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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XIX
En muchos sentidos —no solo políticamente, sino también moral, cultural e incluso espiritualmente—, el siglo XIX estuvo dominado por la Revolución francesa de 1789 y sus secuelas. La Revolución francesa introdujo una nueva fuerza en la historia mundial: la democracia como «evangelio». Cuando la clase media francesa tomó el poder de manos de una monarquía y una aristocracia decadentes, fue impulsada por la devoción de la Ilustración a la soberanía de la razón en los asuntos humanos. No debe permitirse que ninguna tradición, por antigua o venerable que sea, se interponga en el camino de la razón. Esto fue muy diferente al espíritu de la Revolución americana de 1775-1781, la cual se estableció sobre principios legales británicos. Por el contrario, los revolucionarios franceses querían deshacerse de la historia y recrear la sociedad humana, basándose en ideales puramente racionales. Esto se reflejó en su reforma del calendario: 1789 se convirtió en el año 1. El tiempo ya no se mediría por el nacimiento redentor del Salvador sino por el renacimiento revolucionario de la humanidad.
Si hoy en día vemos la democracia como una especie de evangelio político que debemos vender (o imponer) al mundo, estamos reflejando que somos hijos de la Revolución francesa. Puede que valga la pena reflexionar en el hecho de que muy pocos pensadores cristianos estaban de acuerdo con esta idea en ese tiempo. Esto se debió en parte a que creían en el pecado original. Los seres humanos son incapaces de comportarse racionalmente durante mucho tiempo. El mismo destino de la revolución de Francia demostró esto cuando la «república racional» pronto se transformó en el imperio militar personal de Napoleón Bonaparte, sumergiendo a Europa en las guerras napoleónicas (1803-1815). Esos años sangrientos y turbulentos terminaron cuando Napoleón fue finalmente derrotado en Waterloo, Bélgica, por una coalición formada principalmente por Gran Bretaña, Prusia, Austria, los Países Bajos, Suecia y Rusia.
Aunque Napoleón se había apropiado de la Revolución francesa para lograr sus propias ambiciones, la gente nunca olvidó lo que sucedió en Francia en 1789. Siguió siendo una inspiración y un grito de guerra en toda Europa, estallando una y otra vez (como en 1848, el «año de las revoluciones», que sacudió a los gobiernos conservadores en muchas capitales europeas). El ideal de la democracia racional y la soberanía popular llegó al mundo para quedarse.
La derrota militar de Napoleón llevó a las naciones victoriosas a rediseñar el mapa de Europa y, en cierto sentido, del mundo. Fue a raíz de la caída de Napoleón que el Imperio británico pudo alcanzar su cenit de poder mundial. El gran imperio colonial de la España catolicorromana estaba en declive, mientras que Gran Bretaña construía sobre los cimientos que había puesto en el siglo XVIII para convertirse en la nueva potencia colonial principal. Esto condujo a la exportación del idioma inglés y de aspectos de la cultura británica a otras partes del mundo. La religión británica, el cristianismo protestante, demostró ser igualmente exportable. En muchos casos (aunque no en todos), los misioneros protestantes británicos podían trabajar bajo la protección de las autoridades coloniales británicas.
Ahora varios territorios globales, pero África en particular, se dividirían entre los nuevos imperios coloniales europeos: Gran Bretaña, Alemania, Bélgica, los Países Bajos y una Francia posnapoleónica. Estos imperios globales significaban que si alguna vez hubiera una «guerra civil europea» (como la que estalló en 1914), gran parte del resto del mundo inevitablemente se vería involucrada en ella, convirtiendo una guerra europea en una guerra mundial.
DESARROLLOS TEOLÓGICOS
La Europa continental no solo dominó la escena política en el siglo XIX, sino también la escena teológica. Fue en el principal estado alemán de Prusia donde nació la «teología liberal» en la vida y obra de Friedrich Schleiermacher (1768-1834). Allí también surgió un tipo de protestantismo más filosófico a través de la vida y obra de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). Ambos hombres ejercerían una enorme influencia en el mundo protestante durante los próximos cien años.
Schleiermacher y Hegel no fueron los únicos pensadores protestantes clave en la Europa del siglo XIX. Una tercera postura fue adoptada por el gran luterano danés Søren Kierkegaard (1813-1855). Aunque muchas veces ha sido caricaturizado como un mero irracionalista, Kierkegaard era un luterano ortodoxo en su teología. Sin embargo, reaccionaba apasionadamente contra todos los intentos de «domesticar» el cristianismo, ya sea como una «religión nacional» (la iglesia estatal luterana de Dinamarca) o como un sistema filosófico (Hegel). En protesta, Kierkegaard —un genio literario y religioso desde todos los puntos de vista— enfatizó lo que llamó la «subjetividad» de la verdad. Con esto se refería a la respuesta profundamente personal que Jesucristo exige a cada individuo. De nada servía creer (o pensar que uno cree) en la verdad objetiva sin una apropiación subjetiva de la verdad por parte del individuo en lo más profundo de su propia existencia única.
Además, Kierkegaard insistía en que la verdad cristiana no se prestaba necesariamente a un cómodo análisis racional, como parecían pensar los teólogos influenciados por la Ilustración. El cristianismo —especialmente en su doctrina fundamental de la encarnación— trasciende la razón por la «paradoja» de que una persona es simultáneamente el Dios infinito y eterno y un hombre finito y temporal. Ante tal paradoja, «la razón se golpeó la frente hasta sangrar».
Kierkegaard tuvo un impacto mínimo en su época. Pero después de la Primera Guerra Mundial, sus ideas tuvieron una gran influencia en la «teología dialéctica» de Karl Barth y Emil Brunner, la cual moldeó gran parte de la teología protestante del siglo XX. El gran movimiento filosófico del existencialismo del siglo XX también consideraría a Kierkegaard como su fundador; sin embargo, su apreciación de su énfasis en la autenticidad individual a menudo ignoraba su fe cristiana.
PROTESTANTISMO BRITÁNICO
Para no quedar demasiado cautivados por el poder y el impacto teológicos de la Europa continental, pasemos a la escena británica. Gran parte de la teología protestante del siglo XIX, especialmente la evangélica, estuvo marcada por lo que los eruditos han llamado «la búsqueda de la iglesia». Esto puede haber sido en parte un reconocimiento de la debilidad evangélica en el área de la eclesiología (la doctrina de la iglesia). Cualesquiera que sean sus causas, tres formas significativas de esta «búsqueda de la iglesia» surgieron en la Gran Bretaña del siglo XIX, y desde allí adquirieron una importancia mucho mayor.
Primero, en la Iglesia de Inglaterra se desarrolló lo que hoy llamaríamos anglocatolicismo. En su día, fue conocido como el Movimiento de Oxford (por la prominencia del movimiento en la Universidad de Oxford) o Puseyismo (por Edward Pusey, uno de sus principales defensores). El anglocatolicismo fue básicamente una reacción al racionalismo y moralismo prevalecientes entre el clero anglicano y contra la subordinación de la Iglesia de Inglaterra al estado inglés. Los anglocatólicos se esforzaron por reafirmar el carácter sobrenatural de la fe y de la iglesia. Tuvieron un gran éxito y pronto se convirtieron en uno de los principales partidos dentro del anglicanismo. Un número significativo de anglocatólicos eran evangélicos desencantados. Otros conservaron un entusiasmo evangélico por predicar la salvación por la fe personal, pero lo combinaron con rituales medievales muy «elevados» y elaborados.
El anglocatolicismo tuvo un impacto mundial en la comunión anglicana. Sin embargo, su portavoz más elocuente abandonó el movimiento por el catolicismo romano. Este fue John Henry Newman (1801-1890), quien en 1845 fue recibido en la Iglesia Católica Romana. Hoy Newman es considerado uno de los más grandes teólogos catolicorromanos del siglo XIX. A menudo se le considera un padre espiritual del «nuevo» catolicismo romano que ganó prominencia a través del Concilio Vaticano II (1962-1965).
Parte del secreto de la brillantez de Newman reside en su dominio supremo del idioma inglés. Sus Sermones parroquiales son obras maestras de elocuencia en el púlpito. Su Apologia pro vita sua es una de las biografías religiosas más cautivadoras jamás escritas. Su Gramática del asentimiento es un rico ensayo filosófico que explora la naturaleza de la fe. No solo los católicos romanos sino también algunos protestantes han encontrado los escritos de Newman extremadamente interesantes y perspicaces (para los protestantes, quizás porque son textos provocadores).
La segunda forma adoptada por la «búsqueda de la iglesia» británica fue el movimiento de los Hermanos. Al igual que muchos anglocatólicos, los Hermanos eran originalmente anglicanos desilusionados con la Iglesia de Inglaterra. Sus orígenes son complejos, pero un semillero importante fue la Conferencia anual de Powerscourt sobre profecía bíblica, celebrada entre 1831 y 1833 en Irlanda (que en ese momento formaba parte del Imperio británico). Después de 1833, las conferencias sobre profecía continuaron celebrándose en otros lugares. Las figuras destacadas fueron John Nelson Darby (1800-1882), Anthony Norris Groves (1795-1853) y Benjamin Wills Newton (1807-1899).
Lo que finalmente tomó forma fue un nuevo cuerpo religioso cuyos principales distintivos fueron el rechazo de un solo pastor de tiempo completo pagado por la congregación a favor de un ancianato laico más corporativo; un estilo de adoración más abierto (con varios individuos autorizados a dar palabras de exhortación); y una nueva creencia premilenial conocida como dispensacionalismo. La diferencia básica entre el premilenialismo histórico y el dispensacionalismo es que este último declara que los mil años del reinado de Cristo en la tierra no será un milenio eclesial sino un milenio judío en el que el propósito de Dios para Israel volverá a tener una importancia central. Los Hermanos se convirtieron en un movimiento mundial y transmitieron sus creencias dispensacionales a muchos otros grupos cristianos, especialmente en los Estados Unidos.
La tercera forma adoptada por la «búsqueda de la iglesia» británica fue la Iglesia Católica Apostólica. Esto a veces recibe el sobrenombre de «irvingismo» en honor a su pionero Edward Irving (1792-1834), uno de los predicadores y teólogos británicos más pintorescos y excéntricos del siglo XIX. Originalmente un ministro de la Iglesia de Escocia, Irving fue depuesto en 1831 por su creencia en la humanidad «caída» de Cristo (que la naturaleza humana de Cristo tenía la misma propensión a pecar que la nuestra, pero que el Espíritu Santo neutralizó esta tendencia en el caso de Cristo). Esta creencia, o algo parecido, fue muy favorecida en la teología del siglo XX, pero se consideraba una herejía en la época de Irving.
Sin embargo, Irving y sus discípulos hicieron algo más significativo después de su deposición. Experimentaron lo que debemos llamar el primer movimiento pentecostal moderno, y sobre esa base fundaron la Iglesia Católica Apostólica, organizada formalmente en 1835 después de la muerte de Irving. Los pentecostales y carismáticos modernos a veces miran hacia atrás a Irving y a la Iglesia Católica Apostólica como los precursores de sus propios movimientos. Lo que hizo peculiar a la Iglesia Católica Apostólica desde un punto de vista pentecostal/carismático moderno fue su adopción de una forma de adoración claramente litúrgica y un gobierno eclesiástico claramente jerárquico.
La influencia de la liturgia católica apostólica fue mucho mayor que la de su denominación de origen. Sin embargo, con el tiempo la iglesia se extinguió en Gran Bretaña. Debido a que había echado raíces en la Europa continental, vivió de una forma u otra durante otros cien años en Alemania y los Países Bajos, y a través de la emigración en Australia y Sudáfrica. Hoy se recuerda principalmente por ser la precursora del nacimiento del pentecostalismo en el Avivamiento de la Calle Azusa en 1906-1913.
CAMBIOS EN LA RELIGIÓN ESTADOUNIDENSE
Estados Unidos, la nueva nación al otro lado del Atlántico, también dio a luz a una buena cantidad de movimientos religiosos nuevos o impactantes en el siglo XIX. El Segundo Gran Avivamiento, desde 1795 aproximadamente hasta la década de 1830 o posiblemente de 1840, tuvo una amplia influencia. Una de las características innovadoras de este despertar fue la forma en que el «avivamiento» comenzó a convertirse en «revivalismo». El nuevo distintivo del revivalismo era la creciente creencia de que se podía producir un avivamiento mediante «el uso de medios»; en otras palabras, si los cristianos seguían los métodos correctos, el avivamiento tenía que suceder, tan seguro como que si un agricultor usa los métodos adecuados de siembra y cultivo, se produce una cosecha. Charles Grandison Finney fue quien popularizó el revivalismo.
Los pensadores y predicadores reformados dieron evaluaciones críticas de los «nuevos métodos» de Finney. La respuesta más fascinante provino del Seminario de Mercersburg en Pensilvania, el seminario de la Iglesia Reformada Alemana en América. Esta respuesta fue articulada por el teólogo John Williamson Nevin (1803-1886) de Mercersburg, formado en Princeton, y el historiador de la iglesia suizo Philip Schaff (1819-1893). La Teología de Mercersburg empezó como una réplica crítica a Finney, pero se convirtió en un gran y elaborado llamado a los protestantes estadounidenses a redescubrir a los primeros padres de la iglesia y darle un enfoque más central a la doctrina de la encarnación y a la visión de Calvino (y no a la de Zuinglio) de los sacramentos. Quizás el legado más duradero de Mercersburg fue la traducción de treinta y ocho volúmenes, inspirada por Schaff, de los padres prenicenos, nicenos y posnicenos que adornan las estanterías de muchos pastores en la actualidad.
Otros movimientos religiosos estadounidenses que surgieron del Segundo Gran Avivamiento reaccionaron en contra de la historia y la tradición de la iglesia (la trayectoria opuesta a la de Mercersburg), llamando a una restauración al estilo anabaptista de la vida y la forma de gobierno de la iglesia del Nuevo Testamento. Esto es comparable al Movimiento de los Hermanos en Gran Bretaña. En Estados Unidos, uno de los más influyentes de estos movimientos «restauracionistas» fue el de los Discípulos de Cristo, fundado en 1830 por el bautista Alexander Campbell (1788-1866); de ahí el apodo de «Campbelita». Desde entonces, este impulso restauracionista ha bendecido o acosado al protestantismo estadounidense, según el punto de vista de cada uno.
Un factor único en el cristianismo estadounidense a lo largo de la primera mitad del siglo XIX fue la controversia y las divisiones denominacionales ocasionadas por actitudes radicalmente diferentes hacia la esclavitud. Otros países, como Gran Bretaña y Francia, lograron abolir la esclavitud sin fracturar la sociedad o el estado. Las cosas tomaron un curso diferente en Estados Unidos, donde la institución de la esclavitud estaba demasiado arraigada socialmente para ser desalojada tan fácilmente.
Como resultado, las iglesias estadounidenses quedaron atrapadas en la controversia social sobre la esclavitud. Surgieron dos posiciones generales, con una variedad de puntos de vista en el medio. Algunos líderes de la iglesia adoptaron una postura abolicionista, considerando que la esclavitud era incompatible con las enseñanzas del Nuevo Testamento. Otros argumentaron que la práctica era tolerable o incluso positiva para cristianizar a los afrodescendientes. Dado que la mayoría de los estados esclavistas estaban en el sur, esto condujo a divisiones denominacionales a lo largo de un eje norte-sur, lo que reforzó la creciente división sociopolítica entre las dos regiones.
El tema de la esclavitud fue significativo en la elección presidencial de Abraham Lincoln (1809-1865) en 1860. Poco después de su elección, los estados sureños esclavistas se separaron de la Unión. Formaron una nueva nación, los Estados Confederados de América, en el sur. Esto condujo a una guerra en 1861, ya que Lincoln no estaba preparado para tolerar la secesión.
El objetivo de guerra original del norte era restaurar la Unión, pero el tema de la esclavitud terminó pasando a un primer plano. El costo del campo de batalla fue alto, con más de seiscientos mil muertos al final de la guerra. El triunfo final del norte en 1865 trajo no solo la restauración de la Unión de 1860, sino también la abolición legal de la esclavitud. Sin embargo, la emancipación de los esclavos no condujo inmediatamente a su plena integración en la sociedad ni en la iglesia del sur, y tampoco tuvieron una gran aceptación en el norte.
En muchos sentidos, la tradición reformada disfrutó de una edad de oro en los Estados Unidos del siglo XIX. La lista de teólogos y eruditos reformados de este país incluye a Charles Hodge (1797-1878) y su hijo Archibald Alexander Hodge (1823-1886), William G.T. Shedd (1820-1894), Robert Lewis Dabney (1820-1898), James Henley Thornwell (1812-1862), Benjamin Morgan Palmer (1818-1902), John Girardeau (1825-1898), John B. Adger (1810-1899) ), William H. Green (1824-1900), Benjamin Breckinridge Warfield (1851-1921), entre muchos otros. Ninguna otra tierra produjo tal cosecha de talento reformado. En particular, el Princeton Theological Seminary (Seminario Teológico de Princeton), presidido por Charles Hodge, fue una potencia de la teología reformada.
Sin embargo, los Estados Unidos del siglo XIX también produjeron una sorprendente variedad de movimientos religiosos poco ortodoxos. A este siglo le debemos los orígenes del mormonismo, de los testigos de Jehová, de la ciencia cristiana y del adventismo del séptimo día. Prácticamente todos estos y otros movimientos sectarios tenían en común la atribución de algún tipo de autoridad extrabíblica a uno o más de sus fundadores, quienes decían haber recibido profecías, visiones o revelaciones escritas junto a la Biblia. Notoriamente, Joseph Smith (1805-1844), el fundador de los mormones, fue un profeta autoproclamado que profesaba ser el agente elegido por Dios para restaurar el cristianismo verdadero en un mundo cristiano que hace tiempo había apostatado.
Otro tipo de religión antibíblica —el pensamiento religioso sincrético y panteísta del mundo oriental— también llegó a influir cada vez más en Occidente durante este período. Esto se debió en parte a la forma en que el mundo se estaba convirtiendo en un lugar más pequeño a través del progreso tecnológico. Los viajes y las comunicaciones se estaban volviendo mucho más fáciles y rápidos. Los imperios coloniales europeos también contribuyeron a canalizar el pensamiento oriental hacia Occidente. Estados Unidos tenía su propia escuela religiosa de pensamiento, el trascendentalismo de Nueva Inglaterra, que reflejaba muchos temas orientales. El sincretismo panreligioso favorecido por este estilo de pensamiento se expresó concretamente en la fundación del Parlamento Mundial de las Religiones en 1893. Todo esto presagiaba el ecumenismo multirreligioso que se volvería políticamente correcto en el siglo XX.
FILOSOFÍAS QUE ALTERARON EL MUNDO
Otros movimientos significativos que comenzaron en el siglo XIX y que afectaron grandemente al siglo XX se encuentran más en el área de la teorización filosófica (política, científica), fuera de la iglesia. El comunismo en su forma moderna se originó en el siglo XIX con las enseñanzas políticas del pensador alemán Karl Marx (1818-1883). Marx fue una especie de discípulo renegado de Hegel; despojó a la filosofía de Hegel de todo lo espiritual e interpretó la historia humana en términos totalmente materialistas y económicos. Hegel decía que, por medio de un proceso histórico inevitable, todo conducía a una manifestación suprema del «Espíritu», pero Marx decía que todo conducía a la utopía mundana de una sociedad sin clases. En la vanguardia de este desarrollo se encontraba la clase obrera, que tenía que unirse a través de todas las divisiones nacionales y romper las cadenas de sus ricos opresores capitalistas.
En manos de Marx, el comunismo tampoco fue amistoso con la religión, a la que él llamó «el opio del pueblo», es decir, un refugio similar a una droga para trabajadores que sufrían y eran ignorantes. Cuando surgiera la sociedad sin clases, el sueño de la religión se desvanecería porque ya no sería necesaria. La profecía de Marx fue radicalmente falsificada en las sociedades comunistas del siglo XX, donde la religión siguió siendo una poderosa realidad a pesar de todos los intentos de los estados comunistas por erradicarla.
El siglo XIX también vio el trabajo trascendental del científico inglés Charles Darwin (1809-1882) y su teoría del desarrollo de la vida (evolución) durante vastas eras de tiempo a partir de una o unas pocas formas originales. Aquí debemos tener cuidado. De hecho, la teoría de la evolución biológica había existido durante la primera mitad del siglo XIX, muchas décadas antes de El origen de las especies (1859) de Darwin. Lo que hizo el tratado histórico de Darwin fue ofrecer un mecanismo —la selección natural (a veces llamada «la supervivencia del más fuerte»)—que aparentaba ser científicamente viable para comprobar la teoría de la evolución. El resultado final de la teoría de Darwin fue hacer más aceptable y respetable el concepto más general de la evolución biológica.
Aunque la teorización de Darwin tuvo lugar en el ámbito científico, los pensadores cristianos se preguntaron sobre su impacto en la narrativa bíblica. Las respuestas cristianas fueron extremadamente variadas. Algunos no vieron ningún problema en la teoría de Darwin mientras se considerara que la soberanía de Dios estaba detrás de la selección natural. Otros, sin embargo, argumentaron que Darwin había enmarcado su teoría de tal manera que el Dios cristiano parecía redundante o simplemente ridícula. Las semillas de las feroces controversias religiosas posteriores entre la «evolución teísta» y el «creacionismo», que aún hoy generan divisiones, se sembraron desde el comienzo mismo del impacto de Darwin.
Otro pensador del siglo XIX digno de mención es el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900). Con más honestidad que la mayoría, contempló el vacío ateo de la existencia sin Dios y concluyó que nada tenía sentido («nihilismo», del latín nihil, nada), excepto por la lucha de los fuertes por dominar a los más débiles. Al rechazar el cristianismo y verlo como la religión de los débiles, una «moralidad de esclavos», Nietzsche profetizó la llegada de un Übermensch (un «superhombre», literalmente) que encarnaría la belleza y la virilidad humanas sin Dios y sin compasión por los débiles. Algunos creen que muchas de estas ideas malvadas se hicieron realidad durante el Tercer Reich de Adolf Hitler.
En el extremo opuesto a Nietzsche, debemos mencionar al escritor ortodoxo ruso Fyodor Dostoyevski (1821-1881), quien muchos dicen que es el mejor novelista de todos los tiempos. Dostoyevski también contempló el vacío ateo, pero su conclusión fue contraria a la de Nietzsche: el único sentido válido de la vida humana reside en el Dios de Jesucristo. En sus novelas como El idiota, Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, Dostoyevski explora estos temas con una brillantez imaginativa única.
ROMA RESPONDE A LA MODERNIDAD
Por último, la Iglesia Católica Romana experimentó grandes cambios en el siglo XIX. En reacción a los excesos anticatólicos de la Revolución francesa, la nota predominante de estos cambios fue intensamente conservadora. Se encarnaron en la figura del papa Pío IX (papa desde 1846 a 1878). Lo apodaron «Pio Nono», porque siempre decía «no» a todo lo moderno. Durante el pontificado de Pío, la Iglesia Católica Romana definió formalmente dos nuevos dogmas como vinculantes para los fieles. El primero fue la inmaculada concepción de la Virgen María (1854) —la concepción sin pecado de María— que hasta ese entonces había sido simplemente una opinión negada por algunos de los principales teólogos de Roma, como Tomás de Aquino. El segundo fue la infalibilidad papal, proclamada en el Concilio Vaticano I en 1870.
En el siglo XIX, Roma se vio a sí misma como la ciudad de Dios en guerra, luchando en dos frentes: contra el protestantismo que el Imperio Británico había diseminado en todo el mundo, y contra todas las tendencias «liberales» y progresistas de la civilización occidental en el siglo XIX. Pocos en ese momento podrían haber previsto el colapso total de esta mentalidad entre los católicos romanos en el siglo venidero. Una de las lecciones más impactantes de la historia de la iglesia es que rara vez nos permite predecir cómo se desarrollará la historia futura.