Sugel Michelén: Coherederos con Cristo

Los creyentes en Cristo no solo son salvados del pecado y de la ira de Dios y se les da el Espíritu Santo, sino que también somos hechos hijos de Dios y receptores de la gloriosa herencia que Él ha reservado para Su pueblo. En este mensaje, el pastor Sugel Michelén expone Romanos 8:12-17, centrándose especialmente en nuestra adopción como hijos de Dios en Cristo y en los privilegios que tenemos como hijos e hijas del Rey.

Transcripción

Es un enorme privilegio para mí poder participar de esta conferencia celebrando la obra de Dios en la Reforma del siglo XVI y los invito a ir conmigo a Romanos capítulo 8. Vamos a leer los versículos 12 al 17, en los que vamos a estar basando nuestra exposición de hoy. 

Dice así la Palabra del Señor: 

Esí que, hermanos, somos deudores, no a la carne, para vivir conforme a la carne, porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él, a fin de que también seamos glorificados con Él.

Si hay algo que todos nosotros necesitamos en estos días, es seguridad y confianza. De repente, el mundo parece estar desmoronándose a nuestro alrededor. Lo que antes dábamos por sentado ha desaparecido por completo de nuestras vidas. El congregarnos libremente en muchos lugares. El poder darle un abrazo a nuestros hermanos en la fe. Estamos aprendiendo a vivir en el contexto de una nueva normalidad, por lo que necesitamos un terreno firme donde podamos anclar nuestras almas en medio de tanta turbación, en medio de tanta inestabilidad. Y difícilmente podamos encontrar una roca más sólida en toda la Escritura que el capítulo 8 de la carta de Pablo a los Romanos.

Este es el capítulo más extenso de la carta y es uno de los más ricos en contenido. Lutero le llamaba »la obra maestra del Nuevo Testamento», y otro autor decía que «si la Sagrada Escritura fuera un anillo, y la epístola a los Romanos fuera su gema preciosa, el capítulo 8 sería el punto brillante de la gema». 

Este capítulo comienza, en el capítulo 8 versículo 1, con la declaración de que no hay condenación para aquellos que hemos sido justificados por causa de nuestra unión con Cristo. Y el capítulo concluye diciendo que tampoco hay separación. No hay condenación; no hay separación. 

Ahora bien, ¿cómo podemos estar seguros de que realmente estamos en Cristo? ¿Cómo… cómo tú y yo podemos saber que de verdad hemos sido justificados por medio de la fe? Bueno, la respuesta de Pablo en este capítulo es que todos los que han sido justificados por medio de la fe sola, ahora están siendo gradualmente santificados por la obra del Espíritu en nosotros. Todos los que han sido justificados están siendo, en el presente, en una manera progresiva, santificados.

Esa es la evidencia de que somos hijos adoptados de Dios, como vemos en los versículos 12 al 17 que vamos a considerar en esta ocasión. Ahora, es interesante notar que hasta este punto de la carta, Pablo no se había referido a los creyentes refiriéndose como hijos de Dios. Pero a partir del versículo 14 y en el resto del capítulo 8, Pablo hace referencia a esta filiación una y otra vez. 

En el versículo 14, Pablo nos dice que «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios». En el versículo 15, dice que todos los creyentes hemos recibido «el espíritu de adopción […], por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!». En el versículo 16, dice que «el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios». En el versículo 17, dice que porque somos hijos, también somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo». En el versículo 19, dice que la creación está «[guardando] ansiosamente la revelación de los hijos de Dios». Y en el versículo 21, que esta creación anhela ser «libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios». En el versículo 23, dice que los cristianos aguardamos ansiosamente la llegada de ese momento, cuando nuestra adopción como hijos se haga evidente, de una forma plena, a través de la redención de nuestros cuerpos. Y finalmente, en el versículo 29, Pablo nos dice que fuimos «[predestinados] a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos». ¿Ven el lenguaje de familia aquí? Somos una familia en Cristo. Somos la familia de los hijos de Dios.

Es obvio, mis hermanos, que Pablo quiere que estos cristianos en Roma y todos los cristianos de todas las épocas comprendamos las implicaciones de esta nueva filiación que disfrutamos con Dios por causa de nuestra unión con Cristo. Y eso es básicamente lo que encontramos en esta porción de la carta. Las evidencias y los privilegios de nuestra filiación con Dios. Y eso es básicamente lo que vamos a estar viendo en esta exposición: evidencias y privilegios. 

Y la primera evidencia que Pablo señala en los versículos 12 al 14 es que el Espíritu impulsa y capacita al creyente para darle muerte al pecado. El creyente está siendo impulsado y capacitado por el Espíritu de Dios para darle muerte al pecado. 

Veamos una vez más el versículo 12: «Así que, hermanos, somos deudores no a la carne, para vivir conforme a la carne». Aunque este texto no contiene ninguna exhortación explícita, podemos decir que hay una exhortación implícita a ser coherentes con la obra que Dios ha hecho a nuestro favor en Cristo. Noten que el texto comienza con un «así que». Pablo está conectando lo que ha venido diciendo a través del capítulo 8 con lo que va a decir ahora a partir del versículo 12. 

Ya que no hay ninguna condenación para los otros por causa de nuestra unión con Cristo; ya que hemos sido librados de la esclavitud del pecado para no vivir más conforme a la carne, sino conforme al Espíritu; ya que tenemos la certeza de que al final de los tiempos, el Dios trino resucitará nuestros cuerpos mortales para vivir eternamente en cuerpo y alma en Su presencia, ahora Pablo dice, por todas esas bendiciones, por todas esas razones, ahora debemos mostrar en nuestra conducta que no tenemos obligación alguna con la carne, dice Pablo, para vivir «conforme a la carne». 

Y este es un término teológico que hace referencia al principio pecaminoso que domina a los incrédulos y que aún reside en el cristiano. No como nuestro rey, no como nuestro amo. Ya fuimos librados de esa esclavitud, pero sí como un enemigo permanente que pone resistencia en nuestra obediencia a Dios. El pecado ya no nos domina como cuando éramos sus esclavos, pero aún no ha sido erradicado de nuestros cuerpos. El pecado continúa obrando sigilosamente en nuestros deseos, en nuestras ambiciones, para llevarnos de nuevo al terreno de la desobediencia; y no para que nuestra vida sea más feliz, sino para que sea más desgraciada. Como bien ha dicho alguien: «El pecado está tratando de destruirte desde el día de tu nacimiento». 

Y ahora Pablo está diciendo aquí: «¿Por qué te vas a unir a las fuerzas del enemigo y pagarle para tu propia destrucción, cediendo a los impulsos pecaminosos de la carne?». Pablo había usado un argumento similar al final del capítulo 6 de Romanos, de la carta a los Romanos. Dice Pablo en el versículo 21 del capítulo 6: «¿Qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios —el regalo de Dios— es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro».

En vez de darnos el miserable salario que merecíamos por nuestros pecados, Pablo dice el Señor nos regaló de pura gracia el don de la vida eterna a través de la muerte de Su Hijo. Él nos libertó de la esclavitud del pecado para que ahora tengamos como fruto la santificación y como fin la vida eterna. Si no está el fruto, no está el árbol. 

Escuchen lo que Pablo continúa diciendo en el versículo 13: «Porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis». Pablo no está enseñando aquí que es posible que un creyente pierda la salvación si de repente comienza a vivir conforme a la carne. Lo que Pablo está enseñando, en este versículo 13 de Romanos 8, es que la evidencia de que tenemos nueva vida en Cristo es que en dependencia del Espíritu Santo estamos en pie de guerra contra el pecado que mora en nosotros. 

Y hay un balance aquí que debemos resaltar. Por un lado, Pablo nos dice que los creyentes somos responsables de darle muerte al pecado. Nosotros somos los verdugos que debemos llevar a cabo el fusilamiento del pecado, si podemos decirlo de esa manera. Es lo mismo que Pablo dice en Colosenses capítulo 3 versículo 5: «Haced, pues, morir lo terrenal en vosotros». Esa es nuestra responsabilidad. Tenemos una involucración personal en esta lucha, una involucración activa. Pero al mismo tiempo, Pablo reconoce que es imposible para el creyente hacer morir las obras de la carne si no es en dependencia del Espíritu de Dios. «Porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu —por medio del Espíritu, por la obra del Espíritu— hacéis morir las obras de la carne, viviréis». 

Como bien señala John Stott: «Solo el Espíritu Santo puede proporcionar el deseo, la determinación y la disciplina para rechazar el pecado». Es el Espíritu en nosotros quien nos guía y nos capacita en esa lucha por medio de Su Palabra. De manera que esa lucha es una evidencia de nuestra filiación con Dios. 

Vean el versículo 14 —y esto es todo un conjunto; es la unidad— Pablo dice: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios». Y esa expresión «los tales» aquí es enfas.. enfática. Ellos y solo ellos, «los que son guiados por el Espíritu de Dios», son contados como hijos de Dios. 

Ahora, mis hermanos, Pablo no ha cambiado repentinamente de tema. Hay una conexión evidente entre «hacer morir las obras de la carne», versículo 13 , y «ser guiados por el Espíritu», en el versículo 14. De manera que la guía de la que Pablo está hablando aquí no tiene nada que ver con mostrarle al creyente qué carrera debemos estudiar, o en qué lugar debemos vivir, o con quien debemos casarnos. El Espíritu de Dios guía a los hijos de Dios a darle muerte al pecado. 

Podemos ponerlo de esta manera: todos aquellos que son guiados por el Espíritu Santo al campo de batalla para hacerle guerra al pecado y ser cada vez más como Jesús, esos y solo esos, son los hijos de Dios.

Más adelante, en el versículo 29, Pablo va a decirnos que el propósito de la salvación es conformarnos a la imagen de Jesús. ¿Cómo podemos saber que somos hijos de Dios y que el Espíritu habita en nosotros? Porque estamos siendo guiados por Él a darle muerte al pecado y a cultivar en nuestras vidas el carácter de Jesús? Él está guiando a todos aquellos en quienes Él habita para que batallemos contra todo lo que nos hace diferentes a Jesús. 

Y ahora yo te pregunto: ¿Esa es una realidad en tu vida? ¿Odias ese mismo pecado que tanto te atrae? Eso es lo que precisamente provoca la lucha en el creyente: el pecado sigue siendo atractivo, pero al mismo tiempo lo aborrecemos. ¿Te sientes bien contigo mismo cuando «te sales con la tuya»? O más bien ¿te sientes avergonzado por haber pecado contra Dios, y eres movido luego a confesar tu pecado con un deseo genuino de divorciarte de él? Esa es la primera evidencia que Pablo nos muestra en este pasaje de nuestra filiación con Dios.

Pero Pablo nos enseña también, en segundo lugar, que el Espíritu Santo ha reemplazado en nosotros el temor de un esclavo por la libertad y la confianza de un hijo. Vean el versículo 15: «Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor —para volver al temor— sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!». Y Pablo ha introducido aquí una de las doctrinas más hermosas de la Biblia: la doctrina de la adopción. Por causa de nuestra unión con Cristo, ya no nos relacionamos con Dios meramente o únicamente como criaturas delante del Creador, y mucho menos como reos culpables delante de un juez, sino como hijos con un padre. Nos relacionamos con Dios como los hijos se relacionan con un padre. 

El capítulo 12 de nuestra Confesión de fe dice lo siguiente acerca de la adopción: «A todos aquellos que son justificados. Dios les ha concedido, en y por causa de su único Hijo Jesucristo, el venir a ser partícipes de la gracia de la adopción, por medio de la cual son contados entre los hijos de Dios y gozan de las libertades y privilegios de los mismos». ¿Y cuáles son esos privilegios? Sigue diciendo la Confesión de fe: «Tienen su nombre puesto sobre ellos, reciben el espíritu de adopción; tienen acceso con confianza al trono de la gracia, son capacitados para clamar: «¡Abba, Padre!», son tratados con compasión, protegidos, provistos y corregidos por Él como por un Padre, sin embargo, nunca son desechados, sino que han sido sellados para el día de la redención y reciben la herencia de las promesas como herederos de la salvación eterna». 

Ahora tenemos toda confianza para venir delante de nuestro Señor, delante de nuestro Dios y clamarle: «¡Abba, Padre!». Ese término «Abba» era un término arameo que no era tan formal como nuestra palabra «padre», sino un término que denota mucha ternura y confianza. Es la expresión que usa el Señor Jesucristo cuando está orando en el huerto de Getsemaní: «¡Abba, Padre! Para Ti todas las cosas son posibles; aparta de Mí esta copa, pero no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieras».

Y es con esa misma confianza que tú y yo podemos venir ahora delante de nuestro Padre Celestial. Unos versículos antes, en Romanos 8, Pablo había, se había referido al Espíritu Santo como «el Espíritu de Cristo», vea la mitad del versículo 9: «Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de Él». Bueno, lo que Pablo está diciendo aquí es que cuando el Espíritu de Cristo viene a morar en nosotros, nos mueve a clamar al Padre con la misma confianza de Jesús en momentos de angustia y de necesidad.

Pablo dice en Gálatas capítulo 4, versículo 6 que debido a nuestra adopción como hijos, «Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, el cual clama: ¡Abba! ¡Padre!». No se trata de una oración ritualista, una oración mecánica es el clamor espontáneo y sincero que nace del corazón por la obra del Espíritu en nosotros, confirmando nuestra adopción. 

Y eso nos lleva a la tercera evidencia de nuestro texto en el versículo 16. Y es que el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Versículo 16: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios». Y es muy probable que Pablo se esté refiriendo a la experiencia subjetiva, pero real, de que Dios nos ama y de que Él es nuestro Padre. Pablo ya había dicho, en Romanos capítulo 5 versículo 5, que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado». Y no es que Pablo esté hablando aquí de nuestro amor por Él, sino más bien de la experiencia de Su amor por nosotros. Esa es la obra del Espíritu Santo en los creyentes. Para que sepamos que fuimos adoptados por Dios y que somos los seres más privilegiados del planeta. El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu. 

Y esto no es una voz misteriosa que viene del cielo. Es algo que viene a través de la Palabra y al mismo tiempo es la aplicación de las promesas de esa Palabra, de las realidades de la redención reveladas en la Palabra, que es colocada en nuestro corazón. Es esa experiencia el testimonio de que somos hijos de Dios.

 Y eso nos lleva a nuestro segundo encabezado. Ya vimos las evidencias de nuestra filiación con Dios. Veamos ahora los privilegios de esa filiación. Ahora, antes debo decir que no podemos hacer una diferencia muy marcada entre las evidencias y los privilegios en este pasaje, porque esas evidencias son en sí mismas privilegios. Ya no hay ninguna condenación para nosotros por el hecho de estar en Cristo Jesús. Tenemos al Espíritu Santo morando en nuestro interior, guiándonos a la santidad para confirmar nuestra adopción, para darnos plena confianza, de modo que podamos acercarnos a Dios y clamar a Él como Padre. Eso por sí solo es suficiente para llenar nuestros corazones de asombro y de gratitud por todo lo que Dios nos ha concedido en Cristo de pura gracia. 

Pero ahora Pablo nos dice también en el versículo 17 que por el hecho de haber sido adoptados por Dios, ahora somos Sus herederos. Versículo 17: «Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él». De primera impresión esto puede parecer redundante, porque si somos herederos de Dios, obviamente tenemos que ser coherederos con Cristo. Pero Pablo quiere enfatizar aquí el hecho de que es por causa de Él, es por causa de nuestra unión con Él que los creyentes heredamos todas las bendiciones de Dios. 

Es la misma idea del capítulo 1 de la carta de Pablo a los Efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo». Somos herederos de Dios únicamente por causa de Jesús. Lo que esto quiere decir en la práctica es que todo lo que le pertenece a Cristo por derecho nos pertenece a nosotros los creyentes por adopción. Somos herederos de Dios y coherederos con Cristo, aunque en este cuerpo de muerte todavía no podamos experimentar plenamente todos esos privilegios. El pecado todavía mora en nosotros. Tenemos un cuerpo caído en un mundo caído. 

Es por eso que Pablo concluye este pasaje con una nota de realismo: «Y si hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él». Podemos saber con certeza que vamos camino a la presencia de Dios porque estamos transitando por el mismo camino que Cristo transitó y ese camino primero pasa por la cruz antes de llegar a la gloria. No puede haber gloria sin cruz. Eso no fue posible para Cristo y no lo será para todos aquellos que fueron comprados por Él. Ahora, esta observación es extremadamente importante porque muchos creyentes tienden a poner en dudas su adopción. La realidad de su adopción cuando están en medio de las aflicciones. Pero es todo lo contrario. Las aflicciones por causa de Cristo nos confirman que estamos en Él.

Escuchen lo que Pedro nos dice en el capítulo 4 de su primera carta, y nota la similitud entre un texto y otro: «Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de Su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros». ¿Ven que hay una conexión entre los padecimientos de Cristo y la revelación de Su gloria? Eso es lo que Pablo nos dice en Romanos 8:18: «[Porque] considero que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada». El camino que conduce hacia la gloria pasa primero por la cruz. Recuerda, así lo fue para Cristo, y así será sin duda para todos los que están en Él. 

«Si somos muertos con Él —dice Pablo en 2ª Timoteo capítulo 2 versículo 11— también viviremos con Él. Si sufrimos —literalmente, “si soportamos hasta el fin en medio del sufrimiento”— también reinaremos con Él». Hay una conexión entre el sufrimiento y la gloria. 

Dice Sinclair Ferguson que «el sufrimiento es el cordón umbilical que nos une con el Cristo glorificado». Pero como dice Pablo en Romanos 8:18, hay una diferencia cuantitativa y cualitativa entre el sufrimiento presente y la gloria futura. Pablo dice: «No se pueden comparar». Mis hermanos, muchos pueden tener más comodidades que tú, pero ningún incrédulo, por rico que sea, tendrá nunca jamás un privilegio mayor que el tuyo. «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre —dice en 1ª de Juan capítulo 3, versículo 1— para que seamos llamados hijos de Dios». Gózate, mi hermano, en tu filiación. Gózate mi hermano en la gloria de ser ahora, de haber sido adoptado por Dios, de tener al Espíritu Santo morando en tu interior. 

Pero si al ver estas evidencias que hemos mencionado, te das cuenta que tú todavía no estás en Cristo, que estas evidencias son completamente ajenas a ti, mi amigo, arrepiéntete de tus pecados y pon toda tu confianza en Jesús, mientras todavía tienes tiempo de arreglar tus cuentas con Dios. La razón por la que Dios tiene que adoptarnos como hijos es porque todos nosotros nacemos huérfanos de Dios. Todos nosotros nacemos huérfanos de Él. Pero ese estatus legal es cambiado en el mismo momento en que depositamos nuestra fe en la persona y la obra de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo. 

Dice en Juan capítulo 1, versículo 12, que «a todos [aquellos] que le [reciben a Él por la fe, se les concede] la potestad [el derecho] de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios».

Mi amigo, no sigas buscando fuera de Cristo lo que solo se encuentra en Él. Ven a Cristo y ven ahora. Arrepiéntete de tus pecados y clama por misericordia, porque la oferta del evangelio sigue disponible para todos solo por gracia, solo por Cristo y solo por medio de la fe.

 Vamos a orar. Padre, queremos darte muchas gracias por habernos dado una vez más la oportunidad de predicar tu santa y bendita Palabra. Y te rogamos, oh Señor, que Tú apliques esta Palabra con poder, avivando a unos y levantando de los muertos a otros. Te suplicamos, oh Señor, bendice Tu Palabra y gracias, gracias, gracias, oh Señor, por los enormes privilegios que tenemos en Cristo. Que a Él sea toda la gloria, la alabanza, la honra y el honor por los siglos de los siglos. Amén.