Enséñanos a contar nuestros días
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He viajado por la tierra de Narnia. Hace casi diez años, tuve el privilegio de hospedarme en Rathvinden House, una mansión ubicada en el verde paisaje campestre del condado de Carlow, Irlanda. En aquel entonces, la propiedad de Rathvinden le pertenecía a Douglas Gresham, el hijastro de C. S. Lewis, quien también la administraba.
Una tarde, mientras caminaba por los jardines de la propiedad con un amigo, nos encontramos con una pradera verde, frondosa y simplemente deslumbrante. Cuando subimos a la cúspide y contemplamos su majestad, uno de nuestros anfitriones se acercó a nosotros y nos dijo: «A esto le llamamos la tierra de Narnia». Era como si hubiéramos entrado a un mundo distinto. Además, como yo sabía que no estábamos muy lejos del lugar donde nació C. S. Lewis, me sentí como si hubiera ingresado al mismísimo mundo del autor.
Aunque Lewis no profesaba el calvinismo, sí profesaba el cristianismo, y el Señor, en Su soberanía, venció el ateísmo que solía profesar al sacarlo de su mundo oscuro y ateo donde siempre había invierno, pero nunca Navidad, para ponerlo en el mundo de Jesucristo, que está activo destruyendo toda fortaleza, especulación y razonamiento altivo que se levanta contra Dios, a fin de que pongamos todo pensamiento en cautiverio para obedecer a Cristo y vivir coram Deo, delante de Su rostro y en Su reino, para siempre.
Por Su gracia, el Señor puso en cautiverio la mente de C. S. Lewis, quien, a su vez, cautivó las mentes de muchos cristianos de todo el mundo con palabras como estas: «Si lees historia, descubrirás que los cristianos que más hicieron por el mundo presente fueron precisamente los que más pensaron en el próximo. Los cristianos han dejado en gran medida de pensar en el otro mundo, y por eso se han vuelto tan ineficaces en este».