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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Las epístolas del Nuevo Testamento
En su Evangelio, Juan habló a sus lectores del «Verbo», Jesucristo, que estaba con Dios en el principio y que se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1:1, 14). Ahora, en su primera carta, el apóstol apenas pudo contener su emoción al escribir: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y hemos tocado con nuestras manos, sobre la palabra de vida… lo que hemos visto y oído os lo anunciamos también a vosotros» (1 Jn 1:1, 3). Como la persona más cercana a Jesús durante Su ministerio terrenal (ver Jn 13:23), Juan, el hijo de Zebedeo, da testimonio de primera mano de Jesús.
Sin embargo, aunque escribió su Evangelio como una presentación de Jesús «el Cristo, el Hijo de Dios» (20:31) a un público general, Juan escribe su primera epístola porque, después de la publicación del Evangelio, al parecer algunos habían tergiversado el significado de sus palabras y habían inquietado a los miembros de las congregaciones de Juan. Justo antes de la redacción de la primera epístola de Juan, aparentemente estos falsos maestros ya habían salido de la iglesia (1 Jn 2:19), pero habían dejado atrás a creyentes en necesidad de instrucción y seguridad apostólica. Al leer la primera carta de Juan bajo esta luz, podemos inferir razonablemente algunas de esas falsas enseñanzas a partir del énfasis positivo del apóstol.
En primer lugar, los falsos maestros parecen haber afirmado que era posible vivir la vida cristiana en «libertad» moral —en inmoralidad— y que ese estilo de vida «libre» no iba en detrimento de su espiritualidad. Juan rebate esta afirmación dejando claro que Dios es luz (1:5), de modo que cualquiera que pretenda tener comunión con Dios debe vivir también en la luz, es decir, debe cultivar la santidad y la pureza (vv. 6-7). Es absolutamente imposible que alguien profese la fe en Dios y, sin embargo, lleve una vida inmoral.
En segundo lugar, los falsos maestros también parecen haber negado su pecaminosidad. Del mismo modo, algunos cristianos hoy parecen creer o actuar como si, ahora que han entrado en una relación personal con Dios en Cristo, ya no necesitaran confesar sus pecados. Sin embargo, esta noción es totalmente antibíblica, porque Juan afirma claramente: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (v. 8). En cambio, debemos confesar nuestros pecados para recibir la limpieza y el perdón de Dios (v. 9).
En tercer lugar, los falsos maestros parecen haber negado la necesidad de la expiación de Cristo por el pecado. Esto se desprende de su interpretación errónea de la gracia como licencia para la inmoralidad y de su negación de la pecaminosidad humana. Antes de que las personas puedan sentir la necesidad del Salvador, primero deben estar convencidas de su pecaminosidad y de su necesidad de perdón. Para esas personas, hay buenas noticias, pues, como escribe Juan, «Jesucristo, el justo… es la propiciación [el sacrificio expiatorio que aleja la ira de Dios] por nuestros pecados» (2:1-2).
Es más, quienes han comprendido realmente su propia pecaminosidad y su necesidad de un Salvador no abaratan la gracia de Dios viviendo una vida inmoral. Estas personas están profundamente agradecidas por lo que Dios ha hecho por ellas en Cristo Jesús y viven su vida en humilde dependencia de Cristo y en fiel servicio a los demás.
Por tanto, al final Juan afirma enfáticamente que el cristianismo de una persona no es una cuestión de mera confesión, sino que se demuestra en lo que esa persona hace en la práctica: ¿Vives una vida pecaminosa e inmoral? ¿O bien obedeces la Palabra de Dios (2:5) y amas a tu hermano (tu hermano en la fe, v. 10)? En resumen, «El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo» (v. 6). Este examen es despiadadamente realista e intensamente práctico. Desenmascara como una farsa vacía el asentimiento intelectual al cristianismo sin obediencia cristiana fiel, y nos desafía a elevarnos más allá de la mera asistencia a la iglesia y el estudio de la Biblia para implicarnos activamente en la causa de Cristo en nuestro mundo.
Una de las aportaciones más poderosas de Juan en todos sus escritos, incluida su primera carta, es su énfasis en la guerra espiritual y el conflicto cósmico en que todos estamos implicados, nos demos cuenta o no. Frente a la afirmación de que vivimos nuestras vidas meramente en un plano horizontal y humano, Juan subraya la importantísima dimensión vertical. El mundo entero está bajo el control del diablo, «el príncipe de este mundo» (Jn 12:31; 14:30; 16:11). Los falsos maestros están llenos del espíritu del anticristo, lo que se hace evidente en su negación del hecho de que Jesús es el Mesías (1 Jn 2:18, 22; 4:2-3), y se exhorta a los creyentes a «probad los espíritus para ver si son de Dios» (4:1). Jesús vino a destruir las obras del diablo (3:8) y la victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe (5:4).
En este conflicto cósmico, nadie puede permanecer neutral. ¿Te has arrepentido de tu pecado y has confiado en Cristo? Si es así, has renacido espiritualmente, has «nacido de Dios» (2:29; 3:9; ver también Jn 1:12-13; 3:3, 5) y Juan te llama a vivir como vivió Jesús: a abstenerte del pecado y a amar a los demás. Si no es así, sigues en tus pecados y te cuentas entre los «hijos del diablo», porque estás gobernado por él y atrapado en tu pecado (3:8, 10).
Haciéndose eco de su énfasis en el evangelio, Juan ensalza la virtud del amor como suprema en la vida cristiana. Esto es así porque Dios mismo es amor (4:16) y porque Dios, en Su amor, envió a Su Hijo como sacrificio expiatorio por los pecados (v. 10; ver Jn 3:16). Al entregar Su vida por los demás, Jesús no solo proporcionó la expiación del pecado, sino que también nos mostró cómo amar a los demás (1 Jn 3:16). Por lo tanto, los que quieran caminar como lo hizo Jesús deben vivir una vida supremamente caracterizada por el amor.
¿Dirían los que te conocen, especialmente los que te conocen mejor, que eres un hombre o una mujer de amor? ¿O dirían que tu comprensión de la doctrina es impecable, pero que a menudo pareces duro y frío en tus acciones hacia los demás? Si es como esto último, pide a Dios que te ayude a cultivar un amor verdadero y sincero que provenga de la comprensión de que tú mismo eres una persona muy amada por Dios, una persona por la que murió Cristo, y que también lo son los demás.
Para Juan, entonces, la obligación de los cristianos puede describirse esencialmente como doble: deben creer en Jesucristo, el Hijo de Dios, y deben amar a los demás, especialmente a los demás creyentes (3:23).
El objetivo principal de la segunda carta de Juan era instruir a los creyentes para que no ofrecieran hospitalidad o apoyo a los falsos maestros itinerantes (2 Jn 9-11). Como quienes «conocen la verdad» (v. 1), deben protegerla activamente contra quienes la tergiversan y tener cuidado de no apoyar involuntariamente la propagación de la doctrina herética. Esto significa que, como cristianos, debemos ser educados en la doctrina cristiana. Debemos conocer la verdad lo suficiente como para poder discernir cualquier desviación de la misma.
Especialmente instructivo sobre esto es el lenguaje de Juan en el versículo 9, donde habla de un individuo que «se desvía» y «no permanece en la enseñanza de Cristo». Puedes llamar a esas personas «progresistas» o «liberales», que se sienten en libertad de ir más allá de la enseñanza bíblica y de pasarse a doctrinas novedosas e innovadoras que no se apoyan en la Escritura. Como insiste Juan con razón, en el fondo de esa falta de ortodoxia suele haber una visión deficiente de Cristo. Del mismo modo, los liberales de ayer y de hoy suelen negar la plena deidad y/o la humanidad de Cristo, o la realidad de Su resurrección. Si no estás seguro de las creencias de una persona, pregúntale: ¿Qué crees tú sobre Jesucristo? Además, en consonancia con el propósito de Juan al escribir su segunda carta, apoya solo a aquellas personas, organizaciones y causas que proclamen el evangelio bíblico y auténtico de la salvación, que solo se encuentra en el Señor Jesucristo.
La tercera carta de Juan, similar a la segunda epístola, tiene que ver con la hospitalidad a los maestros itinerantes (3 Jn 7-8). Además, Juan reprende duramente a cierto individuo, Diótrefes, «a quien le gusta ser el primero entre ellos» y «no acepta lo que decimos» (v. 9). Esto nos advierte contra las tendencias dictatoriales de los líderes de la iglesia, que «tienen señorío» sobre los que están a su cargo, por así decirlo (ver 1 Pe 5:3), careciendo de un espíritu de humildad adecuado.
Sobre la base segura del Evangelio de Juan, sus tres epístolas dan testimonio del hecho de que la verdad siempre será cuestionada y por tanto necesita ser defendida continuamente por quienes se mantienen firmes en la enseñanza apostólica. Que tú y yo vivamos vidas de amor, y que nos levantemos valientemente para defender la verdad del evangelio en nuestro mundo que, como en tiempos de Juan, está lleno de ídolos (1 Jn 5:21).