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El evangelio de Jesucristo siempre está en riesgo de ser distorsionado. Fue distorsionado en los siglos previos a la Reforma Protestante del siglo XVI. Se distorsionó en innumerables momentos de la historia de la iglesia, y a menudo se distorsiona en la actualidad. Por esta razón, Martín Lutero afirmó que el evangelio debe ser defendido en cada generación. Es el punto central de ataque de las fuerzas del mal, ya que saben que si logran eliminar el evangelio, pueden eliminar el cristianismo.
El evangelio, las buenas noticias del Nuevo Testamento, tiene dos aspectos: uno objetivo y otro subjetivo. El contenido objetivo del evangelio es la persona y la obra de Jesús: quién es Él y lo que logró en Su vida. El aspecto subjetivo se trata de cómo se aplican los beneficios de la obra de Cristo al creyente. En este punto destaca la doctrina de la justificación.
En la Reforma se abordaron muchos temas, pero el punto central, el tema principal de la Reforma, fue el evangelio, especialmente la doctrina de la justificación. No había un gran desacuerdo entre las autoridades de la Iglesia Católica Romana y los reformadores protestantes sobre el aspecto objetivo. Todas las partes estaban de acuerdo en que Jesús era divino, el Hijo de Dios y de la Virgen María, que vivió una vida de perfecta obediencia, murió en la cruz en una muerte expiatoria y resucitó de entre los muertos. La batalla estaba en la segunda parte del evangelio, el aspecto subjetivo, la pregunta de cómo se aplican los beneficios de Cristo al creyente.
Los reformadores creían y enseñaban que somos justificados solo por la fe. Ellos afirmaban que la fe es la única causa instrumental de nuestra justificación. Con esto querían decir que recibimos todos los beneficios de la obra de Jesús al depositar nuestra confianza únicamente en Él.
La comunión romana también enseñaba que la fe es una condición necesaria para la salvación. En el importante Concilio de Trento (1545–1563), que formuló la respuesta de Roma a la Reforma, las autoridades católicas romanas declararon que la fe proporciona tres cosas: el initium, el fundamentum y la radix. Es decir, la fe es el inicio de la justificación, el fundamento de la justificación y la raíz de la justificación. Sin embargo, Roma sostenía que una persona puede tener fe verdadera y, aún así, no ser justificada, porque el sistema romano incluía mucho más.
En realidad, la visión romana del evangelio, expresada en Trento, era que la justificación se lograba a través de los sacramentos. Inicialmente, el receptor debía aceptar y cooperar en el bautismo, por el cual recibía la gracia justificadora. Retenía esa gracia hasta que cometiera un pecado mortal. El pecado mortal se llama mortal porque mata la gracia de la justificación. Luego, el pecador debía ser justificado nuevamente. Eso sucedía mediante el sacramento de la penitencia, que el Concilio de Trento definió como «una segunda tabla» de justificación para aquellos que han hecho naufragar sus almas.
La diferencia fundamental era esta: Trento decía que Dios no justifica a nadie hasta que la verdadera justicia reside dentro de la persona. En otras palabras, Dios no declara justa a una persona a menos que esta sea justa. Así, según la doctrina católica romana, la justificación depende de la santificación de la persona. Por el contrario, los reformadores decían que la justificación se basa en la imputación de la justicia de Jesús. El único fundamento por el cual una persona puede ser salvada es la justicia de Jesús, que le es atribuida cuando cree.
Había visiones radicalmente diferentes de la salvación. No podían reconciliarse. Una de ellas era el evangelio. La otra no. Así, lo que estaba en juego en la Reforma era el evangelio de Jesucristo. Aunque el Concilio de Trento hizo muchas afirmaciones valiosas sobre las verdades tradicionales de la fe cristiana, declaró que la justificación por la fe sola era anatema, ignorando muchas enseñanzas claras de la Escritura, como Romanos 3:28: «Porque concluimos que el hombre es justificado por la fe aparte de las obras de la ley.»