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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XI
Anselmo ocupó el cargo de arzobispo de Canterbury desde el año 1093 al 1109. Monje benedictino, filósofo y teólogo, se destaca como uno de los pensadores más importantes en la historia de la Iglesia occidental.
Su influencia no se debe al gran volumen de sus escritos, sino a su capacidad para exponer en pocas palabras temas profundos de manera bíblica y cuidadosa. En general, existe la suposición de que para hacer una contribución significativa al cuerpo de la literatura que da forma al pensamiento académico se requiere la producción de tomos inmensos. El impacto de Anselmo derriba completamente esta noción.

Su pensamiento ha tenido consecuencias de gran alcance, incluso hasta el día de hoy. Anselmo, más que cualquier otro pensador de la antigüedad, sondeó las profundidades de la visión sustitutiva y satisfactoria de la expiación. En su libro Cur Deus Homo [¿Por qué Dios se hizo hombre?], vio la obra de Cristo en la cruz como un acto de propiciación mediante el cual Jesús satisfizo las exigencias de la justicia de Dios. Ni los deseos humanos ni los del diablo fueron satisfechos, sino Dios mismo. Tampoco fue satisfecha la ira de Dios tanto como lo fue Su justicia, la cual Anselmo definió también como Su rectitud.
Pablo escribe que en el drama de la justificación, a través de la obra de Cristo, Dios es a la vez «justo y el que justifica» (Rom 3:26). Él elabora el punto de que, en la obra expiatoria de Jesús, Dios no simplemente pasa por alto el pecado de la humanidad caída y nos da un pase libre, sino que se asegura de que Su propio carácter no se vea comprometido y en ese sentido establece Su justicia. Dios requiere el pago de Cristo, como nuestro sustituto, para mantener Su justicia. La cruz es simultáneamente la principal manifestación de la justicia y de la gracia de Dios. Su justicia se muestra en que Jesús paga por el pecado y Su gracia se ve en que la redención se nos ofrece a través de la obra de Jesús. Es el Mediador perfecto que satisface la justicia de Dios y salva al pueblo de Dios.
Esta verdad impactó no solo al pensamiento de la Iglesia sobre la expiación, sino también, lamentablemente, al entendimiento de la Iglesia católica romana de la misa como una repetición de la obra expiatoria de Cristo. Roma retorció el pensamiento de Anselmo para que se ajustara a su sistema sacerdotal de salvación, usando sus palabras de maneras que Anselmo nunca se propuso. Por eso la misa se considera un sacrificio sin sangre que implica satisfacción.
Después de Cur Deus Homo, la segunda obra por la que Anselmo es famoso es un pequeño libro llamado Monólogo. En este libro busca responder a la pregunta de la relación entre la fe y la razón. Él argumenta que, dado que la revelación se encuentra en el fundamento de toda verdad, el cristiano comienza creyendo y confiando en la revelación de Dios. Al acercarse a la revelación, el cristiano no abandona el intelecto. En cambio, capta la coherencia racional de la revelación. Esta es la tarea continua del pensador cristiano, el punto de partida de la fe. No llegamos a una comprensión racional de la revelación de Dios antes de que podamos creer; más bien, primero debemos poner nuestra confianza en esa revelación para poder ver su coherencia. El famoso lema de Anselmo fue Credo ut intelligam («Creo para poder entender»).
En este pequeño libro, siguiendo el proceso de la fe que busca entendimiento, Anselmo elabora un argumento cosmológico para la existencia de Dios. La esencia de este argumento es que solo Dios, en Su poder creativo, nos da suficiente razón para la existencia del universo. Sin embargo, el argumento cosmológico ha sido formulado de muchas maneras y muchas veces por muchas personas diferentes.
Lo que hace que Anselmo se destaque en la historia de la filosofía y la apologética es su extraordinario argumento expuesto en su tercer libro, Proslogion. Anselmo deseaba dar una prueba simple y rápida de la existencia de Dios basada en la naturaleza del ser de Dios. Por tanto, esta prueba ha sido llamada el argumento ontológico para la existencia de Dios. Fluye y descansa sobre una comprensión del ser de Dios.
Basando nuevamente sus presuposiciones sobre la revelación por la cual Dios se ha dado a conocer a todas las personas, Anselmo argumenta que toda persona tiene alguna idea de Dios. La idea que tenemos de Dios no es la de una mera estructura mítica, sino la de un Dios que realmente existe. Hay un sentido en el que la idea misma de Dios lleva consigo la idea de Su existencia. En un interesante giro de palabras, Anselmo planteó el argumento de esta manera: Dios es aquello tan grande que no se puede concebir nada más grande que Él. Dado que pensamos en Dios, debemos pensar que Él existe en la realidad y no solo en la mente. Anselmo entendía que la mente es capaz de considerar cosas que no existen, pero por la idea de que Dios sea aquello de lo cual nada más grande se puede concebir, Él no se puede concebir como inexistente. Si pensamos en Dios simplemente como un concepto formal, pero sin atribuirle existencia, no hemos llegado a la idea del Dios de Anselmo. Esto se debe a que siempre habría un ser más grande que un ser que existe solo en la mente y no en la realidad. Ese ser, del cual no se puede concebir nada más grande que Él, debe existir tanto en la realidad como en la mente, o no sería ese ser del cual no se puede concebir nada más grande que Él.
Este es el tipo de argumento que ha dado enormes dolores de cabeza a los filósofos durante siglos, pero su impacto sigue siendo poderoso, al igual que el impacto de todas las obras de este ancestral arzobispo de Canterbury.