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Henry Cabot Lodge afirmó en una ocasión: «Casi todo el trabajo histórico que merece la pena hacer en el momento actual en la lengua inglesa es el trabajo de retirar los montones de basura heredados del pasado inmediato». En otras palabras, lo que necesitamos no es tanto «una nueva perspectiva» sino una bien antigua. Lo que necesitamos es recuperar la memoria de aquellos grandes hombres y movimientos oscurecidos por las modas y los caprichos del momento.
La grandeza de algunos hombres puede verse en la medida en que sobresalen de los movimientos que lanzaron. Pero los más grandes hombres son aquellos cuyos movimientos se levantaron sobre ellos, hasta el punto de ocultarlos.

Gerhard Groote fue un hombre precisamente así. Sería difícil encontrar una sola página de la historia moderna escrita sobre él. Pero sería aún más difícil encontrar una sola página de la historia moderna que no se haya visto profundamente afectada por él. Vivió en los tumultuosos días del siglo XIV. Contemporáneo de John Wyclif, Geoffrey Chaucer y Jan Hus, vio el azote de la peste negra que arrastró a una cuarta parte de la población mundial en una ola de pestilencia; vio a Francia e Inglaterra enzarzadas en la conflagración irresoluble de la Guerra de los Cien Años; vio a la Iglesia occidental desgarrada por el Gran Cisma que produjo dos, a veces tres, a veces incluso cuatro, papas; y vio el auge de las universidades y la influencia asfixiante del escolasticismo humanista. Las iglesias estaban desgarradas por la corrupción, los reinos se veían sacudidos por la inestabilidad, las familias estaban divididas por la adversidad y los propios cimientos de la civilización cristiana en Occidente parecían desmoronarse.
Ciertamente fueron días muy difíciles. Los problemas a los que se enfrentaban los hombres y las naciones parecían casi insuperables. Los agoreros estaban en su mejor momento. ¿Te suena familiar?
Groote fue criado en casa de un próspero comerciante y recibió la mejor educación disponible. Por desgracia, le resultaba difícil tomarse en serio las afirmaciones de sus maestros académicos, sus mentores eclesiásticos y sus compañeros de la iglesia. Como muchos de sus contemporáneos, llegó a la conclusión de que la maldad manifiesta de la iglesia y el descarado libertinaje de la universidad se oponían a cualquier creencia seria en el evangelio. En consecuencia, abandonó sus convicciones y gastó su juventud y riqueza en una disipación imprudente y despreocupada. Pasó progresivamente de mocoso mimado a juerguista y a grosero insufrible. Cuando por fin fue detenido por la gracia y se convirtió, había probado todos los placeres que ofrecía el mundo medieval, y aún anhelaba más.
Como ardiente recién convertido en medio de una iglesia inundada de impiedad promiscua, alzó una voz profética urgente contra los males de su época. Comenzó a modelar una vida de discipulado radical y atrajo a un gran número de seguidores en su tierra natal, los Países Bajos.
Con el tiempo, el movimiento de Groote llegó a ser conocido como los Hermanos de la Vida Común. Él y sus seguidores estaban comprometidos con la autoridad de la Escritura primero y sobre todo. Promovieron una predicación bíblica práctica y accesible para el cristiano de a pie. Fueron pioneros en las traducciones vernáculas de la Biblia y fundaron escuelas para educar a los jóvenes de ambos sexos para que fueran creyentes sabios y con criterio, así como ciudadanos eficaces y de éxito.
El avivamiento provocado por el movimiento fue genuino, vibrante e incluso ampliamente admirado. Aun así, no se podía esperar que hiciera mella en los abrumadores problemas de la época. De hecho, la letanía de males del siglo XIV continuó, aparentemente sin disminuir. Cuando Groote murió, algunos afirmaron que sus esfuerzos de renovación fueron, en definitiva, obstaculizados por la realidad feroz de las circunstancias de la época. Él fue, según todos los indicios, un fracaso.
Pero a lo largo de su vida y ministerio, Groote estaba sentando las bases de algo que podría perdurar mucho más allá de su propia vida y ministerio. Tenía un plan multigeneracional. Comprendió que a la civilización occidental le había tomado mucho tiempo en meterse en el lío en el que estaba y que ningún hombre o movimiento, por muy potente o eficaz que fuera, podría cambiar las cosas de la noche a la mañana. Por eso el corazón y el alma de su plan era difundir la Escritura y construir escuelas. Su teología del pacto le había llevado a tener una visión generacional que le permitía invertir en un futuro que probablemente nunca vería en esta tierra.
Fue una estrategia sabia. Sorprendentemente, en menos de un siglo y medio la estrategia empezó a dar abundantes frutos: fue en esas dispersas y aparentemente insignificantes escuelas de los Hermanos de la Vida Común donde se formarían finalmente casi todos los reformadores magistrales: Lutero, Zuinglio, Calvino, Melancthon, Bucero y Beza.
Un hombre desconocido cambió el curso de la historia —aunque generaciones más tarde— simplemente viviendo las implicaciones de la gracia radical y la fidelidad del pacto justo donde él estaba. Se enfrentó a las imposibles probabilidades de una cultura que se había vuelto terriblemente mala. Puso en práctica una visión generacional que sentó nuevas bases para la libertad y la prosperidad, simplemente equipando y capacitando a los futuros líderes.
Tal vez mirando hacia atrás a Groote y a su obra reformadora, podamos ver el camino a seguir para la nuestra. Al fin y al cabo, la suya era una visión claramente bíblica, una visión sólida y, por tanto, una visión bastante impopular. Y todavía lo es.