La gracia en las cartas de Pablo
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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La unión con Cristo
La doctrina de la unión con Cristo es fundamental para comprender las riquezas de la gracia de Dios en el evangelio y todas sus implicaciones. Ya sea por las palabras del mismo Jesús, particularmente en pasajes como Juan 15, o por las epístolas saturadas de frases como «en Él», «por medio de Él» y «por Él», es evidente que la unión con Cristo es esencial para definir tanto lo que somos como lo que poseemos como cristianos. Además, esta unión tiene tremendas implicaciones dentro del contexto de la comunión cristiana.
Estamos familiarizados con el lenguaje bíblico que compara al cuerpo de creyentes con un cuerpo humano (Rom 12:4-5; 1 Co 12:12-27; Ef 4:15-16). La base de tales metáforas es la fe de los cristianos individuales en un mismo cuerpo de verdad, es decir, el evangelio. El apóstol Juan lo expresa así: «lo que hemos visto y oído, os proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y en verdad nuestra comunión es con el Padre, y con Su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1:3; ver también 1 Co 15:1-2). O considera las palabras del apóstol Pablo en 1 Corintios 1:2: «a los que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que en cualquier parte invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro». Por más importantes que sean nuestras doctrinas secundarias (aquellas que determinan nuestras afiliaciones denominacionales y elecciones de iglesias locales), lo que nos une como cristianos es nuestra fe en lo que Judas llama «nuestra común salvación» y «la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos» (v. 3).
Aunque a algunos esto les suene minimalista o reduccionista, nuestra unión con Cristo debe llevarnos a ser cordiales y misericordiosos en nuestros debates, diálogos y disputas con otros que también «invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo», pero con quienes podemos tener diferencias significativas en varios puntos. Puede que nuestras conciencias y confesiones respectivas nos impidan adorar juntos o incluso cooperar en diferentes esfuerzos, pero nuestra mentalidad debe ser que aquellos que ponen su fe en la persona y la obra de Jesucristo para su salvación son, hasta donde podemos ver (pues nadie conoce el corazón de otro), hermanos en la fe.
En Efesios 1:15 y Colosenses 1:4, Pablo elogia a sus lectores por su «amor por todos los santos». Haríamos bien en fomentar ese espíritu. No debemos tratar a los cristianos profesantes en nuestras familias, en nuestros trabajos y en nuestros vecindarios como si tuvieran una enfermedad contagiosa cuando tenemos pequeñas diferencias doctrinales con ellos. Más bien, debemos verlos como aquellos por quienes Cristo murió. No debemos estar listos para atacar esos puntos de desacuerdo, sino para buscar formas amables de mostrarles un camino más excelente. Si la mansedumbre y la humildad han de caracterizar cómo defendemos la fe ante los incrédulos (1 Pe 3:15), ¿cuánto más deberíamos esforzarnos por mostrar este espíritu en nuestro trato con otros cristianos?
Además de motivarnos a tratar a otros cristianos con civismo y amor, nuestra unión con Cristo también debe gobernar nuestra percepción de los cristianos en todo el mundo a quienes tal vez nunca veamos cara a cara en esta vida. Aparte del apoyo denominacional a una misión o de la visita ocasional de un misionero extranjero a una iglesia local en un esfuerzo por obtener apoyo, la mayoría de los cristianos occidentales simplemente desconocen lo que otros cristianos tienen que soportar y sufrir a causa de su fe. De ninguna manera digo esto como una acusación. Es sencillamente un recordatorio de que la unión con Cristo y la comunión de los santos deberían ampliar nuestra visión del cuerpo de Cristo y las diversas circunstancias y situaciones que enfrentan muchos de nuestros hermanos. Estoy seguro de que la mayoría de nosotros apoyamos económicamente a los misioneros y a la obra misionera. Los cristianos estadounidenses han demostrado ser muy generosos al brindar socorro y ayuda cuando ocurre un desastre en cualquier parte del mundo. Pero al entender cada vez mejor el concepto de nuestra unión con Cristo y la comunión de los santos, oro para que en nuestras oraciones personales y colectivas tengamos pendiente a hermanos en todo tipo de situaciones.
Hace varios años estaba realizando entrevistas en un evento cristiano importante y se me acercó un hermano pidiéndome que entrevistara a un caballero de un país del África subsahariana a quien apoyaba. Resultó que ese caballero era un pastor africano que había dedicado su vida a comprar la libertad de cristianos que habían sido tomados por musulmanes como prisioneros de guerra y vendidos como esclavos. Deberíamos pensar en las iglesias clandestinas en diferentes países, así como en los reclusos y aquellos que ministran a los reclusos aquí o en el extranjero. La unión con Cristo y la comunión de los santos deben hacernos ver que las luchas de estos cristianos son también nuestras luchas.
No nos enfoquemos tanto en lo que está sucediendo en nuestra parte de la viña que no podamos ver la gloria de Cristo en las vidas y situaciones de hermanos comprados por la misma sangre y que comparten la misma fe. «Así que nadie se jacte en los hombres, porque todo es vuestro: ya sea Pablo, o Apolos, o Cefas, o el mundo, o la vida, o la muerte, o lo presente, o lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3:21-23).