Enseñando la Verdad
11 junio, 2018Amándonos a nosotros mismos
15 junio, 2018¿Quién es mi prójimo y por qué debería amarlo?
Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie «Amando a nuestro prójimo», publicada por la Tabletalk Magazine.
Amo el énfasis que Lucas hace en el Espíritu Santo. Él nos dice que el Espíritu cubrió a María, y que el Logos eterno se encarnó (Lc 1:35). El Espíritu, en forma de paloma, descendió sobre Jesús en Su bautismo (Lc 3:22). Jesús enfrentó la tentación en el desierto mientras el Espíritu le daba poder (Lc 4:1). Nuestro Señor comenzó Su ministerio público citando a Isaías y declarando la unción que estaba sobre Él por el Espíritu (Lc 4:18). Concebido, fortalecido y ungido por el Espíritu, Jesús entonces se encuentra regocijándose en Él. ¿Qué fue lo que llenó el corazón de Cristo con tanto gozo? La humillante ironía de que los sabios y entendidos de este mundo no comprenden las verdades del evangelio que Jesús permite que los niños entiendan (Lc 10:21-22).
Este es el contexto de la «prueba» que el intérprete de la ley diseña para Jesús (Lc 10: 25-37). Tratar de acorralar a Jesús nunca funciona bien, ni en aquel entonces ni ahora. Y las historias, una vez que asumimos que las entendemos, tienden a perder su impacto. Echemos otro vistazo.
«Y he aquí, cierto intérprete de la ley se levantó, y para ponerle a prueba [a Jesús] dijo” (Lc 10:25). Esa es la forma en que Lucas dice: «Mira esto: un teólogo muy inteligente del Antiguo Testamento se puso delante de todos e intentó acorralar a Jesús». Hizo una pregunta crucial sobre la vida eterna: la pregunta que la Biblia aborda desde su principio hasta el final. Sin embargo, Lucas quiere que sepamos la intención detrás de la pregunta. Este erudito bíblico no solo estaba tratando de hacer tropezar a Jesús, sino que asumió que podía justificarse a sí mismo (Lc 10:29). «¿Qué haré para heredar la vida eterna?» La pregunta es maliciosa y arrogante, ya que asume que la herencia, por definición, un regalo, es algo que se puede ganar. Esta falsa concepción del evangelio está en todos nosotros. Todos nos preguntamos qué debemos hacer para ganar la vida eterna y para merecer nuestra justificación.
No solo nunca sale bien probar a Jesús, sino que está estrictamente prohibido (Dt 6:16). Jesús, atrevidamente, redirecciona la atención de esta pregunta con otra. Él le pregunta a este experto en la ley sobre la ley. Pareciera una sesión de entrenamiento para este jurista seguro de sí mismo. Por esto responde rápida, confiada y concisamente: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10:27). Jesús básicamente le da la máxima calificación a su respuesta, diciendo: «Has respondido correctamente; haz esto y vivirás» (Lc 10:28). El jurista tiene razón en cuanto a la ley, ya que ha mencionado los mandamientos de amar a Dios y al prójimo (Lv 19:18, Dt 6:4-5). Y Jesús, por supuesto, tiene razón: la vida eterna depende del cumplimiento de la ley.
Somos la posesión preciada de Aquel que se hizo nuestro prójimo, que se hizo carne, que habitó entre nosotros.
El muy versado intérprete de la ley, para no quedarse atrás, concibe una segunda ronda de prueba para asegurarse de que Jesús supiera que la respuesta no era tan simple: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10:29). Nuestro Señor vuelve a redirigir la atención, pero primero, le cuenta una historia.
La historia que Jesús cuenta pareciera una gran obra teatral. Un viajero desprevenido está en un viaje peligroso, uno no apto para cardíacos. Veintisiete kilómetros cuesta abajo, descendiendo más de mil metros, desde Jerusalén hasta Jericó. El Obispo J.C. Ryle llamó el camino a Jericó «la vía sangrienta». Jesús sabe que el intérprete de la ley percibirá el peligro. Lo único que le hace falta al relato es: «Fue una noche oscura y de tormenta. . . «
El telón se levanta: ¡ladrones! ¡Salen de la nada! Hay secciones del camino bien peligrosas y remotas, llenas de lugares clandestinos desde donde es bien fácil tenderles una emboscada a los desprevenidos y a los viajeros solitarios. Nuestro cansado viajero es dejado desnudo, ensangrentado, fracturado y medio muerto (Lc 10:30). Entra en escena a la derecha: un sacerdote. Él ve y pasa cerca del otro lado del camino. Lo mismo sucede con el levita que viene después (Lc 10:31-32). ¿Y si esto fuera un cadáver? No pueden arriesgarse a la contaminación. Quién sabe qué clase de malabarismo ético ellos empleaban para racionalizar, incluso santificar su falta de compasión. Cuando veamos al necesitado, especialmente en situaciones de riesgo, cuando está en juego algo más que conveniencia, ¿ayudaremos o seguiremos de largo? Charles Spurgeon, cuyo púlpito estaba en el corazón de una gran ciudad llena de maravillas y riquezas, pobreza y crimen, una vez amonestó a la congregación del Tabernáculo Metropolitano de Londres:
Te has reído de lo que el sacerdote pudo haber dicho, pero si te inventas excusas cada vez que ves necesidades reales y las puedes suplir, no te rías de tus excusas, el diablo hará eso; es mejor que llores por ellas, ya que hay una razón más grave por qué lamentar que tu corazón sea duro con tus semejantes cuando están enfermos, y quizás enfermos de muerte.
Una entrada inesperada, en escena a la izquierda: un samaritano. El jurista sabe que no hay nada bueno en un samaritano. Sin embargo, el samaritano tiene «splanchna». Esta no es la palabra griega más elocuente al salir de los labios, pero tiene que ser una de las más bellas. Esta palabra significa «compasión»; y el samaritano derrama el aceite y el vino de la compasión sobre las heridas del hombre y las venda. Qué tierna escena. Jesús dice que el samaritano tiene compasión. Pero, en cierto sentido, la compasión ha consumido al samaritano. Él da y da en abundancia. Nada hace falta para el cuidado de este pobre extraño en el mesón (Lc 10:33-35).
Ahora, Jesús le devuelve la pregunta al experto de la ley. En lugar de responderle: «¿Quién es mi prójimo?» Jesús, extrayendo una apología incuestionable de su conmovedor relato, le pregunta: «¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» (Lc 10:36). La arrogancia del jurista está bajo ataque compasivo. Él responde: «El que tuvo misericordia de él» (Lc 10:37).
Quizás el jurista ha comenzado a entender. Necesitamos considerar nuevamente el mensaje y el estilo de la misericordia de Jesús. Debemos ir y hacer lo mismo. Casi a todos nos toca transitar, lastimados y golpeados, por el camino a Jericó, por así decirlo. Ese camino puede ser problemas emocionales, financieros, enfermedad, adicción o conflictos matrimoniales. ¿Triunfará la compasión sobre la conveniencia? ¿O la piedad sobre los prejuicios? ¿Triunfará la tierna comprensión sobre la tiranía de lo urgente? ¿Y qué si alguien terminara en el camino a Jericó por necedad pecaminosa? ¿Debería molestarme en ayudar a alguien así? Sin embargo, ¿no es así como la mayoría de nosotros terminamos en nuestro propio camino a Jericó?
¿Y qué si la persona en necesidad no se parece en nada a mi? Quizá alguien que se identifique mejor debería ayudarla. Pero la pregunta no es: «¿Cómo alguien cuyo color de piel no es como el mío, cuyas creencias difieren de las mías, cuyo pasado sexual, presente o futuro es avergonzante puede ser mi prójimo?» Más bien, debemos preguntarnos: «¿De quién tengo la oportunidad y el privilegio de ser prójimo en este día? » Si, como dice el Salmo 23:6, la gracia está en una carrera de persecución, entonces unámonos a la carrera. Incluso si —especialmente si— esa carrera es arriesgada y costosa. Incluso si—especialmente si— no contamos con muchos recursos económicos. Después de todo, la carrera de la vida cristiana a la que Hebreos 12:1 se refiere es una agona, es decir, puede ser agonizante y difícil. Jonathan Edwards una vez predicó un sermón bien confrontador, «El deber de la caridad a los pobres», en el cual preguntó:
Si nunca estamos obligados a aliviar las cargas de los demás, sino solo cuando podemos hacerlo sin cargarnos a nosotros mismos, entonces, ¿cómo llevaremos las cargas de nuestro prójimo cuando no soportamos ninguna carga en absoluto? Aunque es posible que no tengamos en abundancia puede darse el caso de que nos veamos obligados a socorrer a otros que están en mucho mayor necesidad, como lo indica esa regla de Lucas 3:11: “El que tiene dos túnicas, comparta con el que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo”.
Cuando damos nuestra túnica para cubrir el frío de la desnudez de otro, nos revestimos de tierna compasión (Col. 3:12). No nos demos la vuelta como el joven rico en Marcos 10:17-22, queriendo ganar la vida eterna y desanimado porque sus grandes posesiones lo poseían a él.
Somos la posesión preciada de Aquel que se hizo nuestro prójimo, que se hizo carne, que habitó entre nosotros, que corrió la carrera por nosotros, cumpliendo toda la ley, cargado con nuestro pecado, dejado ensangrentado, golpeado y muerto en la cruz. Él nos levantó del camino a Jericó de nuestro propio pecado y quebrantamiento, derramó sobre nosotros el aceite y el vino de la salvación, nos envolvió con una nueva «túnica» —el manto de Su justicia (Is 61:10)— vendó nuestras heridas a través de Sus heridas (Is 53:5), y aseguró un lugar para nosotros en el mesón del lugar santísimo, más allá del velo (Heb 6:19). Él ahora nos pide que seamos prójimos amorosos.
En lugar de preguntar qué debemos hacer para ganar la vida eterna, nos convertimos en prójimo de los necesitados, no para ganar la vida eterna, sino para evidenciar que tenemos vida eterna; no para merecer nuestra justificación, sino para manifestar que somos justificados por una gracia que nos persigue, especialmente cuando deambulamos por los caminos más remotos y peligrosos.