Vendrán dificultades
25 septiembre, 2021La Iglesia confesional en la historia
29 septiembre, 2021Un cristianismo consistente
Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La ética cristiana
Con frecuencia, en la Biblia se trata el tema de la hipocresía pero rara vez se menciona de manera diplomática. Originalmente designaba a un actor actuando con una máscara pero luego la palabra adquirió la connotación negativa de una inconsistencia entre lo que uno cree y cómo actúa. Esta inconsistencia se puede entender de dos maneras. Algunas inconsistencias son pretensiones de justicia propia, actuando como si uno fuera justo y virtuoso de manera exterior, mientras se carece de convicción interior. Hay muchos ejemplos de esto en los Evangelios. Jesús criticó deliberadamente a muchos que estaban más interesados en la alabanza pública por sus actos religiosos de orar, ayunar y dar limosna (Mt 6:2, 5, 16), aquellos que condenaban los pecados de otros mientras ignoraban los suyos propios (7:5) y aquellos que adoraban de labios y externamente pero sin sinceridad (15:8-9). Jesús llamó la atención sobre la hipocresía de muchos líderes religiosos de Su tiempo comparándolos con vasos y platos que están limpios por fuera mientras permanecen sucios en su interior, y con «sepulcros blanqueados», como algo hermoso por fuera que cubre la muerte por dentro (23:25-28). Esta inconsistencia —pretensión espiritual externa o falsa espiritualidad— es la descripción más común de hipocresía.
Pero la hipocresía también puede referirse a una inconsistencia de otro tipo: pretender no tener convicciones internas cuando ejercitarlas es inconveniente o difícil. En Gálatas 2, Pablo relata una interacción importante que tuvo con Pedro y Bernabé (vv. 11-14). Cuando Pedro se unió a Pablo en Antioquía, inicialmente disfrutó de la compañía y hermandad de los cristianos gentiles sin vacilar ni dudar. Esto es totalmente consistente con la creciente comprensión de Pedro del mensaje del evangelio, que rompe las tradiciones y distinciones que separaban a los judíos de los gentiles (ver Hch 10-11). Sin embargo, cuando llegaron otros llamados «los de la circuncisión», que mantenían las distinciones tradicionales entre judíos y gentiles, Pedro «empezó a retraerse y apartarse» (Gal 2:12). ¿Por qué? Por su temor a los hombres. Cuando Bernabé y muchos otros judíos comenzaron a seguir a Pedro, Pablo se enfrentó a Pedro y lo reprendió por su hipocresía (v. 13). Pedro debió haberlo sabido. Aunque realmente creía en el poder del evangelio para derribar las barreras humanas, siguió las costumbres de los hombres por temor al juicio de ellos. Sus acciones externas eran incompatibles con sus convicciones internas.
Si somos honestos, luchamos contra ambas formas de inconsistencia. En la Iglesia, a menudo buscamos la aceptación y el reconocimiento de otros creyentes hablando, actuando y sirviendo en maneras que nos hagan parecer más fieles, más conocedores y más maduros de lo que realmente somos. Además, en nuestra vida diaria, con frecuencia buscamos la aceptación y el reconocimiento del mundo silenciando nuestras convicciones y ocultando nuestros compromisos en la forma en la que hablamos, actuamos y servimos. Nada de esto es aceptable.
Las Escrituras nos exhortan a ser cristianos consistentes, con una vida de fe informada y motivada por el evangelio. Claro, esto es más fácil decirlo que hacerlo. Tal vez la iglesia de Colosas nos instruya. Cuando Pablo escribió su carta a esa congregación, la iglesia de Colosas era pequeña y nueva, y muchos de sus creyentes estaban luchando para vivir su fe en un mundo confuso y hostil. Por todos lados había filosofías, sabidurías y religiones que animaban a estos creyentes a silenciar, mezclar y, en ocasiones, a abandonar su fe. A estos cristianos que luchaban para vivir su fe, ¿qué les dijo Pablo? Les recordó enfática y repetidamente a los colosenses que Cristo es supremo sobre todas las cosas y que todos los creyentes le pertenecen (Col 1:15-20). Como dice de manera muy bella el Catecismo de Heidelberg: «Que yo en cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo» (pregunta y respuesta 1). Además, si le pertenecemos, entonces como creyentes debemos andar «como es digno del Señor» (Col 1:10; ver 2:6).
Pablo consideró la idea de vivir «como es digno del Señor» lo suficientemente importante como para repetirla en otros lugares con ligeras variaciones, ya que instó a los creyentes a vivir de una manera digna «del evangelio de Cristo» (Flp 1:27), «de la vocación con que habéis sido llamados» (Ef 4:1) y de «Dios» (1 Tes 2:12). Esta es una vida tan transformada por Cristo que ya no busca mayor identidad ni mejor estatus pretendiendo ser algo más que pecadores salvados por gracia. Esta es una vida tan conformada a Cristo que seguir la voluntad de Dios en Cristo ya no es un sacrificio, sino un gozo persistente, incluso cuando seguirlo fielmente implique persecución y sufrimiento. Esta es una vida tan centrada en Cristo que agradarle a Él es el primer y único propósito en la vida, de modo que ya no seamos tentados a agradar a otros pretendiendo ser más o menos de lo que realmente somos. Como dijo de modo provechoso Juan Calvino:
Por lo tanto, si se pregunta qué clase de vida es digna de Dios, tengamos siempre presente esta definición de Pablo: que es una vida tal que, dejando las opiniones de los hombres, y dejando, en suma, toda inclinación carnal, está regulada de manera que queda sujeta únicamente a Dios.
Esto significa que ya sea en privado o en público, en la Iglesia o en el mundo, ante un amigo o enemigo, o en persona o en línea, vivimos consistentemente de una manera digna de alguien que es amado por Cristo, salvo por Cristo y que pertenece a Cristo.
Un cristianismo consistente es lo que la Palabra enseña y lo que el mundo necesita. Nuestras iglesias no necesitan cristianos con egos inflados sino creyentes que a diario entiendan que «es necesario que Él crezca, y que yo disminuya» (Jn 3:30). Nuestras comunidades y sociedades no necesitan cristianos que se desvanezcan en el trasfondo de la cultura y la vida actuales; en cambio, necesitan de aquellos que con fidelidad y consistencia en lo ordinario den testimonio de una vida y una realidad que no son de este mundo. Esto no es algo que podamos hacer por nosotros mismos, pero damos gracias «Porque Cristo, que nos ha redimido y liberado por Su sangre, también nos renueva a Su propia imagen por Su Espíritu Santo, para que así demos testimonio, a través de toda nuestra conducta, de nuestra gratitud a Dios por Sus bendiciones, y para que Él sea alabado por nosotros» (Catecismo de Heidelberg, 86).