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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Tiempo
«¿Qué hora es?». En ocasiones, algún desconocido me hace esa pregunta. Es fácil de contestar. Solo miro mi teléfono o reloj y le digo la hora. Pero nunca algún extraño me ha preguntado «¿Qué es el tiempo en sí?». Esa es una pregunta mucho más compleja de responder. Por un lado, sabemos lo que es el tiempo, porque lo usamos cada día. Iniciamos nuestro día con una alarma que suena, revisamos el reloj durante todo el día para asegurarnos que estamos en horario y nos vamos a la cama con la esperanza de dormir por varias horas. También sabemos que el tiempo tiene un efecto acumulativo. Los hijos crecen y se vuelven adultos. Las relaciones cambian. Las temporadas pasan.
Por otro lado, es difícil saber con exactitud lo que es el tiempo. Sabemos que implica medidas, pero no en unidades espaciales como pulgadas o centímetros, sino en unidades temporales como segundos y días. Sin embargo, no podemos definir el tiempo simplemente por cómo lo medimos. Si lo hiciéramos, sería como definir un pastel de cumpleaños simplemente por sus ingredientes: cantidad de mantequilla, huevos, azúcar y harina. No obstante, la idea de medición debe ser parte de la definición, porque de lo contrario no seríamos capaces de hablar del tiempo de forma coherente. Entonces, además del tiempo ser algo que se mide, podríamos decir que el tiempo procede de eventos que ocurren uno tras otro. Experimentamos la vida momento a momento, no todos a la vez. Así que, en aras de definir las cosas, podemos decir que el tiempo es una dimensión «no espacial» que medimos por momentos sucesivos.
Es extraño pensar sobre el tiempo de manera tan abstracta, pero se vuelve aún más extraño cuando pensamos en cómo esa definición tan simple no encapsula todo sobre el tiempo. Por ejemplo, a veces puede parecer que el tiempo se acelera, se frena o hasta se detiene. ¿Cómo se explica esto? Agustín de Hipona fue uno de los primeros pensadores que consideró el misterio del tiempo:
¿A qué nos referimos con más familiaridad y conocimiento que al tiempo? Ciertamente lo entendemos cuando hablamos sobre ello; lo entendemos también cuando lo oímos descrito por otro. Entonces, ¿qué es el tiempo? Si nadie me pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a una persona que me pregunte, no lo sé.
Como Agustín, no podemos comprender el tiempo por completo. Sin embargo, sabemos que somos criaturas hechas para existir en y a través del tiempo. Ni siquiera podemos imaginar lo que significa ser estrictamente atemporal.
EL CREADOR DEL TIEMPO
Con todo, existe Uno que es atemporal: Dios. «Desde la eternidad y hasta la eternidad, tú eres Dios» (Sal 90:2). Dios hizo el universo y así creó el tiempo. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1:1). Pero ¿existió «un tiempo» antes de que Dios creara el tiempo? Agustín también pensó sobre esa pregunta:
No precediste al tiempo en ningún tiempo, porque entonces no precederías a todos los tiempos. Pero en la excelencia de una eternidad siempre presente, Tú precedes a todos los tiempos pasados y sobrevives a todos los tiempos futuros, porque son futuros, y cuando hayan ocurrido, serán pasados; pero «Tú eres el mismo, y tus años no tendrán fin».
Según Agustín, Dios precede el tiempo por Su «eternidad siempre presente», porque Él es el Creador mismo del tiempo. Estar en un siempre presente es existir en una condición tal que todos los tiempos son igualmente presentes. Es cierto que, al describir cosas como estas, somos un poco como los peces especulando sobre caminar en la luna. La misma frase «siempre presente» muestra las limitaciones de nuestro lenguaje. Siempre y presente son palabras que derivan su significado del tiempo para describir a Uno que es estrictamente atemporal. Los teólogos a lo largo de los siglos han descrito Su atemporalidad como la eternidad de Dios. Es un concepto difícil de comprender dada nuestra naturaleza como criaturas limitadas por el tiempo.
Sin embargo, en la Escritura vemos al Dios eterno operando en y a través del tiempo. Opera de una forma medible, momento a momento, desde las primeras páginas del Génesis. Por ejemplo, crea el mundo en seis días, un día tras otro. Establece el sol, la luna y las estrellas en el cuarto día para ayudar a medir el tiempo: «y sean para señales y para estaciones y para días y para años» (Gn 1:14). Dios pondera y habla en momentos consecutivos, y Sus palabras se suceden una tras otra: «Hagamos al hombre a nuestra imagen» (v. 26). Termina y dice que todo es «bueno en gran manera» (v. 31).
El TIEMPO ES BUENO
Al llamar a todo bueno en gran manera, Dios estaba llamando bueno al tiempo mismo. Fuimos, como Adán, hechos para existir en y a través del tiempo. Dios creó a Adán para pensar, hablar y madurar en el tiempo. Adán experimentó comunión con Dios en el tiempo y Dios condescendió a la limitación temporal de Adán al estar con él en tiempos específicos. Parte del gozo de Adán al experimentar la vida fue el experimentar el tiempo: Dios le llevó animales a Adán para ver cómo los llamaría (v. 19); Adán anheló una pareja y Dios le dio a Eva (vv. 20-23). Adán comió frutas, habló con Dios y exploró el jardín.
El tiempo, al principio, fue una bendición. Fue el escenario en el que Adán y Eva maduraron y experimentaron la plenitud de vida que Dios les había dado. Pero luego, cayeron en pecado. Desobedecieron la Palabra de Dios. Como resultado, Dios maldijo la tierra. Multiplicó el dolor de Eva al tener hijos. Les recordó la consecuencia de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal: la muerte (Gn 3). Y así, eventualmente regresaron al polvo: «El total de los días que Adán vivió fue de novecientos treinta años, y murió» (5:5).
EL TIEMPO ES CORTO
Tal vez notaste que en la narración de la caída Dios nunca maldijo al tiempo. El tiempo no es malo. Entonces ¿cómo se explica nuestra ansiedad, frustración y exasperación a lo largo del tiempo? ¿Cómo la caída afectó al tiempo? Bueno, por un lado, como cualquier cosa buena que Dios nos ha dado, a menudo usamos mal el tiempo. En nuestro pecado, tratamos al tiempo con pereza, o tratamos de acapararlo, o gastamos el tiempo haciendo cosas que no deberíamos. Pero lo más significativo es que la muerte acorta nuestro tiempo poniendo fecha de caducidad a nuestra vida. Nuestro tiempo, como el de Adán, se va a acabar. Experimentamos que el tiempo se acaba incluso cuando todavía estamos vivos. Por ejemplo, solo tenemos un tiempo limitado para obtener una educación. Tenemos un tiempo limitado para encontrar un cónyuge, comprar una casa, tener hijos, pasar tiempo con ellos, ahorrar para la jubilación, pasar tiempo con nuestros seres queridos antes de que mueran. Podemos hacer una cantidad de cosas y pasar una cantidad de tiempo con un número limitado de personas antes de que nosotros también muramos. No podemos hacer que las alegrías de la vida duren para siempre. Corren por nuestros dedos como la arena. «El total de los días que Adán vivió fue de novecientos treinta años, y murió… El total de los días de Set fue de novecientos doce años, y murió… El total de los días de Enós fue de novecientos cinco años, y murió…», y así continúa, desde Génesis 5 hasta el día de hoy.
EL TIEMPO REDIMIDO
Gracias a Dios, el patrón bíblico de la muerte se rompe en el Nuevo Testamento. Mateo comienza con una genealogía que conduce hasta Jesucristo, el Hijo de Dios. Dios se encarnó y vivió entre nosotros. El Dios atemporal entró en el tiempo. Y Jesucristo no solo vivió; Él murió. Podríamos decir: «El total de los días de Jesús fue de treinta y tres años, y murió…». Sin embargo, Su tiempo fue acortado de una manera distinta a la de los demás. Jesús fue el único hombre perfecto que jamás haya vivido y merecía la vida eterna. Murió por Su propia voluntad —sacrificialmente— para tomar el castigo de la muerte sobre Sí mismo por nuestro bien. Aunque Su vida humana fue acortada, resucitó para vida eterna. Jesús promete esta vida eterna a los que ponen su fe en Él (Jn 3:16).
Al depositar nuestra confianza en Jesús, recibimos la vida para la que fuimos hechos originalmente: pasar un tiempo interminable morando con Dios. Aunque podemos morir si Jesús no regresa durante nuestra vida, no obstante resucitaremos. En los cielos nuevos y tierra nueva, comeremos del árbol de la vida (Ap 22). Esta es una imagen invertida de Adán y Eva en el jardín de Edén antes de la caída (Gn 2). Ellos comieron del árbol de la vida y esperaban seguir viviendo interminablemente. La historia bíblica completa así el círculo.
Entonces, nosotros los cristianos no esperamos escapar del tiempo. Más bien, anhelamos la plenitud del tiempo —una cantidad abundante y desbordante de tiempo para estar completamente vivos— para glorificar a Dios y gozar de Él para siempre. Experimentamos un anticipo de esa plenitud del tiempo incluso ahora mientras buscamos redimir el tiempo, sabiendo que esta vida no es el final. Pero experimentaremos la verdadera plenitud del tiempo en los cielos nuevos y la tierra nueva cuando habitemos en la presencia de Dios para siempre, donde nuestro Dios atemporal nos impartirá una vida que nunca volverá a ser acortada.