijo del Padre ungido por el Espíritu, estás proclamando al Dios triuno.
DISFRUTAMOS LO QUE ES DEL HIJO
¿Por qué el Padre nos envió al Hijo? Parte de la respuesta es nuestra caída y nuestro pecado. Parte de la respuesta es que Dios amó al mundo, aun en nuestra rebelión (ver Jn 3:16). Eso ya es suficientemente asombroso, pero más adelante en el Evangelio de Juan, Jesús habla de una razón incluso más primordial y poderosa. Orando a Su Padre, Jesús dice:
Oh Padre justo, aunque el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Yo les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos (Jn 17:25-26).
Es decir, el Padre envió a Su Hijo para darse a conocer, lo que significa que no quería simplemente descargar alguna información sobre Sí mismo, sino que el amor que el Padre tenía eternamente por el Hijo pudiera estar en aquellos que creen en Él, y que pudiéramos disfrutar del Hijo como el Padre siempre lo ha hecho. He aquí, pues, una salvación que ningún Dios unipersonal podría ofrecer, incluso si quisiera: el Padre se deleita tanto en Su amor eterno por el Hijo que desea compartirlo con todos los que crean. En última instancia, el Padre envió al Hijo porque el Padre amaba mucho al Hijo y quería compartir ese amor y esa comunión por medio del Espíritu Santo. El amor del Padre por el mundo es el rebosamiento de Su amor todopoderoso por Su Hijo.
Entonces, el Padre no está interesado en rociar bendiciones desde lejos, y Su salvación no se trata de que Él se mantenga a la distancia. Nuestro Creador no se limita a compadecernos y perdonarnos. Por el contrario, Él derrama todas Sus bendiciones sobre Su Hijo y luego lo envía para que podamos compartir Su gloriosa plenitud. El Padre nos ama tanto que desea llevarnos a la comunión amorosa que Él disfruta con el Hijo en el Espíritu. Y eso significa que podemos conocer a Dios como Él verdaderamente es: como Padre. De hecho, podemos conocer al Padre como nuestro propio Padre.
Juan 1:18 señala que Dios el Hijo ha estado eternamente en el seno o regazo del Padre. Uno nunca se atrevería a imaginarlo, pero Jesús declara que Su deseo es que los creyentes puedan estar allí con Él (17:24). De hecho, por eso es que el Padre lo envió: para que nosotros, que lo habíamos rechazado, fuéramos traídos de regreso ―y traídos de regreso no como meras criaturas, sino como hijos― para disfrutar del amor abundante que el Hijo siempre ha conocido.
NOS DELEITAMOS EN DIOS
J.I. Packer escribió una vez:
Si quieres evaluar qué tan bien entiende una persona el cristianismo, averigua cuánto valora la idea de ser hijo de Dios y tener a Dios por Padre. Si esa no es la idea que impulsa y controla su adoración, sus oraciones y toda su visión de la vida, eso significa que no entiende nada bien el cristianismo.
En efecto, cuando una persona llama «Padre» al Todopoderoso de forma deliberada y confiada, demuestra que ha comprendido algo hermoso y fundamental acerca de quién es Dios y para qué ha sido salvada. ¡Y cómo hace eso que nuestros corazones regresen a Él! Es que el hecho de que Dios el Padre se complazca e incluso se deleite en compartir Su amor por Su Hijo y ser conocido así como nuestro Padre revela cuán insondablemente bondadoso y lleno de gracia es Él.
Conocer a Dios como nuestro Padre no solo ameniza maravillosamente nuestra visión de Él, sino que brinda el gozo y consuelo más profundo. El honor de esta realidad es asombroso. Ser hijo de un rey rico sería genial, pero ser el amado del Emperador del universo va más allá de las palabras. Claramente, la salvación de este Dios es incluso mejor que el perdón, y ciertamente más segura. Los otros dioses pueden ofrecer perdón, pero este Dios nos da la bienvenida y nos abraza como Sus hijos, para no dejarnos ir nunca. Él no ofrece el tipo de relación en que tenemos que preguntarnos si nos ama o no nos ama, en que tenemos que tratar de mantener Su favor comportándonos de manera impecable. No, «a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre» (Jn 1:12). Jesús nos da la seguridad de que gozamos del amor de Dios para siempre.
CORAZONES RESPLANDECIENTES
¿Cómo es tu vida cristiana? ¿Qué forma tiene tu fe? Al final, todo depende de cómo crees que es Dios. Lo que Dios es lo dirige todo.
¿Qué Dios tendrás? ¿Qué Dios proclamarás? Sin Jesús el Hijo, no podemos saber que Dios de verdad es un Padre amoroso. Sin Jesús el Hijo, no podemos conocer a Dios como nuestro Padre amoroso. Pero, como Martín Lutero descubrió, mediante Jesús podemos saber que Dios es nuestro Padre, y «podemos mirar Su corazón paternal y sentir cuán ilimitado es Su amor por nosotros. Eso debe encender nuestros corazones y hacerlos resplandecer».