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Ser amado por el Padre a través del Hijo en el Espíritu es participar de un amor eterno que fluye continuamente y que transforma de manera progresiva, y a menudo dolorosa, a quien es amado. Para aquellos que fueron traídos por gracia a la fe en Cristo, experimentar un amor como ese es el regalo más grande y más renovador de todos. Nosotros, que antes éramos aborrecedores de Dios y andábamos «en otro tiempo según la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia» (Ef 2:2), ahora somos amados eternamente en Su Hijo a través de la obra transformadora de adopción del Padre (1:3-6; ver Rom 8:15).
Esta maravillosa realidad del evangelio —o, mejor dicho, esta asombrosa realidad de la adopción— lo cambia todo para siempre, incluyendo la forma en que nos relacionamos con Dios, con nuestros semejantes y con la creación misma como buenos mayordomos de Dios.
Uno de los dones de un corazón que arde con el amor adoptivo de nuestro Dios trino es una apertura cada vez mayor hacia aquellos que están huérfanos en este mundo maldito y contaminado por el pecado. Debido a la rebelión de nuestros primeros padres, Adán y Eva, nos encontramos en un mundo que idolatra a los fuertes y poderosos, pero margina a los débiles e impotentes.
Debido a lo que nuestro Padre ha hecho por nosotros a través de la adopción, con el tiempo es inevitable que Él despierte en nosotros un amor por los niños huérfanos. Para algunos de nosotros, esto significa que adoptaremos o ayudaremos a otras familias a adoptar, pero para todos significa que visitaremos a los huérfanos de muchas maneras (Stg 1:26-27), ya sea abogando por ellos con palabras de esperanza (1:18, 26-27), asociándonos con iglesias internacionales que cuidan a los huérfanos en el extranjero a través de estrategias de atención familiar, entre otros. Ciertamente, Dios no llama a todos los cristianos a adoptar, pero sí llama a la iglesia a cuidar de los huérfanos (la adopción es solo una de las maneras de cumplir con este llamado), y es la gracia adoptiva de Dios para con nosotros la que estimula ese llamado en nuestros corazones.
Habiendo dicho todo esto, es importante hacer la siguiente observación: cuando los cristianos no están seguros de que su Padre se deleita en ellos, el verdadero gozo del corazón cristiano está ausente y la vida cristiana se vuelve anémica. Cuando un cristiano duda que Dios se deleita en él, es casi imposible lograr que este quiera cuidar de los huérfanos con confianza y gozo imperturbables a largo plazo.
Cuando Jesús estaba a punto de hacer pública la misión de Dios, Su Padre declaró sobre Él: «Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido» (Mt 3:17). Tal y como lo establecen las Escrituras, Jesús había sido enviado para cumplir la misión del Padre de redimir a la humanidad y renovar la creación (lo cual incluye la eliminación de la palabra huérfano del vocabulario humano). El Hijo de Dios perseveró en la misión de Su Padre fortalecido en el conocimiento del deleite de Su Padre en Él (Mt 3:17; Mr 1:11; Lc 3:22).
La buena noticia del evangelio es que Dios habla de manera análoga a cada cristiano, a todos los que están en Cristo. Si somos adoptados por Dios y estamos en Cristo, somos «hijos de Dios» (Rom 8:15-16). Como hijos adoptivos de Dios, no solo tenemos el privilegio de participar en Su obra, sino que también lo hacemos fortalecidos en el conocimiento del amor de nuestro Padre.
Los huérfanos necesitan iglesias que estén llenas de personas que escuchan y ensayan diariamente esta asombrosa verdad: en Cristo somos hijos amados de Dios y debemos vivir a la luz de esta realidad.
Como ya mencioné, Dios el Padre declaró Su amor por Su Hijo (Mt 3:17) el día en que Jesús inició públicamente Su ministerio mesiánico. Nuestro Mesías fue el Hijo fiel que siempre hizo la voluntad de Su Padre. No lo desobedeció ni lo decepcionó ni una sola vez. Todo Su vivir, desde Su nacimiento hasta Su muerte, fue perfecto en pensamiento, palabra, obra y motivación. Su vida fue perfecta, y Él la vivió como nuestro Mesías. Nuestra obediencia nunca será perfecta, pero también nosotros debemos vivir como hijos de Dios (aunque seamos adoptados) y no como esclavos que no tienen una herencia (Rom 8:15).
Vivir como iglesia implica aprender a vivir cada día sabiendo que Dios Padre se deleita en Sus hijos adoptivos así como se deleita en Jesús. Aquellos que aprendan a vivir en el conocimiento del placer amoroso de Dios encontrarán que las circunstancias ya no los controlan. Descubrirán que son capaces de lidiar con las dificultades de una vida centrada en los demás con confianza y humildad. Si estamos seguros de que Dios nos ama de esta manera, no solo desearemos amar a los demás como somos amados, sino que también seremos fortalecidos y movidos a hacerlo.
Imagina el impacto que tendrían las iglesias en la crisis de los huérfanos si estuvieran llenas de personas que perseveran fortalecidas en el conocimiento del deleite de su Padre. Solo imagínalo.
Los huérfanos necesitan iglesias que les apunten diariamente hacia el amor de su Padre que está en los cielos.